Nada fue igual tras la huelga general de 1902. La burguesía se interesó por las condiciones de trabajo de los obreros. Hoy es un fantasma en manos del capitalismo financiero
'La Carga', de Ramón Casas
Es probable que a la inmensa mayoría de la población la huelga general de 1902 no le diga absolutamente nada. Pero ha pasado a la historia por un cuadro y por el origen de una caja de ahorros.
El cuadro es el que pintó Ramón Casas y que tituló 'La Carga', que representa a un puñado de guardias civiles a caballo reprimiendo, sable en mano, una manifestación de obreros metalúrgicos -cerrajeros, fundidores de hierro caldereros y hojalateros- que reclamaban más salarios, una reducción de las horas de trabajo y, en general, mejores condiciones de vida. El óleo, hoy en el museo de Olot, es una mezcla de realismo y romanticismo que forma ya parte de la iconografía del movimiento obrero, al igual que El Cuarto Estado, el célebre lienzo en el que Pellizza da Volpedo muestra la fuerza de la nueva clase social emergente, el proletariado, y que fue popularizado muchos años después por el Novecento de Bertolucci.
La caja de ahorros se llama hoy la Caixa, un proyecto de la alta burguesía catalana obra de Francesc Moragas i Barret, que surgió, precisamente, con el objetivo de paliar las míseras condiciones de vida que padecían los obreros. Aquella huelga, como se sabe, acabó con decenas de muertos, centenares de heridos y la declaración del estado de excepción en Cataluña, lo que levantó una seria preocupación en la burguesía catalana, que veía, con auténtico terror para sus propios intereses, que algo estaba pasando con la paciencia de los obreros.
Como ha explicado Francesc Cabanas en una reciente biografía sobre el fundador de la Caixa, la llamada 'cuestión social',
de hecho, está detrás de la preocupación de los intelectuales y de
algunos burgueses sobre el futuro de España, cuyas élites políticas, sin
embargo, parecían ignorar el nacimiento de una nueva clase social.
Hubo excepciones, como la propia fundación de la Caixa. La entidad fue creada dos años después de la huelga general de 1902 como un instrumento de previsión social destinado a que los huérfanos y las viudas de los obreros no se quedaran en la miseria tras la muerte del único perceptor de rentas de la familia. También de aquella época es el Instituto de Reformas Sociales (IRS), creado en 1903 bajo los auspicios del gobierno conservador de Francisco Silvela, aunque su alma mater fuera el jurista Gumersindo de Azcárate, republicano y hombre ligado a la Institución Libre de Enseñanza, uno de esos monumentos intelectuales que, de vez en cuando, regala este país al mundo.
Tanto la Caixa como el Instituto reflejan, en este sentido, la implicación de las élites en la acción política, aunque fuera por razones puramente defensivas. Se trataba de frenar como fuera la revolución obrera y la creciente influencia de los círculos anarquistas -muchas veces violenta- entre los trabajadores.
Esa implicación de la burguesía ilustrada en la política es la que se ha ido diluyendo con el paso del tiempo. Exactamente, al mismo ritmo, aunque en sentido inverso, que avanzan los populismos, que tienden a despreciar el papel de las élites progresistas mediante la proliferación de discursos -los de arriba y los de abajo, los patriotas y los que no lo son, los buenos y los malos- tan huecos como simplistas, aunque muy eficaces en términos electorales.
Cataluña, y todo lo que rodea al 'procés', es una de las manifestaciones más evidentes de que la influencia de eso que un día se llamó la burguesía catalana ha desaparecido del espacio público. Ni siquiera el Ibex, por mucho que diga Pablo Iglesias, tiene hoy una influencia real y significativa sobre los programas electorales que compiten este 28-O más allá de pequeñas contribuciones de lobby.
Probablemente, porque el capitalismo ha dejado de ser industrial y se ha convertido en financiero, lo que hace que la nueva materia prima sea hoy la información y el tratamiento de datos y no la producción de bienes de consumo e inversión, que obliga a estar cerca de los tajos y de los centros de trabajo. E, incluso, a mirar a los obreros cara a cara. Usando para ello nuevas fórmulas de contratación que tienden a hacer del trabajo una mercancía de usar y tirar.
Pero también porque los propios populismos, como han recordado muchos autores, han construido su discurso en torno a la idea de que el pueblo y las élites son radicalmente antagónicos. Y, por lo tanto, sobran los planteamientos matizados edificados sobre el conocimiento y la verdad científica. Lo relevante, por el contrario, son las ideas-fuerza capaces de movilizar emociones generadas por la maquinaria del partido para ganar votos.
