Para crear consensos y prosperidad en España, necesitada de reformas políticas, se necesitan políticos racionales y no patriotas de boquilla
Banderas españolas en una manifestación por la unidad de España. (EFE)
Las elecciones del 28 de abril
pueden pasar a la historia como unas de las más emocionales de nuestra
democracia. Si de por sí, durante las campañas electorales, los
candidatos suelen dan rienda suelta a sus emociones y, por ello, a veces
pierden las formas, esta vez no se están privado de nada. La retahíla
de insultos que se han lanzado los unos a los otros es larga y variada:
cobardes, traidores, traicioneros, zombis, desequilibrados, niñatos,
felones, chaqueteros, totalitarios… Casi ninguno se salva. Aparte de los
insultos, esta es la primera vez en que en una campaña de nuestra
democracia se hace uso extensivo de las banderas. El primero que marcó
tendencia con la bandera al fondo fue el propio Pedro Sánchez en 2015, esposa incluida; pero ahora las banderas están por todas partes y no solo en los mítines de Vox, sino también en los de otros partidos.
Ese ánimo por ensalzar el patriotismo y el orgullo nacional supone la llegada definitiva a España de un movimiento político que lleva fraguándose años en otras partes del mundo: la política de identidad. Políticos de identidad son Trump, Le Pen, Orbán, Bolsonaro y Salvini, pero también Puigdemont. No importa que sus políticas sean absurdas, porque apelan a algo más fuerte que la racionalidad: el poder emocional de la identidad nacionalista o nacional. Es el ‘nosotros contra los otros’, la promesa de restaurar el orgullo perdido, el poder echar a los demás la culpa de lo que nos ocurre y el sentirnos colectivamente mejores que ellos. Al igual que ocurre en España, no son solo los partidos nacionalistas y de extrema derecha los que hacen alarde del patriotismo y de las banderas: políticos más moderados como Theresa May también venden identidad. Hasta Macron tuvo la habilidad de combinar sus propuestas moderadas con una marcada identidad proeuropea. La dinámica en favor de la política de identidad es tan fuerte que, en muchos casos, países enteros optan por políticas proidentitarias a pesar de saber que esa elección conlleva una perdida de prosperidad. Es lo que ocurre por ejemplo en el Brexit: muchos británicos están empeñados en salir de la Unión Europea y restaurar el orgullo nacional, aunque sepan a ciencia cierta que van a ser más pobres por ello.
Casi todos los países en los que triunfan las políticas de identidad están en realidad a la defensiva: en Estados Unidos, quieren hacer América ‘great again’ porque les están comiendo el terreno los chinos; en el Reino Unido, tienen nostalgia del imperio británico; en Francia, echan de menos su época de dominio en el norte de África, y en Italia, les cuesta creerse que no vayan a estar ya más en la mesa de los grandes. Lo que han perdido esos países no se recupera con exaltaciones a su identidad, ni con banderas ni himnos, sino con trabajo y políticas que creen riqueza.
Como en España nos gusta exagerar, en vez de remontarnos a nuestro imperio algunos candidatos se han envuelto en la bandera nacional y han llegado hasta a Don Pelayo, y me imagino que dentro de poco nos sacarán al Cid. Lejos quedan los días en los que nos parecía absurdo que, para defender su identidad, los independentistas catalanes se envolviesen con esteladas mientras Europa les daba nones y las empresas se les marchaban: el coste de su obsesión identitaria lo pagarán las generaciones siguientes de catalanes. Pero tan absurda es la obsesión con una bandera como con otra. El orgullo de un país no viene de nuestros símbolos, ni de lo que hicieron nuestros antepasados, sino de lo que hacemos nosotros. De poco sirve estar orgullosos de nuestro país si no logramos mejorarlo para la generación siguiente.
Mientras en la campaña electoral española los políticos se insultan y se envuelven en banderas, el paro juvenil sigue en cifras alarmantes, el déficit sigue estando demasiado alto, seguimos dedicando poco dinero a la investigación, las universidades siguen siendo endogámicas, la Justicia sigue estando politizada, sigue siendo difícil para las empresas conseguir créditos, la corrupción continúa, hasta los políticos más reformistas se han dedicado a quitar lazos pero no han conseguido quitar aforamientos, y seguimos estando muy a la cola de otros países en transparencia institucional. Pero es que, además, mientras todas estas reformas están estacionadas, resulta que el mundo se mueve, y hay toda una revolución tecnológica que va a ser de lejos lo que más va a cambiar la vida de nuestros hijos con respecto a la nuestra, desde la salud y enseñanza hasta el transporte, empleo, servicios financieros, etc. Pero no hay ni un solo partido que nos esté presentando una visión sobre cuál va a ser el papel de España en esa nueva economía; no es que no tengan respuestas, es que ni siquiera se han empezado a hacer las preguntas.
