El populismo fiscal ha irrumpido con fuerza en la campaña. Se prometen cosas que no se pueden cumplir. Esa estrategia genera necesariamente frustración y alienta la demagogia
Pedro Sánchez saluda a Pablo Casado en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso. (EFE)
La idea de que el PIB no refleja la realidad económica —medida a través del bienestar de los ciudadanos— es tan antigua como la propia creación de la contabilidad nacional
como herramienta para calcular cuánto produce un país a lo largo de un
periodo de tiempo. Normalmente, un trimestre o un año. El propio Simon Kuznets,
a quien se considera el padre del PIB de EEUU en los años 30, advertía
del peligro de caer en ese error, y, por eso, solía recomendar a sus
alumnos que diferenciaran entre cantidad y calidad en el crecimiento, conceptos que no tienen por qué ser, sin embargo, contradictorios.
Aunque al bielorruso nunca se le hizo mucho caso —el PIB para muchos economistas sigue siendo lo más parecido a las tablas de la ley—, lo cierto es que cada vez se cuestiona más su hegemonía como instrumento para calcular el bienestar de una nación. Eso explica que organismos intergubernamentales como la OCDE o Naciones Unidas hayan creado (espoleados por un número creciente de economistas) sus propios índices para medir la calidad de vida, en última instancia lo que se pretende con un mayor incremento del PIB, toda vez que favorece la inversión en necesidades básicas, como la sanidad, la educación, la investigación científica o la promoción de viviendas.
Es decir, tampoco hay que despreciar el PIB como medidor de la realidad económica, y, de hecho, los países que más han crecido históricamente (como sostiene la propia OCDE) son los que alcanzan mayores cotas de bienestar. En el último índice (compuesto por once indicadores), España alcanzó el puesto 19 de un total de los 38 países analizados, por delante de Italia o Japón, pero por detrás de la mayoría de los países europeos avanzados.
Conviene no olvidarlo porque España, que políticamente es un país ciclotímico (pasa con una enorme facilidad del pesimismo finisecular de la generación del 98 a una euforia desmedida más propia del ambiente previo a los juegos olímpicos del 92), va camino de una autocomplacencia digna de tenerse en cuenta. Hasta el punto de que la economía ha desaparecido del debate electoral más allá del manido recurso de prometer rebajas de impuestos 'gratis total'. O ha sido enterrada bajo la promesa de toneladas de gasto público sin que se responda a la célebre pregunta que se hizo Josep Pla cuando llegó a Nueva York: '¿Y esto, quién lo paga?' . Es decir, en ambos casos sin una memoria económica que avale la solvencia de las cifras comprometidas ante los electores.
Todo es tan absurdo que, incluso, se obvia una realidad incómoda que se oculta deliberadamente en el momento de presentar los programas electorales, y que tiene que ver con la ralentización de una economía —en línea con lo que está sucediendo en la mayoría de los países avanzados y, sobre todo, en China— que ha pasado en apenas tres años de crecer un 4,1% en tasa anual al 2,3% en el último trimestre del año pasado, lo que refleja que la desaceleración no es un discurso de agoreros. Y que, además, cuenta con un lunar importante: España es uno de los pocos países de la eurozona que todavía no ha recuperado su nivel de empleo previo a la crisis (segunda mayor tasa de desempleo).
El PIB, en todo caso, está siendo favorecido por la posición cíclica de la economía española (retrasada en varios trimestres respecto de la eurozona) y por el gasto público (el mayor déficit de Europa), lo que explica, como ha contado en este periódico Javier G. Jorrín, una tercera parte del crecimiento. Y que de manera indudable da señales de agotamiento, también, en uno de los tesoros encontrados en los últimos años: el sector exterior.
La balanza de pagos (cuenta corriente y de capital) fue en enero negativa, lo que significa que España vuelve a tener necesidades de financiación (y no capacidad), después de haber visto como en 2018 el superávit exterior se reducía a la mitad.
