Sé que el pasado devorará al presente, que los muertos decidirán sobre el destino de los vivos
Gabriel Albiac
Pasaron ya
ochenta años. Lo cual quiere decir que fue en la prehistoria: que es lo
de antes de que hayamos nacido. En el río de Heráclito, cuyo tumulto
nos fuerza a avanzar sólo borrándonos, no hay no-ser más radical ni más
inapelable que el del pasado. Nunca volveremos.
Por los libros de historia, sé que el lunes pasado hizo ochenta años del fin de una carnicería entre españoles que duró un poco menos de tres. Sé, por los libros, que nada de esa matanza dice nada del presente: se extinguió la misérrima sociedad cuyos desgarros exigieron aquella oblación a dioses bárbaros; se extinguió el delirio autodestructivo que, entre 1914 y 1945, trituró a Europa, puede que irreversiblemente, y del cual la escabechina española fue una anécdota no del todo irrelevante.
Y, sin embargo, cuando yo nací, allá por la olvidada glaciación de 1950, la guerra estaba aún. No se mataba ya, desde luego: no, salvo en aleatorios avatares. Las cárceles no estaban ya tan atiborradas. Aunque estaban. Un velo de normalidad atenuaba con pudor heridas y contrastes en los espacios públicos. En los privados, las cicatrices no se habían cerrado o lo habían hecho en falso: dolían. Y, así, nacer en una familia de vencidos era participar de un estigma legendario: de él cobrabas la única identidad en la cual reconocerte. Aprender a hablar era aprender un arte de manejo virtuoso: el del doble lenguaje, lo que se dice fuera, lo que se habla en casa y en voz baja. Cuando, dos decenios después, uno descubría que en ese «doble lenguaje» -los dissoì lógoi- pusieron los sofistas griegos, hace dos milenios y medio, el fundamento de la filosofía, eso te hacía sentirte alguien: un forajido que sobrevive se sabe, de un misterioso modo, un privilegiado; aunque no demasiados sobreviven.
Pasó. Porque todo pasa. Pasaron también los años, exaltantes e insensatos -exaltantes porque insensatos-, en los que una generación de apenas veinte o menos tejió redes de resistencia contra una dictadura que era casi unánimemente aceptada por una población sin más anhelo que el de la resignación y la calma. ¿No sirvió para nada? Puede. No sirvió para nada en esa estupidez mayor de los estúpidos humanos que es la política. Sirvió para otra cosa: cincelar unas cuantas cabezas fuera de lo establecido. No es gran cosa quizá. Pero eso habremos, al cabo, conseguido arrebatarle a la mezquina vida. Eso. Sólo. Una cierta e imprevista sabiduría. Es mucho. Aunque sea nada.
De esos años, de todas esas vidas que caben en una vida, a uno le va quedando el incómodo estupor ante algunas repeticiones: repetir, dice Freud que es anticipar la muerte. Odio las convocatorias electorales por eso. Sé -y nadie hasta hoy me ha desmentido, ya quisiera- que no habrá en las campañas más épica que la que viene de un tejido de leyendas en torno a la gran escena de vencidos y vencedores. Sé que el pasado devorará al presente, que los muertos decidirán sobre el destino de los vivos. Y todo volverá a mostrarse como un horrible anacronismo.
Hablaremos -nos hablarán aquellos que aspiran a vivir de nuestro voto- de «izquierda» y de «derecha», como si eso hubiera sido otra cosa que una técnica de recuento rápido en la Asamblea francesa del verano de 1789. Se vocearán convicciones antifranquistas, de las cuales desconfiaremos: los antifranquistas de cuando había franquismo no solían vocearlo. Decidiremos votos en torno al placer o displacer necrófilo de jugar con el reposo de un cadáver… Ochenta años. ¿Pasaron? Puede que me equivoque.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
Por los libros de historia, sé que el lunes pasado hizo ochenta años del fin de una carnicería entre españoles que duró un poco menos de tres. Sé, por los libros, que nada de esa matanza dice nada del presente: se extinguió la misérrima sociedad cuyos desgarros exigieron aquella oblación a dioses bárbaros; se extinguió el delirio autodestructivo que, entre 1914 y 1945, trituró a Europa, puede que irreversiblemente, y del cual la escabechina española fue una anécdota no del todo irrelevante.
Y, sin embargo, cuando yo nací, allá por la olvidada glaciación de 1950, la guerra estaba aún. No se mataba ya, desde luego: no, salvo en aleatorios avatares. Las cárceles no estaban ya tan atiborradas. Aunque estaban. Un velo de normalidad atenuaba con pudor heridas y contrastes en los espacios públicos. En los privados, las cicatrices no se habían cerrado o lo habían hecho en falso: dolían. Y, así, nacer en una familia de vencidos era participar de un estigma legendario: de él cobrabas la única identidad en la cual reconocerte. Aprender a hablar era aprender un arte de manejo virtuoso: el del doble lenguaje, lo que se dice fuera, lo que se habla en casa y en voz baja. Cuando, dos decenios después, uno descubría que en ese «doble lenguaje» -los dissoì lógoi- pusieron los sofistas griegos, hace dos milenios y medio, el fundamento de la filosofía, eso te hacía sentirte alguien: un forajido que sobrevive se sabe, de un misterioso modo, un privilegiado; aunque no demasiados sobreviven.
Pasó. Porque todo pasa. Pasaron también los años, exaltantes e insensatos -exaltantes porque insensatos-, en los que una generación de apenas veinte o menos tejió redes de resistencia contra una dictadura que era casi unánimemente aceptada por una población sin más anhelo que el de la resignación y la calma. ¿No sirvió para nada? Puede. No sirvió para nada en esa estupidez mayor de los estúpidos humanos que es la política. Sirvió para otra cosa: cincelar unas cuantas cabezas fuera de lo establecido. No es gran cosa quizá. Pero eso habremos, al cabo, conseguido arrebatarle a la mezquina vida. Eso. Sólo. Una cierta e imprevista sabiduría. Es mucho. Aunque sea nada.
De esos años, de todas esas vidas que caben en una vida, a uno le va quedando el incómodo estupor ante algunas repeticiones: repetir, dice Freud que es anticipar la muerte. Odio las convocatorias electorales por eso. Sé -y nadie hasta hoy me ha desmentido, ya quisiera- que no habrá en las campañas más épica que la que viene de un tejido de leyendas en torno a la gran escena de vencidos y vencedores. Sé que el pasado devorará al presente, que los muertos decidirán sobre el destino de los vivos. Y todo volverá a mostrarse como un horrible anacronismo.
Hablaremos -nos hablarán aquellos que aspiran a vivir de nuestro voto- de «izquierda» y de «derecha», como si eso hubiera sido otra cosa que una técnica de recuento rápido en la Asamblea francesa del verano de 1789. Se vocearán convicciones antifranquistas, de las cuales desconfiaremos: los antifranquistas de cuando había franquismo no solían vocearlo. Decidiremos votos en torno al placer o displacer necrófilo de jugar con el reposo de un cadáver… Ochenta años. ¿Pasaron? Puede que me equivoque.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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