El separatismo es un monstruo de apetito insaciable, que surfea victimista sobre olas de agravios recurrentes o inventados
Lluís Companys
El segundo presidente de la I República, el catalán Pi y Margall,
ante la revuelta cantonal afirmó: “No hay más que dos caminos, o la
política de resistencia o la de concesiones. Yo declaro desde el banco
del gobierno que soy partidario para mis correligionarios levantados en
Cartagena y en cuantos puntos puedan levantarse (sic) de la política de
concesiones”.
Esta política de concesiones derivó en que se
declararan como repúblicas independientes Alcoy, Algeciras, Almansa,
Andújar, Bailén, Cádiz, Castellón, Cataluña, Granada, Jaén. Jumilla,
Málaga, Motril, Salamanca, Sevilla, Tarifa, Torrevieja, Valencia, y
hasta el pueblo de Camuñas. Granada declaró la guerra a Jaén, mientras
Jumilla deseaba la paz con todas las naciones extranjeras “y, sobre
todo, con la nación murciana, su vecina”. Cartagena se apoderó de dos
fragatas de la Armada, bombardeando a la “la potencia extranjera,
Almería”, a la que impuso el pago de tributos. Fue la tardanza en
“resistirse” a los excesos territoriales lo que acabó con la I República
(reflexión para republicanos) y eso que entonces el País Vasco no
existía como tal.
Pero llovía sobre mojado. La rebelión de 1640 puso a Cataluña en manos del rey francés Luis XIV
durante once años durante los que se apoderaría, con el dinero pagado
por los catalanes, del Rosellón y la Cerdaña (que ya nunca devolvería),
prohibiendo el uso de catalán. Cuando retorna Felipe IV
en 1652, a solicitud del obispo de Vic, es recibido en Barcelona por
masas empobrecidas y sangradas por la oligarquía al grito de “Viva la
santa fe católica y el rey de España y muera el mal gobierno”.
Aconsejado por sus asesores, el rey perdonaría la traición, sin tomar
ninguna represalia y dejando instituciones y fueros intactos. ¿Sirvió
esta concesión para parar el nacionalismo? Pues no.
Fue la tardanza en ‘resistirse’ a los excesos territoriales lo que acabó con la I República, y eso que entonces el País Vasco no existía como tal
55 años después, las cortes catalanas prometieron fidelidad a Felipe V
a cambio del mantenimiento de varios privilegios. Luego traicionarían
ese pacto, pasando a apoyar a Carlos porque supuestamente (nunca
sabremos qué habría pasado de haber ganado la guerra de sucesión) les
ofrecía más. Era una apuesta segura porque, pasara lo que pasara,
pensaban que como mínimo, teniendo en cuenta los antecedentes, se
quedarían con lo acordado con Felipe de Anjou.
Pero éste era francés y por tanto nada ingenuo, con lo que aprobó los
Decretos de Nueva Planta, que no obstante dejaban intacto el derecho
privado catalán. ¿Resultado? Durante dos siglos Cataluña creció
económicamente como nunca, olvidó sus reivindicaciones (más allá del
proteccionismo) y vivió en paz con el resto de España…, hasta 1898,
cuando resurge el nacionalismo al albur del pesimismo (injustificado)
reinante. No obstante, poco antes (1886) Valentí Almirall
señalaba (todavía) que los catalanes eran tan españoles como el resto
de habitantes de las demás “regiones” de España y poco después (1916) Prat de la Riva propuso como lema electoral “Por Cataluña en una Gran España”.
Para hacer frente a las nuevas reivindicaciones la II República
proclamó el Estado integral, que permitiría aprobar el primer Estatuto
de autonomía catalán (1932). Desde el principio, ERC (entonces no
existía Convergencia) contó con ministros en los gobiernos de Madrid: Jaume Carner fue ministro de Hacienda y el propio Lluis Comanys ministro de Marina, que equivaldría a nombrar hoy a Torra
ministro de Defensa. ¿Sirvió esto para contentar al nacionalismo? Pues
no. El 6 de octubre de 1934, Lluis Companys declaraba el Estado catalán.
Companys fue detenido, junto al resto de su gobierno, por el general (catalán) Domingo Batet.
