Juan Manuel de Prada
Y así, mitigada por estas anestesias, la desesperación ha conseguido que el hombre neopagano acepte todo tipo de mortificaciones que dejan chiquitas las penitencias cuaresmales que ayudaban al hombre a salvar su alma. Para participar de la desesperación de nuestra época ya no es posible comer y beber sin tasa, como proponía la invitación hedonista de Menandro, sino que a cada instante debemos recordar que, por cada comilona que nos embaulamos, por cada sobremesa regada de alcohol que alargamos, por cada cigarrillo que fumamos, agotamos un minuto, una hora, un día de vida. La desesperación neopagana, en su afán por salvar la salud del cuerpo, ha amargado nuestra vida con las privaciones más ímprobas, al estilo de aquel doctor Pedro Recio de Tirteafuera al que encargaron vigilar la alimentación de Sancho Panza, mientras fue gobernador de la ínsula Barataria. Aquel mamarracho, armado de una varilla de ballena, señalaba las viandas que consideraba poco saludables, condenando al buen Sancho al ayuno más aciago; y esto mismo hace con nosotros la desesperación neopagana, donde la tiránica Salud desempeña el mismo papel (en versión paródica y degradada, como corresponde a todo sucedáneo idolátrico) que en las sociedades religiosas representaba la Virtud. Con la diferencia de que, mientras el hombre virtuoso miraba la eternidad, el hombre saludable de hogaño mira… el cronómetro, computando los minutos, las horas, los días que gana con su saludable y pestilente vida. Sancho Panza, al menos, pudo darse el gustazo de despedir con cajas destempladas al doctor Pedro Recio de Tirteafuera. A nosotros, la desesperación neopagana nos impone vivir saludablemente hasta nuestro fallecimiento, para llegar a ser un saludable cadáver que alimente saludablemente a los muy saludables gusanos que habrán de devorarnos (¡o al fuego de la incineradora, más saludable todavía!).
Todo sea por alcanzar una magnífica ‘calidad de vida’, que es como nuestra época denomina sarcásticamente a la vida llena de ímprobas privaciones que ni siquiera son medios de nada; ímprobas privaciones convertidas en sí mismas en fines vacuos y dementes. A ninguno de aquellos juguetones dioses del Olimpo inventados por los paganos se le hubiese ocurrido una forma de tortura tan alienante y aburrida. Pero ¿quién dijo que las idolatrías fuesen divertidas?
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
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