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sábado, 27 de abril de 2019
REFLEXIONANDO: VALORES, POLÍTICA Y POLITIQUERÍA
La izquierda será superior
moralmente a cualquier otra opción si hace sus deberes, esto es, si
cumple con lo que entiende que debe hacer, con aquello a lo que se
siente obligada, comprometida
Una persona coloca en la mesa de un colegio electoral de Pamplona las papeletas. (EFE)
Ahora que solo queda reflexionar y no procede pedir el voto para formación alguna, tal vez valga la pena dedicar un rato de esa reflexión al
asunto de la naturaleza misma de la política, de la que se supone que
unas elecciones como las de mañana representan el momento culminante.
Gustaba de afirmar Francisco Fernández Buey —hombre
inequívocamente de izquierdas y luchador por aquello en lo que creía
mientras le quedó un suspiro de vida— que la política sin valores no era política:
era politiquería. Tan convencido estaba de ello que, en vez del término
clásico, prefería utilizar el de poliética, con el objeto de subrayar
que la actividad política, para merecer el nombre de tal, debía estar atravesada de ética, empapada de ética.
Conviene
apresurarse a añadir, si queremos evitar los malentendidos más
frecuentes, que semejante reivindicación de la ética no constituye una mera afirmación grandilocuente, una
apelación retórica pero exenta de contenido específico, a favor del
bien y en contra del mal. Por el contrario, pretende ser por parte de
quienes la plantean una guía para la acción en todo momento y en todos los planos,
tanto cuando los individuos se preocupan —sea en su calidad de
ciudadanos, sea en la de representantes de la ciudadanía— por los
problemas concretos de las personas como cuando diseñan futuros y señalan la dirección en que debería encaminarse su sociedad.
Pero
tal vez los matices más interesantes sean los referidos no solo a
quienes asumen con mayor frecuencia e intensidad dicha reivindicación
sino también a quienes más la critican. Respecto a los
protagonistas de la misma, un lugar común lo constituye el reproche de
que suelen estar situados de manera mayoritariamente abrumadora a la
izquierda. Tanta es la identificación entre reivindicación moral de la
política e izquierda que ha terminado por dar lugar al tópico del convencimiento que se supone que tienen los miembros de dicha izquierda de su superioridad moral.
No dudo que pueda haberlos (e incluso en abundancia) que estén convencidos de que el mero hecho de reivindicar valores ya les concede algún tipo de superioridad moral.
Pero no parece, desde luego, que quedarse ahí pueda considerarse que
constituya mérito alguno. Es obvio que lo que nos hace en realidad (y no
en la imaginación) mejores no es reivindicar determinados valores, sino materializarlos. Por eso, tiene escaso derecho a alardear de virtuoso el que no ha visto nunca puesta a prueba su virtud. Y ninguno, por descontado, el que incumple aquello que predica.
Tiene escaso derecho a alardear de virtuoso el que no ha visto nunca puesta a prueba su virtud
De lo que se desprende una segunda obviedad, y es que la izquierda será superior moralmente a cualquier otra opción si hace sus deberes,
esto es, si cumple con lo que entiende que debe hacer, con aquello a lo
que se siente obligada, con aquello con lo que se siente comprometida,
con aquello que, en definitiva, es su razón de ser. Más aún: ni tan
siquiera resultaría merecedora del nombre de izquierda si no hiciera todo eso que debe.
Esta
segunda obviedad es, a poco que se piense, vinculante. Porque se deriva
de la misma una exigencia con la que nos tropezamos a diario. Y es que
resulta de todo punto razonable y lógico, a partir de lo anterior, que a
los partidos de izquierda, precisamente porque declaran su compromiso
con valores, sus votantes y simpatizantes les exijan su cumplimiento. En
ese sentido, la izquierda parte con una mochila (de valores) que en
muchos momentos se le puede hacer particularmente gravosa, porque de su
incumplimiento se deriva una severa censura sobre todo por parte de los
suyos. Baste con recordar a este respecto cómo le penalizan
electoralmente un cierto tipo de escándalos en comparación a cómo lo
mismo penaliza a formaciones políticas de distinto signo.
La izquierda será superior moralmente a cualquier otra opción si hace sus deberes
En efecto, a la izquierda
sus votantes no solo le exigen, como los de cualquier otra opción
política, la eficacia y materialización de sus promesas, sino también
que todo ello se lleve a cabo ateniéndose a los códigos éticos que
proclama. De ahí lo improcedente, amén de torpe, que resulta la forma en
que algunos miembros de la izquierda se defienden de los ataques que reciben por no haber estado a la altura de los valores que
manifestaban sostener, poniendo como excusa que no hay comparación
entre la levedad de sus errores (pongamos por caso, pequeñas
corruptelas) y la gravedad de los que comete la derecha en el mismo
plano (corrupción organizada a gran escala). Lo que nos lleva ya al otro
orden de matices anunciado.
