En estas elecciones, a pesar del carácter presidencialista de las campañas, no elegimos a un presidente del gobierno, sino a nuestros representantes en el Congreso. Aquella elección vendrá después a cargo de los diputados electos, quienes decidirán sin mandato imperativo.
Y este es el primer problema. A pesar de que legalmente esté establecida la libertad de conciencia del diputado, todos siempre votarán bajo la disciplina de voto, hasta el extremo de que, de no hacerlo así, pueden ser sancionados. El diputado no representa a quienes lo han elegido, sino al partido. Y esto es una anomalía democrática porque los partidos son cauces, instrumentos, pero no fines.
Peor todavía. El partido a su vez se reduce a su líder y a un limitado entorno de personas. Mucho hablar de participación y de primarias, pero como hemos constatado a la hora de la verdad quienes dictan el orden de las listas, y por consiguiente, quien puede salir electo, es el secretario general o el presidente y poco más. Los titulares de los periódicos lo han descrito hasta la saciedad sin especial escándalo: “Sánchez sitúa como cabeza de lista…”, “Casado renueva…”, “Rivera cambia a la mayoría de…”, y lo mismo se puede decir de Iglesias, Puigdemont, Junqueras y otros más. Una sola persona hace y deshace, en algunos casos incluso desde Bruselas.
España posee un sistema electoral proporcional corregido, y esa es una buena herencia de la Transición, porque evita un exceso de votos sin representación, como sucede con los sistemas mayoritarios, en los que solo se lleva el escaño quien alcanza la mayoría en aquella circunscripción.
Pero aquel acierto de la transición, al no modificarse al cambiar las circunstancias que lo justificaban, genera un grave vicio que es el responsable en gran medida de conducirnos a la actual partitocracia, a la democracia degradada causada sobre todo por las listas cerradas y bloqueadas, que dejan fuera a la representación de los ciudadanos.
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