A este ritmo, como han puesto de manifiesto muchos analistas, el colchón de seguridad que garantizaba la solidez de la expansión desaparecerá en poco tiempo, lo cual es especialmente preocupante para un país que todavía acumula (pese a la mejora de los últimos años) una deuda externa equivalente al 77% del PIB (932.000 millones de euros). Y cuyo Tesoro Público, literalmente en manos del BCE, debe captar este año en los mercados nada menos que 209.526 millones de euros. La cuarta parte de la deuda española (más de 1,17 billones de euros) está en manos de los banqueros de Fráncfort.
Aunque los economistas reconocen que nadie dispone hoy de instrumentos analíticos rigurosos para advertir sobre la llegada de una recesión, parece razonable pensar que un debilitamiento de la economía limita el margen de maniobra de la política fiscal. Algo que olvidan los políticos, lo que necesariamente conduce a la frustración de los votantes cuando observan que lo prometido era una quimera.
Solo hay que recordar que el inicio del desplome electoral del PP de Rajoy se produjo, de hecho, cuando en la oposición decía que bajaría los impuestos y lo primero que hizo al llegar al Gobierno fue elevar el IRPF y, posteriormente, el IVA. O, en el caso del PSOE, cuando Rodríguez Zapatero negaba la crisis de forma hasta ridícula y al final tuvo que hacer duros ajustes obligado por la cruda realidad.
El resultado de esa estrategia de esconder la cabeza debajo del ala, como no puede ser de otra forma, es una pérdida de credibilidad de los políticos y de la propia política, que es una de las causas que explican el crecimiento de los populismos.
Cuando no se confía en la política aparecen los políticos milagreros, que decía Fuentes Quintana, que solo agravan el problema. Unas veces diciendo que la curva de Laffer demuestra lo que no demuestra (solo opera —y no en todos los casos— a partir de un determinado nivel de presión fiscal que, desde luego, España hoy no ha alcanzado) u otras veces confiando en los tipos impositivos los aumentos de recaudación, cuando en realidad la calidad del sistema productivo (y no solo los tipos marginales) es lo que explica que España recaude sistemáticamente menos que la eurozona. Un país de bajo valor añadido es también un país 'low cost' en términos de recaudación fiscal.
Es evidente, sin embargo, que el principal incentivo de los partidos pasa por lograr los mejores resultados posibles, pero, precisamente por eso, las probabilidades de hacer demagogia fiscal son cada vez mayores. Entre otras cosas, porque la utilización de las redes sociales como canales de distribución de mentiras presupuestarias tiende a aumentar a medida que la prensa tradicional —en la mayoría de los casos en una situación de quiebra técnica— ha ido dejando de tener el monopolio de la información, lo que significa que se deja el terreno abonado a todo tipo de atropellos intelectuales.
Y así es como burdas mentiras sobre el verdadero nivel de presión fiscal o sobre la naturaleza del gasto público pululan hoy por las redes sociales con total impunidad. Y lo que es más preocupante, propaladas por los propios partidos políticos con coste cero. Sin duda, por la ausencia de un organismo oficial (público o privado) con autoridad legal para evaluar obligatoriamente de forma independiente y objetiva —como el que existe en Holanda— el coste de los programas electorales. Y que en España podría hacer la Autoridad Fiscal Independiente (AiRef).
Esa
carencia es la que permite a los partidos prometer rebaja de impuestos o
incrementos del gasto público al margen de cualquier racionalidad
económica.
No es, desde luego, un problema del sistema político español. El populismo fiscal —que suele olvidar que lo que se grava es la capacidad económica y no otro tipo de consideraciones hereditarias— es el resultado de una trivialización de la política, y de la propia democracia, inédita desde que los moralistas británicos de los siglos XVII y XVIII pusieron en circulación la idea del bien común.
