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jueves, 25 de abril de 2019

VOTAR SIN ILUSIONES

En la inestabilidad, la ocasión para proclamar la independencia de Cataluña es óptima


Gabriel Albiac


En 1940, Winston Churchill podía comparecer ante el votante británico como un curtido reaccionario. Pero la alternativa a Winston Churchill se llamaba Adolf Hitler, protector progresista de la paz europea. Y en nada cambiaban eso, ni los ensueños pacifistas, ni las plegarias demagógicas. Sin aquel testarudo conservador en el 10 de Downing Street, del Reino Unido -y, por extensión, de Europa- no hubiera quedado nada.

Pasado ya nuestro minuto de opereta, transitado con paciencia el estruendo hortera del circo televisivo a doble vuelta, llega en España la hora de las cosas adustas -y adultas, perdón, señora Montero-, la hora de una seriedad que nada tiene que ver con los escénicos candidatos: un candidato es cualquier cosa menos una cosa seria. Y sí tiene que ver, todo, con lo que se juega cada uno de cuantos en las urnas depositarán -o no- la tenue dinamita de su papeleta. Una campaña electoral es, para los partidos que a ella concurren, exhibición rentable. Para los desvalidos ciudadanos es supervivencia.

Esforcémonos por hacer, pues, un balance glacial de lo que está en juego. Una cautela de higiene moral exige que ese ejercicio se haga al margen de personales preferencias; que sólo el cálculo de coste y beneficio para la nación -o sea, para cada ciudadano- determine una decisión en la cual no se juegan ni nuestros sueños, ni nuestras leyendas, ni nuestros afectos, ni nuestras mitologías. Se juega, en rigor, sólo el grado de dureza que habremos de soportar durante los cuatro años que vienen. Si es que ese plazo de cuatro años se cumple: tengo mis dudas.

La política, pasadas las rabietas infantiles de una nación o de un hombre, es administración serena de las determinaciones lógicas. Lo que es lo mismo: cálculo sin ilusión de los males menores. Enseñaba Freud que la ilusión es una forma menor del delirio. En política, sus costes son letales. Votemos, pues -o no votemos-, desilusionadamente. Con el mismo criterio con el que seleccionamos un tomate en el supermercado: con atención sólo al precio y a que no esté podrido. La representación política no es una épica. La democracia no es un heroico asalto al cielo. Representación y democracia son recursos institucionales para ir viviendo lo menos mal posible. Que ya es mucho.

Balance, pues. 1) El país está dividido por la mitad en votos: su oscilación a un lado u otro deriva de aleatorios avatares ligados a una mala ley electoral y a anécdotas imprevisibles. 2) Bascule hacia quien bascule el mínimo resto que va a decidir, la inestabilidad institucional está garantizada. 3) De esa inestabilidad sólo se saldrá con una nueva ley electoral que imponga un sistema de doble vuelta: ningún partido lo quiere. 4) En la inestabilidad, la ocasión para proclamar la independencia de Cataluña es óptima.

¿Vale la pena jugar en tales condiciones? No es función de un analista dar consejos. El voto toca decidirlo a cada uno, es un acto innegociablemente solitario. Y esa decisión, si es fruto de un elector racional, será la de un adulto que nada salvífico espera de sus gobernantes. Y que sí tomará en cuenta hasta qué punto algunos gobernantes pueden ser catastróficos.


No, no era Winston Churchill, en 1940, una figura seductora. Pero la alternativa se llamaba Adolf Hitler. No, no es la historia del PP nada que pueda exaltar el entusiasmo de nadie. Pero la alternativa se llama Pablo Iglesias. Y un gobierno a la venezolana con Sánchez. Que cada cual apueste como se lo exija la lógica. No el afecto.


                                                                                            GABRIEL ALBIAC   Vía ABC

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