Juan Manuel de Prada
Como nuestra época ha perdido por completo el sentido de lo sacro (como lo sacro enfurece y saca de sus casillas a nuestra época), nadie ha probado a hacer la lectura del incendio que hubiese hecho el más sencillo de los hombres, allá en los siglos dorados de la Cristiandad. ¿Y si el incendio de la catedral de París fuese grato a Dios? Pocas veces he comprobado más nítidamente la transformación de la «casa de oración» en «cueva de ladrones» -según la brutal expresión evangélica- que cuando visité la catedral de París, convertida en un parque temático para solaz de manadas de turistas, que eran paseadas por todos los lugares del templo, para que hozasen a gusto -pinreles en chanclas, camisetas reventonas de michelines, escotes disuasorios como albardas lacias-, mientras Dios se escondía (o lo escondían quienes más obligados están a mostrarlo) en alguna capilla lateral, para que no contemplase aquella apoteosis del horror.
La catedral de París no simbolizaba ninguna de las paparruchas que en estos días se han escrito; simbolizaba lo que el profeta Daniel denomina «la abominación de la desolación», la profanación extrema del lugar santo, la fe «pisoteada por los gentiles» del nuevo paganismo, dispuestos a enseñorearse de sus escombros, convenientemente vaciados de Dios. Porque no debemos olvidar -nos recuerda Castellani- que «la Cristiandad será aprovechada: los escombros del derecho público europeo, los materiales de la tradición cultural, los mecanismos e instrumentos políticos y jurídicos serán aprovechados en la continuación de la nueva Babel: la gran confederación mundial impía». De ahí que el gerontófilo Macron, y con él toda la confederación mundial impía, se apresurasen a anunciar la reconstrucción de la catedral.
Hasta un impío genial como Víctor Hugo se indignaba hace casi doscientos años (en la novela que tantos han mencionado en estos días, sin haberla leído) «a la vista de las degradaciones, de las mutilaciones sin cuento que se han infligido al venerable templo, sin respeto para Carlomagno, que hizo poner la primera piedra, ni para Felipe Augusto, que colocó la última». Víctor Hugo escribe sobre mutilaciones artísticas (o eso cree él); pero su pluma está guiada por el Espíritu, que sopla donde quiere: «¿Qué diría un sochantre del siglo XVI -escribe, furioso- viendo los estupendos destrozos que nuestros vandálicos arzobispos han infligido a su catedral? (…) Creería que aquel lugar santo se había vuelto infame, y saldría huyendo».
Dios, en cambio, no salió huyendo, aunque el lugar santo se hubiese vuelto infame. En una fotografía sobrecogedora divulgada en estos días, se ve la mesa vaticanosegundista aplastada por los escombros, mientras al fondo se alza incólume el viejo altar del que Dios fue desterrado, para democratizar la misa (o sea, para vaciarla de fieles y llenarla de turistas).
Y es que, como Víctor Hugo escribe en su celebérrima novela, «toda civilización empieza por la teocracia y termina por la democracia».
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC.
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