Es decir, la demagogia es fruto de una democracia despojada de su atributo fundamental, que es la racionalidad frente a los impulsos primitivos que por su propia naturaleza no son fruto del análisis empírico ni del rigor académico. Son, por el contrario, herederos del fanatismo ideológico.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Aunque al bielorruso nunca se le hizo mucho caso —el PIB para muchos economistas sigue siendo lo más parecido a las tablas de la ley—, lo cierto es que cada vez se cuestiona más su hegemonía como instrumento para calcular el bienestar de una nación. Eso explica que organismos intergubernamentales como la OCDE o Naciones Unidas hayan creado (espoleados por un número creciente de economistas) sus propios índices para medir la calidad de vida, en última instancia lo que se pretende con un mayor incremento del PIB, toda vez que favorece la inversión en necesidades básicas, como la sanidad, la educación, la investigación científica o la promoción de viviendas.
España
es un país ciclotímico que pasa con suma facilidad del pesimismo del 98
a una euforia desmedida propia de los juegos olímpicos del 92
Es decir, tampoco hay que despreciar el PIB como medidor de la realidad económica, y, de hecho, los países que más han crecido históricamente (como sostiene la propia OCDE) son los que alcanzan mayores cotas de bienestar. En el último índice (compuesto por once indicadores), España alcanzó el puesto 19 de un total de los 38 países analizados, por delante de Italia o Japón, pero por detrás de la mayoría de los países europeos avanzados.
Conviene no olvidarlo porque España, que políticamente es un país ciclotímico (pasa con una enorme facilidad del pesimismo finisecular de la generación del 98 a una euforia desmedida más propia del ambiente previo a los juegos olímpicos del 92), va camino de una autocomplacencia digna de tenerse en cuenta. Hasta el punto de que la economía ha desaparecido del debate electoral más allá del manido recurso de prometer rebajas de impuestos 'gratis total'. O ha sido enterrada bajo la promesa de toneladas de gasto público sin que se responda a la célebre pregunta que se hizo Josep Pla cuando llegó a Nueva York: '¿Y esto, quién lo paga?' . Es decir, en ambos casos sin una memoria económica que avale la solvencia de las cifras comprometidas ante los electores.
Ralentización
Todo es tan absurdo que, incluso, se obvia una realidad incómoda que se oculta deliberadamente en el momento de presentar los programas electorales, y que tiene que ver con la ralentización de una economía —en línea con lo que está sucediendo en la mayoría de los países avanzados y, sobre todo, en China— que ha pasado en apenas tres años de crecer un 4,1% en tasa anual al 2,3% en el último trimestre del año pasado, lo que refleja que la desaceleración no es un discurso de agoreros. Y que, además, cuenta con un lunar importante: España es uno de los pocos países de la eurozona que todavía no ha recuperado su nivel de empleo previo a la crisis (segunda mayor tasa de desempleo).
El
debilitamiento de la economía limita el margen de maniobra de la
política fiscal. Algo que olvidan los políticos, lo que a la larga
genera frustración
El PIB, en todo caso, está siendo favorecido por la posición cíclica de la economía española (retrasada en varios trimestres respecto de la eurozona) y por el gasto público (el mayor déficit de Europa), lo que explica, como ha contado en este periódico Javier G. Jorrín, una tercera parte del crecimiento. Y que de manera indudable da señales de agotamiento, también, en uno de los tesoros encontrados en los últimos años: el sector exterior.
La balanza de pagos (cuenta corriente y de capital) fue en enero negativa, lo que significa que España vuelve a tener necesidades de financiación (y no capacidad), después de haber visto como en 2018 el superávit exterior se reducía a la mitad.
A este ritmo, como han puesto de manifiesto muchos analistas, el colchón de seguridad que garantizaba la solidez de la expansión desaparecerá en poco tiempo, lo cual es especialmente preocupante para un país que todavía acumula (pese a la mejora de los últimos años) una deuda externa equivalente al 77% del PIB (932.000 millones de euros). Y cuyo Tesoro Público, literalmente en manos del BCE, debe captar este año en los mercados nada menos que 209.526 millones de euros. La cuarta parte de la deuda española (más de 1,17 billones de euros) está en manos de los banqueros de Fráncfort.