Por lo que hace a quienes más
critican dicha apropiación de los valores éticos por parte de la
izquierda, ellos no se encuentran a mi juicio, en contra de lo que con
frecuencia se tiende a pensar, en las filas de la derecha. También la
cosa tiene su lógica, aunque la misma venga a contravenir el maniqueísmo
y las demagogias más simplistas a las que estamos de sobra
acostumbrados. Pensemos simplemente en la forma en la que en las clásicas viñetas de Chummy Chúmez o
en las actuales de El Roto se representa a los poderosos. Estos no
aparecen como decididos partidarios de hacer el mal a toda costa, como
si fueran representantes de Lucifer en la tierra, empeñados en acabar
con cualquier forma de bien. Aparecen si acaso como sujetos que conducen
utilizando como criterio un feroz principio de realidad y que, desde esa posición, critican o se burlan de quienes, entre ingenuos y bobos, aún andan defendiendo la necesidad de mejorar el mundo y de actuar conforme a una ética.
Por eso se equivocan también quienes plantean la contraposición entre unos y otros como
si de un combate entre buenos y malos se tratara, cuando en realidad
los presuntos malos la plantean como un conflicto entre idealistas que
habitan en un mundo fantasioso de valores y gentes con los pies en el
suelo (ellos mismos, claro). Tal vez una simple anécdota nos permita ilustrar el asunto con rotunda verticalidad. Cuando Aznar,
hacia el principio de su mandato, expulsó de España a un grupo de
inmigrantes ilegales drogándolos y metiéndolos en un avión rumbo a sus
países de origen, la justificación que proporcionó respondía a este
planteamiento de las cosas. "Teníamos un problema y lo hemos resuelto",
fueron sus palabras. Nada de valores alternativos: puro principio de
realidad. Berlusconi solía hacer afirmaciones
parecidas: nosotros no nos enredamos en discusiones ideológicas (y
dejaba en el aire: …como acostumbra a hacer la izquierda), sino que nos dedicamos a aportar soluciones.
¿Quiénes son, pues, los que más critican a los que reivindican una política atravesada de ética?
¿Quiénes
son, pues, los que más critican a los que reivindican una política
atravesada de ética? Por sorprendente que a algunos les pueda resultar,
otros sectores de la izquierda. Dicho con diferentes palabras, es más un reproche entre izquierdistas
(por no estar a la altura de su propia reivindicación) que contra
izquierdistas. Hemos tenido ocasión de verlo en estas semanas de
campaña. Es lo que ocurría cuando una formación política criticaba a
otra de su mismo espectro ideológico no en nombre de un ideario distinto
y alternativo, sino en nombre de que la primera se consideraba la única
que siempre había defendido tales ideas de manera consecuente. Ahora
bien, en el momento en el que la que se erige como garantía de la pureza ideológica declara que el resto de fuerzas ideológicamente afines no son de fiar y que deben someterse a su control, está deslizando un supuesto de muy problemática justificación.
Lo
problemático, claro está, no es la necesidad del control, sino la
instancia (un partido político determinado) que se arroga el monopolio
del mismo. Respecto a su necesidad hay poca discusión porque está en la esencia de la democracia no solo que los ciudadanos puedan revocar cada cuatro años a los gobernantes
que han incumplido, de una u otra manera, los compromisos adquiridos
ante la ciudadanía, sino que existan mecanismos institucionales que
controlen la actividad de los políticos. Lo problemático sobreviene cuando es una formación política en particular la que se atribuye en exclusiva la tarea controladora.
Repárese
en que, al actuar así, dicha formación, lejos de criticar la idea de la
superioridad moral, lo que hacía era rechazar que cualquier otra fuerza
política que no fuera ella pretendiera atribuírsela también.
No deja de ser curioso, y un punto lamentable, por qué no decirlo, que
quienes tendrían que pensar, si de veras estuvieran convencidos de los
principios que proclaman, que los valores si algo deben constituir es
objeto de emulación, se los hayan tomado como objeto de competición.
Pero en tal caso el reproche, de honda raigambre marcusiana, que se le puede dirigir a los que, tan pagados de sí mismos (aunque
finjan humildad franciscana), se erigen en los guardianes únicos de la
coherencia ética en política es el viejo interrogante ¿quién controla a
esos controladores? O, si prefieren, ¿quién controla al partido controlador? ¿Hace falta que pongamos ejemplos o mejor lo dejamos aquí ya?
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