La campaña electoral que acaba de empezar es el mejor reflejo de este proceso imparable hacia lo que muchos han llamado la prepolítica, que se produce cuando minorías que controlan el aparato de los partidos -cada vez más pequeños e irrelevantes en términos de representación social- tienden a alejarse de determinados grupos sociales por la propia supervivencia de los líderes. Cuanto más pequeño sea el partido, menos oposición interna, lo que es un incentivo para no abrir los partidos a la sociedad. Por ejemplo, mediante el diseño de unas elecciones primarias que no son más que un ajuste de cuentas interno entre militantes del propio partido. Y cuando se abren a eso que se llama la sociedad civil no son más que floreros que rápidamente se apagan tras la explotación electoral de su imagen.
¿El resultado? La política-espectáculo es cada vez más endogámica y tiende a aislarse de los grupos sociales más influyentes e interesados en el cambio social, lo que explica que, en el caso de Cataluña, por ejemplo, el llamado Puente Aéreo, aquella reunión de notables, fuera una pérdida de tiempo. O que los intelectuales -que todavía los hay- tengan un peso irrelevante en la política española, preñada de advenedizos que, incluso, tienen a gala estar alejados de los centros de pensamiento.
No se trata de un asunto intrínsecamente español. Trump ganó contra todo el aparato del Partido Republicano, y Macrón se hizo presidente sin un partido detrás, pero con un discurso del cambio que pretendía remover los viejos cimientos de la política francesa. Matteo Salvini es hijo del colapso del sistema político italiano, y hasta el Brexit es fruto de la pérdida de influencia de las élites británicas en la política en favor de los tabloides y de la televisión basura que incuban el populismo, y que han convertido la política en parte de la industria del entretenimiento.
Es posible que detrás de este fenómeno se encuentren el progresivo estrechamiento de las clases medias, como acaba
de poner de manifiesto la OCDE, que provoca una polarización de la vida
política que necesariamente expulsa a las posiciones más matizadas. A
menudo acusadas de ‘cobardes’, ‘débiles’, ‘equidistantes’ o, incluso, de
‘traidoras’, La ‘derechita cobarde’ de la que habla Vox.
Aunque también debido a un nuevo capitalismo financiero que crece a costa de una burguesía que históricamente ha crecido sobre las ruinas del antiguo régimen, pero que hoy sucumbe ante los grandes fondos de inversión y las megaempresas tecnológicas, mucho menos dependientes del BOE de lo que lo han sido tradicionalmente los empresarios en economía muy reguladas y con fuerte intervención del Estado. Y a quienes las condiciones de vida de los trabajadores les trae al pairo.
La consecuencia, como no puede ser de otra manera, es la proliferación de nuevos partidos completamente alejados del sistema productivo, lo que obliga a las viejas formaciones a radicalizar su discurso, y ahí están los casos del PP y Ciudadanos ante el fenómeno Vox, o al PSOE de Sánchez cuando Podemos le disputaba la hegemonía de la izquierda. Malos tiempos para la razón. Y peor para la inteligencia.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
El cuadro es el que pintó Ramón Casas y que tituló 'La Carga', que representa a un puñado de guardias civiles a caballo reprimiendo, sable en mano, una manifestación de obreros metalúrgicos -cerrajeros, fundidores de hierro caldereros y hojalateros- que reclamaban más salarios, una reducción de las horas de trabajo y, en general, mejores condiciones de vida. El óleo, hoy en el museo de Olot, es una mezcla de realismo y romanticismo que forma ya parte de la iconografía del movimiento obrero, al igual que El Cuarto Estado, el célebre lienzo en el que Pellizza da Volpedo muestra la fuerza de la nueva clase social emergente, el proletariado, y que fue popularizado muchos años después por el Novecento de Bertolucci.
La caja de ahorros se llama hoy la Caixa, un proyecto de la alta burguesía catalana obra de Francesc Moragas i Barret, que surgió, precisamente, con el objetivo de paliar las míseras condiciones de vida que padecían los obreros. Aquella huelga, como se sabe, acabó con decenas de muertos, centenares de heridos y la declaración del estado de excepción en Cataluña, lo que levantó una seria preocupación en la burguesía catalana, que veía, con auténtico terror para sus propios intereses, que algo estaba pasando con la paciencia de los obreros.
Cataluña
es una de las manifestaciones más evidentes de que la influencia de la
burguesía catalana ha desaparecido del espacio público
Hubo excepciones, como la propia fundación de la Caixa. La entidad fue creada dos años después de la huelga general de 1902 como un instrumento de previsión social destinado a que los huérfanos y las viudas de los obreros no se quedaran en la miseria tras la muerte del único perceptor de rentas de la familia. También de aquella época es el Instituto de Reformas Sociales (IRS), creado en 1903 bajo los auspicios del gobierno conservador de Francisco Silvela, aunque su alma mater fuera el jurista Gumersindo de Azcárate, republicano y hombre ligado a la Institución Libre de Enseñanza, uno de esos monumentos intelectuales que, de vez en cuando, regala este país al mundo.
