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martes, 23 de abril de 2019

¿El libro ha muerto? ¡Viva el libro!



El libro se encuentra en ese extraño purgatorio propio de las grandes transiciones culturales y económicas: se vende mucho menos, pero lo suficiente



Foto: Feria del libro de Erbil, capital del Kurdistán, Irak, a principios de abril de 2019. (EFE)

Feria del libro de Erbil, capital del Kurdistán, Irak, a principios de abril de 2019. (EFE)


En 2008, el primer año de la crisis económica en España, se vendieron en el país algo más de 240 millones de libros. En 2014, último año de esta, se vendieron poco más de 153 millones de ejemplares. Eso supuso una caída de alrededor del 37%. Para que se hagan una idea, el descenso en las ventas de pisos durante ese mismo período fue del 43% (aunque en ese caso, el fuerte declive venía de antes). Es decir, una verdadera catástrofe.

Desde entonces, la venta de libros se ha ido recuperando más o menos al mismo ritmo que la economía: en 2017, el último año del que ofrece datos la Federación de Gremios de Editores de España, se vendieron unos 158 millones de ejemplares. Las razones de este desplome, por supuesto, no son solo económicas. A fin de cuentas, por larga que sea una crisis, con el tiempo la gente sigue necesitando casas en las que vivir, pero en la década que ha transcurrido tras la crisis no parece que mucha gente siga necesitando los libros para entretenerse y aprender. Un 38,2% de los españoles no lee nunca o casi nunca, mientras que un 49,3% dice hacerlo diaria o semanalmente y un 12,5% mensual o trimestralmente; los datos, en este caso, son de 2018.


La industria editorial y el libro como icono central de lo que desde hace cinco siglos entendemos por cultura están en crisis. La aparición del libro digital apenas ha hecho nada por impedirlo: en España, su porcentaje de ventas con respecto al total no supera el 5%, aunque es mayor en algunos temas específicos. Y ahora las grandes editoriales españolas están intentando implantar el audiolibro: un libro leído en voz alta que puede escucharse mientras se hacen otras cosas. Es un formato útil, que lleva décadas funcionando en Estados Unidos, pero que es poco probable que sirva para rescatar la industria o para recuperar la preeminencia del libro en la vida pública e intelectual.

Símbolos de estatus


Porque, aunque apenas se lean, la potencia simbólica de los libros sigue siendo enorme. Hemos debatido con exasperación sobre el del presidente Pedro Sánchez, como si tuviera alguna relevancia; a juzgar por las noticias que generó su muerte, uno pensaría que Rafael Sánchez Ferlosio era un superventas cuyas obras estaban en la mayoría de los hogares españoles, y hasta quienes escribimos libros de un éxito discreto sabemos la magia que ejerce poner al final de tu biografía “es autor de los libros…”. Presentadores de televisión y empresarios quieren tener su libro, aunque ganen con él una mínima parte de lo que ingresan con sus verdaderos trabajos. O hasta, como sucede en algunos casos, tengan que pagar para que les publiquen.

Son las ventas de los jóvenes poetas, famosos y 'youtubers' las que permiten que las editoriales financien libros valiosos que venden poco

La conversación sobre los libros, aunque también marginal, mantiene los rituales propios de cuando estos eran realmente importantes en la vida pública. La gente de mi edad está adoptando la costumbre, que tanto había denostado en sus mayores, de sostener en público que los jóvenes ya no leen como antes, escriben libros estúpidos y desvirtúan la verdadera literatura, y que harían mejor dedicándose a sus 'youtubes' y dejando el sacro arte de escribir a los mayores. La realidad es otra: son las ventas de los jóvenes poetas, los famosos y los 'youtubers' las que, en muchas ocasiones, permiten que las editoriales puedan financiar y publicar libros valiosos que venden poco.

De modo que el libro se encuentra en ese extraño purgatorio propio de las grandes transiciones culturales y económicas. Se vende mucho menos, pero lo suficiente para que las editoriales sigan inventando maneras de recuperar las ventas de un pasado que no volverá; a juzgar por los hábitos de los ciudadanos, el libro ya no está en el centro de la vida y la discusión pública, pero goza de un prestigio casi único; y hace que los viejos se sigan sintiendo especiales frente a unos jóvenes a los que consideran iletrados o atrapados en innovaciones absurdas.

La economía de la atención


La competencia del libro ya no son los demás libros. Lo es, por supuesto, la televisión, y en menor medida el teatro o los museos. Pero también Twitter, Fortnite, Netflix, el porno o los vídeos de gatitos. Es lo que en los últimos años se ha dado en llamar la 'economía de la atención'. El tiempo que un individuo puede dedicar a actividades que no sean el trabajo y el sueño es enormemente limitado ―¿tres, cuatro horas al día?― y las empresas se disputan ese tiempo dándonos cosas gratis, de igual manera que antes competían por nuestro dinero. En esa competencia, el libro tiene todas las de perder: basta con comparar nuestra actividad cerebral cuando leemos un libro con la que se desarrolla cuando consultamos una red social o vemos vídeos cortos para darse cuenta de que es algo parecido a comer verdura cocida frente a un subidón de azúcar.

Comparad la actividad cerebral cuando leemos y cuando consultamos una red social: como comer verdura cocida frente a un subidón de azúcar

Sin embargo, como señalaba en un artículo a finales del año pasado el periodista estadounidense Gideon Lichfield, es probable que la economía de la atención tal como la conocemos esté condenada a desaparecer, aunque sea parcialmente. Todo hace pensar que a medio plazo la mayoría de los periódicos volverán a ser de pago, bien en parte o en su totalidad, como ya lo es el consumo de series, películas y música. Ver vídeos en YouTube se está convirtiendo en una tortura publicitaria semejante a la de las cadenas de televisión convencionales, y con un poco de suerte la gente se dará cuenta de que mirar las noticias en WhatsApp es el equivalente a salir a la calle a fumar: satisface tus impulsos pero deberías saber que es nocivo.

Lo cual podría ser bueno para el libro. O al menos eso piensan los editores, que en los últimos años se han preguntado cómo demonios podían competir con todo lo que cabe en un teléfono móvil. En un entorno de entretenimiento de pago, el libro tiene un precio por hora de uso muy razonable, se puede compartir, es duradero y contiene casi todas las experiencias humanas y todos los conocimientos imaginables. De modo que es posible que vuelvan tiempos moderadamente optimistas para él. Pero también lo es que los editores se equivoquen y el problema no sea competir con 'Angry Birds', los periódicos aún gratuitos o los 'memes' de tu cuñado. Cabe la posibilidad de que el formato del libro esté en decadencia, como lo estuvo a mediados del siglo XIX el formato del poema, a principios del siglo XX el de la ópera o hace no tanto el del radioteatro: porque todos los formatos culturales nacen, envejecen y mueren. Aunque a algunos nos guste pensar que el libro los trasciende a todos y, por lo tanto, es distinto.

Feliz Día del Libro.


                                                              RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ   Vía EL CONFIDENCIAL

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