Se suspendió la autonomía y el Tribunal de Garantías Constitucionales
los condenó por rebelión. Pero pocos días después de las elecciones de
1936, el gobierno del Frente Popular aprobó un decreto-ley de amnistía y
restauraba la autonomía ¿Sirvió esto para parar el nacionalismo? Pues
no. En lo único en que estuvieron de acuerdo Prieto, Azaña y Negrín
fue en certificar la traición, en plena guerra, del nacionalismo
catalán y vasco. Baste recordar el pacto del PNV ─el primer Estatuto de
Autonomía vasco de su historia se aprobó en 1936─ con los fascistas
italianos antes de la Batalla de Santoña, clave para el devenir de la
guerra. Negrín manifestó que “si la guerra se pierde, se perdería principalmente por la conducta insensata y egoísta de Cataluña”. Y Manuel Azaña, arrepentido de su anterior “política de concesiones”, afirmaría:“Cataluña ha sustraído una fuerza enorme a la resistencia contra los rebeldes y al empuje militar de la República”.
Llega
la Transición. Se aprueba una de las Constitución más
descentralizadoras del mundo, donde se reconocen “derechos históricos”,
incluido el concierto vasco. El Estatuto de Cataluña (1979) contempla
competencias que le había negado la República (muy significativamente la
educación).
Con cada investidura y negociación de presupuestos, el
nacionalismo logra nuevas concesiones, que siempre parecían que iban a
ser las últimas pero que a la siguiente ocasión siempre aparecían más.
Se aprueba un segundo Estatuto (2006) todavía más amplio que, a pesar de los recurrentes lamentos, el Tribunal Constitucional
apenas toca (sólo una docena de artículos, de un total de 223 artículos
y 22 disposiciones adicionales). ¿Sirvió esto para parar el
nacionalismo? Pues no. Convocatoria de dos referéndums ilegales,
incumplimiento sistemático de las sentencias judiciales y declaración
unilateral de independencia el 10 de octubre de 2017.
En lo único en que estuvieron de acuerdo Prieto, Azaña y Negrín fue en certificar la traición, en plena guerra, del nacionalismo catalán y vasco
A pesar de ello, algunos siguen defendiendo que
hay que hacer nuevas concesiones, que con el cupo catalán se acabará
todo, aunque el caso vasco demuestre lo contrario. Incluso asumiendo la
convocatoria de un referéndum tampoco se cerraría el “conflicto” pues,
de perderlo, al día siguiente no reconocerían los resultados o se
pondrían a trabajar para ganar el siguiente. De hecho, ya ha ocurrido:
las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015 se plantearon
como plebiscitarias. La propia CUP reconoció públicamente que lo habían
perdido. Pero solo Antonio Baños dimitió,
el resto continuó con el 'procés' como si nada. El separatismo es un
monstruo de apetito insaciable, que surfea victimista sobre olas de
agravios recurrentes o inventados.
Ahora 41 senadores (incluido el último candidato
socialista francés) de uno de los países más centralistas del mundo, se
permiten darnos lecciones de cómo debe funcionar un Estado
descentralizado. Convendría recordar que ellos, tan demócratas, no han
dudado en arrancar de raíz cualquier atisbo de veleidades territoriales,
cada vez que amenazaban con brotar o aspiraban a recuperar lo perdido:
Bretaña, Córcega, País vasco francés, Cataluña del norte, Provenza,
Alsacia y Lorena…. ¿Lo han logrado haciendo más concesiones que
nosotros? ¿Con los efectos mágicos y taumatúrgicos de los principios de
la Revolución francesa? Nada que ver. Estudien la historia pasada y
reciente de Francia (“una República indivisible” según su art. 1 de su
Constitución, que está fuera de la posible reforma constitucional, y un
art. 54 que impone a todos los ciudadanos “el deber de ser fieles a la
República”) y encontrarán la respuesta.
El primer presidente de la I República, Estanislao Figueras (otro catalán con “seny”) harto de debates estériles, se refugió en París, tras gritar airado: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Hoy,
su interjección probablemente sería incluso más grave, pero seguiría
huyendo a Francia, y no precisamente por ser más democrática...
ALBERTO J. GIL IBÁÑEZ Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario