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viernes, 19 de abril de 2019

La ausencia de Dios y la Ilustración insatisfecha



/AJUBEL


El binomio citado en el título da cuenta de algunos de los elementos fundamentales para entender la crisis de la cultura moderna tal y como se ha puesto de manifiesto en el llamado posmodernismo -Walter Benjamin escribió que sólo en sus deformaciones se encuentra la verdad de cada época cultural, la verdad del barroco, por ejemplo, se hallaría en el rococó-. La cultura moderna tiene, al menos, dos fundamentos: por una lado el Dios ausente. En la cultura moderna Dios no es necesario para las cuestiones importantes, ni para hacer ciencia, ni para legitimar el poder, ni para fundamentar el conocimiento, ni como fundamento de la moral. Por otro lado, lo que sustituye a Dios, aquello que fundamenta la cultura moderna en positivo, no como ausencia, la Ilustración, va acompañada desde el inicio por la percepción clara de que lo que el hombre esperaba de ella, la Ilustración, ha quedado insatisfecho. La cultura moderna como Ilustración insatisfecha. Ambas ideas, la ausencia de Dios y la Ilustración insatisfecha, se encuentran entre los temas más elaborados por Hegel.

Para este pensador alemán la ausencia de Dios se traduce en su doble muerte, la primera como muerte histórica en la cruz de Jesús, y la segunda como muerte metafísica en la cultura moderna, muerte que forma el núcleo mismo de la Ilustración. En la muerte histórica de Dios en la cruz de Jesús no hay todavía concepto estricto del significado de esa muerte. Es sólo la cultura moderna la que eleva a concepto esa muerte.

Para Hegel, la doble muerte de Dios es al mismo tiempo la posibilidad de pensar al hombre en su plenitud, como la subjetividad a la que ha llegado a través de ambas muertes de Dios. La muerte histórica de Dios abre la puerta a la posibilidad de pensar al hombre como subjetividad. Su muerte metafísica en la cultura moderna -la inutilidad de Dios como fundamento del conocimiento, de la legitimidad del poder, de la moral y de la historia- es lo que produce su ausencia de todas las esferas públicas de la modernidad, una cultura que puede funcionar trasladando a todas sus actividades la idea de que se puede hacer ciencia como si Dios no existiera. Lo que conduce en la propia teología a afirmar que Dios no es necesario, a volver a recordar el principio fundamental de toda teología cristiana, que Dios es gracia, y que la dificultad principal en la cultura moderna, debido precisamente a su ausencia, no es tanto pensar la divinidad de Dios, sino su humanidad.

Es cierto que en algunos momentos del pensamiento de Hegel la muerte de Dios implica superar la idea de la Ilustración de la religión como la mentira de los curas, mentira que tiene como función infundir a los hombres el sentimiento de dependencia total respecto al Dios transcendente para justificar su sometimiento al poder de los monarcas del absolutismo. Para Hegel, la Ilustración pone al hombre ante la tarea de apropiarse de los predicados del Dios muerto, ausente: su divinidad, su omnisciencia, su omnipotencia, su capacidad de pensarse a sí mismo junto con la creación, con el mundo objetivo y la historia en unidad de concepto y razón.

Puede que en algunos momentos Hegel pensara que todo ello se da en el Estado de la monarquía constitucional, la fusión del individuo con la sociedad y el Estado. Pero probablemente es unan interpretación desacertada de su pensamiento, pues más que probablemente para Hegel esa unidad solo se podía producir en el pensamiento de la filosofía, y la filosofía era su filosofía, el hegelianismo, de forma que la unidad de la subjetividad moderna con la realidad del mundo y de la historia unidos en un concepto racional se producía en él mismo, en el Hegel que concebía la fusión del individuo en la sociedad y el Estado viéndolo en su totalidad.

¿De dónde surge en Hegel la idea de Ilustración insatisfecha? En su estética afirma el filósofo que la tarea de la cultura moderna radica en superar la división en la que se encuentra la subjetividad moderna entre su propia subjetividad y la exterioridad objetiva para reconciliarse consigo mismo. Mientras el sujeto de la cultura moderna no sea capaz de superar su propia división y la reconciliación consigo mismo que significa recuperarse superando la división con la realidad objetiva del mundo y de la historia, la Ilustración seguirá insatisfecha. La subjetividad es subjetividad encapsulada en sí misma, estéril, y la realidad mundana e histórica carece de sentido y de racionalidad, es facticidad, es puro hecho sin significado, historia de poder de unos sobre otros, ciencia tecnificada como poder sobre el mundo.