Razones defensivas
Tanto la Caixa como el Instituto reflejan, en este sentido, la implicación de las élites en la acción política, aunque fuera por razones puramente defensivas. Se trataba de frenar como fuera la revolución obrera y la creciente influencia de los círculos anarquistas -muchas veces violenta- entre los trabajadores.
Esa implicación de la burguesía ilustrada en la política es la que se ha ido diluyendo con el paso del tiempo. Exactamente, al mismo ritmo, aunque en sentido inverso, que avanzan los populismos, que tienden a despreciar el papel de las élites progresistas mediante la proliferación de discursos -los de arriba y los de abajo, los patriotas y los que no lo son, los buenos y los malos- tan huecos como simplistas, aunque muy eficaces en términos electorales.
Cataluña, y todo lo que rodea al 'procés', es una de las manifestaciones más evidentes de que la influencia de eso que un día se llamó la burguesía catalana ha desaparecido del espacio público. Ni siquiera el Ibex, por mucho que diga Pablo Iglesias, tiene hoy una influencia real y significativa sobre los programas electorales que compiten este 28-O más allá de pequeñas contribuciones de lobby.
Probablemente, porque el capitalismo ha dejado de ser industrial y se ha convertido en financiero, lo que hace que la nueva materia prima sea hoy la información y el tratamiento de datos y no la producción de bienes de consumo e inversión, que obliga a estar cerca de los tajos y de los centros de trabajo. E, incluso, a mirar a los obreros cara a cara. Usando para ello nuevas fórmulas de contratación que tienden a hacer del trabajo una mercancía de usar y tirar.
Movilizar emociones
Pero también porque los propios populismos, como han recordado muchos autores, han construido su discurso en torno a la idea de que el pueblo y las élites son radicalmente antagónicos. Y, por lo tanto, sobran los planteamientos matizados edificados sobre el conocimiento y la verdad científica. Lo relevante, por el contrario, son las ideas-fuerza capaces de movilizar emociones generadas por la maquinaria del partido para ganar votos.
La campaña electoral que acaba de empezar es el mejor reflejo de este proceso imparable hacia lo que muchos han llamado la prepolítica, que se produce cuando minorías que controlan el aparato de los partidos -cada vez más pequeños e irrelevantes en términos de representación social- tienden a alejarse de determinados grupos sociales por la propia supervivencia de los líderes. Cuanto más pequeño sea el partido, menos oposición interna, lo que es un incentivo para no abrir los partidos a la sociedad. Por ejemplo, mediante el diseño de unas elecciones primarias que no son más que un ajuste de cuentas interno entre militantes del propio partido. Y cuando se abren a eso que se llama la sociedad civil no son más que floreros que rápidamente se apagan tras la explotación electoral de su imagen.
¿El resultado? La política-espectáculo es cada vez más endogámica y tiende a aislarse de los grupos sociales más influyentes e interesados en el cambio social, lo que explica que, en el caso de Cataluña, por ejemplo, el llamado Puente Aéreo, aquella reunión de notables, fuera una pérdida de tiempo. O que los intelectuales -que todavía los hay- tengan un peso irrelevante en la política española, preñada de advenedizos que, incluso, tienen a gala estar alejados de los centros de pensamiento.
Los tabloides y la TV
No se trata de un asunto intrínsecamente español. Trump ganó contra todo el aparato del Partido Republicano, y Macrón se hizo presidente sin un partido detrás, pero con un discurso del cambio que pretendía remover los viejos cimientos de la política francesa. Matteo Salvini es hijo del colapso del sistema político italiano, y hasta el Brexit es fruto de la pérdida de influencia de las élites británicas en la política en favor de los tabloides y de la televisión basura que incuban el populismo, y que han convertido la política en parte de la industria del entretenimiento.
Aunque también debido a un nuevo capitalismo financiero que crece a costa de una burguesía que históricamente ha crecido sobre las ruinas del antiguo régimen, pero que hoy sucumbe ante los grandes fondos de inversión y las megaempresas tecnológicas, mucho menos dependientes del BOE de lo que lo han sido tradicionalmente los empresarios en economía muy reguladas y con fuerte intervención del Estado. Y a quienes las condiciones de vida de los trabajadores les trae al pairo.
La consecuencia, como no puede ser de otra manera, es la proliferación de nuevos partidos completamente alejados del sistema productivo, lo que obliga a las viejas formaciones a radicalizar su discurso, y ahí están los casos del PP y Ciudadanos ante el fenómeno Vox, o al PSOE de Sánchez cuando Podemos le disputaba la hegemonía de la izquierda. Malos tiempos para la razón. Y peor para la inteligencia.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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