Washington DC no es tanto una ciudad como una constitución escrita en piedra
El Capitolio desde el Mall de Washington (Gtresonline).
La capital de Estados Unidos es una urbe artificial, nacida fruto de un acuerdo entre Thomas Jefferson, James Madison y Alexander Hamilton.
En los primeros tiempos de la república Hamilton, entonces secretario
del tesoro, estaba intentando convencer al congreso sobre la necesidad
de que el gobierno federal asumiera las deudas asumidas por los estados
para financiar la guerra de la independencia. Los estados sureños, más
ricos, habían pagado casi todas sus deudas, y se mostraban reticentes a
subvencionar a sus vecinos del norte. Hamilton, sin embargo, entendía la
necesidad de que la joven república creara una hacienda y sistema de
crédito solvente, y eso pasaba necesariamente por hacer que el gobierno
federal se erigiera como el garante de la estabilidad de las finanzas
públicas.
Como todo en política, la solución del problema acabó en
un intercambio de favores. Jefferson y Madison, los líderes de la
facción sureña en el congreso, permitieron que Hamilton sacara adelante
su plan a cambio de que la capital del país estuviera en los estados del
sur.
El construir una ciudad en medio de la nada (y rodeada de pantanos – Virginia y Maryland
cedieron un lugar más bien cochambroso) permitió al gobierno federal
diseñar una capital que reflejara los ideales del país. Partiendo de los
planos originales del urbanista francés Pierre de L´Enfant
(enmendados, a lo largo de los años, por otros arquitectos), el mapa de
la ciudad expresa, paso a paso, la estructura constitucional de Estados
Unidos y su historia.
El edificio que domina Washington DC es el Capitolio, la sede del poder legislativo. Situado en una colina al final del National Mall,
el senado y cámara de representantes son el centro donde convergen las
grandes avenidas de la ciudad. La institución dominante del sistema
político americano era, por encima de todo, el congreso, y así se ve
reflejado en el mapa.
La corte está en el lado contrario al lugar donde se celebran las grandes manifestaciones y eventos en la ciudad, como recalcando que su papel es de contrapeso legal a los excesos de las masas democráticas
Detrás del congreso, en el lado contrario al Mall, hay
dos edificios singulares. Por un lado, tenemos la biblioteca del
Congreso, una institución creada para informar al legislativo. Por otro
tenemos el Tribunal Supremo, el encargado
de garantizar las leyes y constitución. El Capitolio da la espalda al
supremo, que casi literalmente mira por encima del hombro a los
legisladores. La corte está en el lado contrario al lugar donde se
celebran las grandes manifestaciones y eventos en la ciudad, como
recalcando que su papel es de contrapeso legal a los excesos de las
masas democráticas.
La Casa Blanca está a cierta
distancia del Capitolio; no en el Mall, sino a un lado, al fondo de una
zona ajardinada. Es un edificio sorprendentemente pequeño, incluso si
añadimos los edificios administrativos cercanos (el Ala Oeste). No es
algo accidental; para los diseñadores de la constitución, la presidencia
iba a ser un cargo con poderes limitados, poco menos que un gerente al
servicio del congreso. El mismo nombre del cargo indicaba su escasa
importancia; a finales del XVIII “presidente”
era alguien que presidía reuniones, no alguien con autoridad. Su
posición física en la capital era una expresión de estas limitaciones.
En
las décadas siguientes la presidencia acumuló más y más poder, algo que
se reflejó paulatinamente en el mapa de la ciudad. El monumento a
Washington, el gigantesco obelisco que homenajea al primer presidente,
empezó a ser construido en 1848, justo enfrente del Capitolio. En una
especie de reflejo de la debilidad de la presidencia durante el XIX, no
se termina hasta 1884. Para aquel entonces, el poder del ejecutivo está
creciendo con fuerza, y el Mall empieza a llenarse de otros homenajes a
presidentes; el monumento a Lincoln en
1922, Grant, en 1924, Jefferson, en 1943. Este último, un homenaje al
más firme partidario de un gobierno federal limitado, está justo en el
lado opuesto a la Casa Blanca. La ironía es que su gran impulsor fue Franklin Delano Roosevelt, el principal responsable de que el gobierno federal pasara de ser un ejecutivo pequeño a un monstruo burocrático gigante.
La
era Roosevelt se refleja, punto por punto, en todo el mapa de la
ciudad. Una serie de edificios federales empezaron a surgir a un lado y
otro del Mall. Casi todo el centro la ciudad son oficinas de agencias y
departamentos del ejecutivo; el Capitolio es una isla rodeado de burócratas y lobistas.
Aunque el legislativo ha crecido (y las oficinas de los congresistas
alrededor del Capitolio son mucho más grandes que las que vemos en
nuestro sistema parlamentario), el centro de gravedad del sistema
político se ha desplazado hacia el oeste, hacia el ejecutivo federal.
Estos días uno mira al sistema político americano y es difícil no verlo como una maquinaria disfuncional, cargada de problemas, alejada de sus votantes. No es un problema nacido en la era Trump (aunque el presidente no ha hecho nada para aliviarlo), sino de años antes; los años de Clinton, quizás, o de los conflictos y batallas de la presidencia de Nixon. Cada vez que visito Washington DC, sin embargo, al pasearme por sus calles, plazas y monumentos nunca deja de admirarme la extraordinaria ambición del experimento político americano, expresado a lo largo de toda la ciudad en piedra, ladrillo y mármol.Estos días uno mira al sistema político americano y es difícil no verlo como una maquinaria disfuncional, cargada de problemas, alejada de sus votantes
Los fundadores de Estados Unidos aspiraban a construir una nueva Roma,
una república basada en leyes, libertades y ciudadanía. No es un país
construido sobre una cultura, sobre una identidad nacional, sobre un
idioma o una etnia; es un país construido sobre unas ideas y una
constitución. No siempre lo consiguieron; la historia de Estados Unidos
ha sido a menudo la lucha por acercarse a ese ideal. Una historia de
esclavitud, conquista, exclusión, derechos civiles, y leyes que han ido
avanzando la libertad poco a poco, paso a paso. El gobierno federal fue
quien abolió la esclavitud, quien luchó contra la pobreza, quién impulsó
e hizo efectivo el avance de los derechos civiles. La ciudad que es la
capital de ese imperio explica esa historia en cada uno de sus muros.
Aún
hoy, cuando los políticos estadounidenses hablan de América, a menudo
lo hacen con la misma veneración con la que los romanos hablaban de Roma
como algo que era sinónimo de civilización.
Es un país disfuncional, contradictorio, profundamente injusto y en
guerra consigo mismo, pero sigue teniendo algo que muy pocas naciones
tienen: un ideal, una historia, una aspiración a lo que quieren ser.
ROGER SENSERRICH Vía VOZ PÓPULI
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