Muchas de las reformas políticas que necesita España son fáciles, a poco que haya un mínimo de voluntad política para crear consensos. Pero para crear consensos y prosperidad, se necesitan políticos racionales y no patriotas de boquilla.
MIRIAM GONZÁLEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Ese ánimo por ensalzar el patriotismo y el orgullo nacional supone la llegada definitiva a España de un movimiento político que lleva fraguándose años en otras partes del mundo: la política de identidad. Políticos de identidad son Trump, Le Pen, Orbán, Bolsonaro y Salvini, pero también Puigdemont. No importa que sus políticas sean absurdas, porque apelan a algo más fuerte que la racionalidad: el poder emocional de la identidad nacionalista o nacional. Es el ‘nosotros contra los otros’, la promesa de restaurar el orgullo perdido, el poder echar a los demás la culpa de lo que nos ocurre y el sentirnos colectivamente mejores que ellos. Al igual que ocurre en España, no son solo los partidos nacionalistas y de extrema derecha los que hacen alarde del patriotismo y de las banderas: políticos más moderados como Theresa May también venden identidad. Hasta Macron tuvo la habilidad de combinar sus propuestas moderadas con una marcada identidad proeuropea. La dinámica en favor de la política de identidad es tan fuerte que, en muchos casos, países enteros optan por políticas proidentitarias a pesar de saber que esa elección conlleva una perdida de prosperidad. Es lo que ocurre por ejemplo en el Brexit: muchos británicos están empeñados en salir de la Unión Europea y restaurar el orgullo nacional, aunque sepan a ciencia cierta que van a ser más pobres por ello.
Al
igual que ocurre en España, no son solo los partidos nacionalistas y de
extrema derecha los que hacen alarde del patriotismo y de las banderas
Casi todos los países en los que triunfan las políticas de identidad están en realidad a la defensiva: en Estados Unidos, quieren hacer América ‘great again’ porque les están comiendo el terreno los chinos; en el Reino Unido, tienen nostalgia del imperio británico; en Francia, echan de menos su época de dominio en el norte de África, y en Italia, les cuesta creerse que no vayan a estar ya más en la mesa de los grandes. Lo que han perdido esos países no se recupera con exaltaciones a su identidad, ni con banderas ni himnos, sino con trabajo y políticas que creen riqueza.
Como en España nos gusta exagerar, en vez de remontarnos a nuestro imperio algunos candidatos se han envuelto en la bandera nacional y han llegado hasta a Don Pelayo, y me imagino que dentro de poco nos sacarán al Cid. Lejos quedan los días en los que nos parecía absurdo que, para defender su identidad, los independentistas catalanes se envolviesen con esteladas mientras Europa les daba nones y las empresas se les marchaban: el coste de su obsesión identitaria lo pagarán las generaciones siguientes de catalanes. Pero tan absurda es la obsesión con una bandera como con otra. El orgullo de un país no viene de nuestros símbolos, ni de lo que hicieron nuestros antepasados, sino de lo que hacemos nosotros. De poco sirve estar orgullosos de nuestro país si no logramos mejorarlo para la generación siguiente.
Mientras
todas estas reformas están estacionadas, hay toda una revolución
tecnológica que va a ser lo que más va a cambiar la vida de nuestros
hijos
Mientras en la campaña electoral española los políticos se insultan y se envuelven en banderas, el paro juvenil sigue en cifras alarmantes, el déficit sigue estando demasiado alto, seguimos dedicando poco dinero a la investigación, las universidades siguen siendo endogámicas, la Justicia sigue estando politizada, sigue siendo difícil para las empresas conseguir créditos, la corrupción continúa, hasta los políticos más reformistas se han dedicado a quitar lazos pero no han conseguido quitar aforamientos, y seguimos estando muy a la cola de otros países en transparencia institucional. Pero es que, además, mientras todas estas reformas están estacionadas, resulta que el mundo se mueve, y hay toda una revolución tecnológica que va a ser de lejos lo que más va a cambiar la vida de nuestros hijos con respecto a la nuestra, desde la salud y enseñanza hasta el transporte, empleo, servicios financieros, etc. Pero no hay ni un solo partido que nos esté presentando una visión sobre cuál va a ser el papel de España en esa nueva economía; no es que no tengan respuestas, es que ni siquiera se han empezado a hacer las preguntas.
Muchas de las reformas políticas que necesita España son fáciles, a poco que haya un mínimo de voluntad política para crear consensos. Pero para crear consensos y prosperidad, se necesitan políticos racionales y no patriotas de boquilla.
MIRIAM GONZÁLEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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