Para todos los que no somos Hegel, es decir, para todos los posthegelianos, la Ilustración sigue estando definida por la insatisfacción. El problema real de la cultura moderna en su postmodernidad no es la insatisfacción de la Ilustración, sino la creencia de que ésta, la insatisfacción puede ser superada. La modernidad ha estado marcada por el ideal de la Ilustración que consigue su satisfacción propia, que alcanza su plenitud consiguiendo la reconciliación doble que describe Hegel, la reconciliación con el mundo y la historia y a través de ella consigo mismo, para llegar así a la ansiada apropiación de todas las características del Dios doblemente muerto y doblemente ausente.

Es cierto que la posmodernidad es, en su inicio, el rechazo radical de todos los intentos de doble reconciliación predicados por Hegel: la crítica de los grandes relatos como crítica a la modernidad, lo que aquel grafito de los años 60 pretendía explicar con la frase Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo empiezo a sentirme muy mal. Situación en la que los seres humanos nunca aguantan mucho tiempo, pues siguiendo la definición de Niklas Luhmann de la religión, aplicable a la cultura en general -mecanismo para la reducción de complejidad-, cuanta más complejidad mayor necesidad de reducirla. Por eso, a pesar de la crítica de los grandes relatos, la propia posmodernidad ha vuelto a reproducir, aunque con distintos ropajes, los grandes relatos tan ferozmente criticados y liquidados. A la posmodernidad le sucede lo que tan afanosamente criticó Adorno contra el positivismo y el cientificismo en sociología, que dejan sin iluminar críticamente el contexto en el que producen ciencia de la sociedad o de la naturaleza: el Dios destronado por la Ilustración vuelve a aparecer en el escenario posmoderno con distintas máscaras, lo que le vuelve irreconocible para los humanos.

Se dice que determinadas propuestas políticas son una vuelta a la Edad Media, que implican involución y van en contra del sentido y la dirección de la historia, significan volver al tiempo de los grandes relatos, y esa vuelta implica volver a la creencia de haber alcanzado la reconciliación definitiva. Lo mismo sucede con las nuevas propuestas de significar el todo de la realidad para reconciliar las más profundas divisiones sociales, como lo hacen algunas propuestas feministas en las que la reconciliación y la superación de la escisión de la subjetividad se alcanza sólo asumiendo la perspectiva propia al género femenino, corriendo así el peligro de terminar siendo subjetividad encapsulada y estéril, incapaz de enfrentarse a lo otro, a lo distinto, a lo objetivo presente en la otra perspectiva para, juntos en el debate y en la contraposición, buscar la reconciliación, pero sabiendo que no hay reconciliación definitiva en esta historia humana, pues Dios está ausente y ha muerto.

Tomar en serio la muerte de Dios en la cultura moderna significa que todos los ámbitos públicos, en la política pero también en la ciencia, son espacios de verdades penúltimas, de legitimidades penúltimas, de reconciliaciones penúltimas. No puede haber en ningún ámbito ninguna verdad última, ninguna legitimidad última, ninguna reconciliación última. Todo es penúltimo, no porque no exista ni verdad, ni legitimidad, ni reconciliación, sino porque los humanos a quienes Dios se les ha muerto no son capaces de ninguna de ellas. Tomado en serio, y en aplicación a la política, la muerte de Dios es la garantía de la libertad de conciencia, es el significado serio de la a-confesionalidad del Estado, algo distinto de la laicidad.

La dificultad de vivir la ausencia de Dios hasta las últimas consecuencias se puede ver, de nuevo en la política, en el problema concreto de la soberanía, de la voluntad del pueblo, en el presunto derecho de autodeterminación. La soberanía aplicada a un sujeto histórico concreto -y todos los sujetos colectivos concretos son históricos y por lo tanto contingentes, no necesarios, producto de circunstancias históricas concretas que no pueden ser elevadas a absolutas y necesarias- es una contradicción, pues soberanía significa poder absoluto, definitivo, indivisible, intransferible, incomunicable.

El hecho de que algunas sociedades hayan sido capaces en la historia de constituir Estado es una conquista nada despreciable y a cuidar, máxime si esos Estados han conseguido pasar a ser Estados de derecho. Son bienes a cuidar y proteger y no deben estar a disposición de cualquiera. Aunque sean frágiles y convencionales (Guglielmo Ferrero). Pero no dejan de ser contingentes y como tales no absolutos, y no pueden ser considerados como fuente de legitimidad última -lo que aprobaron todos debe ser sometido, para ser cambiado, de nuevo a la consideración de todos, con lo que ese todos deja de ser contingente y pasa a ser absoluto-. No existe derecho de autodeterminación ni para los que dicen querer llegar a donde otros llegaron hace tiempo, ni para los que ya están asentados, aunque a favor de éstos habla el argumento hegeliano de que en ellos la razón ha alcanzado su propia realidad y encierran un grado nada desdeñable de universalidad.
Sólo como Ilustración insatisfecha puede seguir siendo posible la Ilustración.


                                                                                         JOSEBA ARREGI*   Vía EL MUNDO

*Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.

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