Frustración
Aunque los economistas reconocen que nadie dispone hoy de instrumentos analíticos rigurosos para advertir sobre la llegada de una recesión, parece razonable pensar que un debilitamiento de la economía limita el margen de maniobra de la política fiscal. Algo que olvidan los políticos, lo que necesariamente conduce a la frustración de los votantes cuando observan que lo prometido era una quimera.
Solo hay que recordar que el inicio del desplome electoral del PP de Rajoy se produjo, de hecho, cuando en la oposición decía que bajaría los impuestos y lo primero que hizo al llegar al Gobierno fue elevar el IRPF y, posteriormente, el IVA. O, en el caso del PSOE, cuando Rodríguez Zapatero negaba la crisis de forma hasta ridícula y al final tuvo que hacer duros ajustes obligado por la cruda realidad.
El resultado de esa estrategia de esconder la cabeza debajo del ala, como no puede ser de otra forma, es una pérdida de credibilidad de los políticos y de la propia política, que es una de las causas que explican el crecimiento de los populismos.
Burdas
mentiras sobre el nivel real de presión fiscal o sobre la naturaleza
del gasto público pululan hoy por las redes sociales con total impunidad
Cuando no se confía en la política aparecen los políticos milagreros, que decía Fuentes Quintana, que solo agravan el problema. Unas veces diciendo que la curva de Laffer demuestra lo que no demuestra (solo opera —y no en todos los casos— a partir de un determinado nivel de presión fiscal que, desde luego, España hoy no ha alcanzado) u otras veces confiando en los tipos impositivos los aumentos de recaudación, cuando en realidad la calidad del sistema productivo (y no solo los tipos marginales) es lo que explica que España recaude sistemáticamente menos que la eurozona. Un país de bajo valor añadido es también un país 'low cost' en términos de recaudación fiscal.
Es evidente, sin embargo, que el principal incentivo de los partidos pasa por lograr los mejores resultados posibles, pero, precisamente por eso, las probabilidades de hacer demagogia fiscal son cada vez mayores. Entre otras cosas, porque la utilización de las redes sociales como canales de distribución de mentiras presupuestarias tiende a aumentar a medida que la prensa tradicional —en la mayoría de los casos en una situación de quiebra técnica— ha ido dejando de tener el monopolio de la información, lo que significa que se deja el terreno abonado a todo tipo de atropellos intelectuales.
Impunidad
Y así es como burdas mentiras sobre el verdadero nivel de presión fiscal o sobre la naturaleza del gasto público pululan hoy por las redes sociales con total impunidad. Y lo que es más preocupante, propaladas por los propios partidos políticos con coste cero. Sin duda, por la ausencia de un organismo oficial (público o privado) con autoridad legal para evaluar obligatoriamente de forma independiente y objetiva —como el que existe en Holanda— el coste de los programas electorales. Y que en España podría hacer la Autoridad Fiscal Independiente (AiRef).
El
populismo fiscal es el resultado de una trivialización de la política y
de la propia democracia, inédito desde los moralistas ingleses
No es, desde luego, un problema del sistema político español. El populismo fiscal —que suele olvidar que lo que se grava es la capacidad económica y no otro tipo de consideraciones hereditarias— es el resultado de una trivialización de la política, y de la propia democracia, inédita desde que los moralistas británicos de los siglos XVII y XVIII pusieron en circulación la idea del bien común.
Es decir, la demagogia es fruto de una democracia despojada de su atributo fundamental, que es la racionalidad frente a los impulsos primitivos que por su propia naturaleza no son fruto del análisis empírico ni del rigor académico. Son, por el contrario, herederos del fanatismo ideológico.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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