Que la izquierda radical saque a pasear el fantasma del fascismo no es
un simple ejercicio de frivolidad. Es una excusa para intimidar y ganar
terreno
El coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi
EFE
Cuesta creer que a estas alturas
en España alguien tenga que armarse de valor para ir a un mitin
político. Para entrar en el salón de actos de una universidad. Para
instalar una mesa informativa. Para transitar con la bandera nacional
por según qué barrios. Y sin embargo, muchos ciudadanos normales y
corrientes, por no hablar de candidatos, tienen que echar mano del
arrojo para participar en esta campaña electoral.
El jueves pasado, un debate convocado en la Universidad
Autónoma de Barcelona por S’Ha Acabat, una valerosa asociación juvenil
constitucionalista, estuvo a punto de convertirse en batalla campal. Cayetana Álvarez de Toledo, Maite Pagazaurtundua, Alejandro Fernández, Manuel Valls
y otros asistentes y participantes tuvieron que enfrentarse a un grupo
de 200 energúmenos (autodenominados “estudiantes”) dispuestos a
boicotear el acto, que llevaba por título “Ante los nacionalismos y
populismos, ¡Europa!”.
Las imágenes han circulado
profusamente y tienen un enorme valor pedagógico. Los radicales,
apostados en la llamada Plaza Cívica (vaya sarcasmo), cortan el paso al
auditorio. Los asistentes se niegan a batirse en retirada y, como Jerjes en
las Termópilas, pero a pelo, se abren camino entre empujones, golpes,
insultos. “Los demócratas entramos por la puerta principal”, era la
máxima acuñada por Álvarez de Toledo. Culminada la gesta, ya en el salón
de actos, euforia y gritos de libertad. España, 2019.
Lo tremendo es asumir con naturalidad que la valentía es requisito indispensable para ejercer las libertades fundamentales, y no solo en Cataluña
“Hemos
entrado porque no les tenemos ningún miedo. Ni a ustedes ni a nadie.
S’ha acabat”, espetaría después en el Parlamento catalán Alejandro
Fernández a los borrokeros de la CUP. En efecto, los demócratas dieron
el viernes en la UAB una lección de valentía.
Pero eso
es lo tremendo. Hablar de valentía como requisito para ejercer las
libertades fundamentales. Y no solo en Cataluña, ese lugar que los
secesionistas se han empeñado en convertir en distopía y donde la
coerción tiene el apoyo institucional.
El caso de Vox es paradigmático. Desde que apareció en el
escenario político se ha convertido en diana de continuos ataques.
Escraches, agresiones y boicoteos en Madrid, Burgos, Zaragoza, Murcia,
Soria, Barcelona o Pontevedra (donde el coordinador del partido fue
golpeado, mientras repartía folletos, por el mismo sujeto que pegó a Rajoy en 2015). El viernes, en Segovia, Rocío Monasterio sufría el acoso de una cincuentena de jóvenes iracundos.
Siempre son los mismos: los cachorros de Pablo Iglesias,
que se han tomado en serio la “alerta antifascista” que el líder
decretó tras la irrupción de Vox en Andalucía. Cómo les gusta a los
totalitarios llenarse la boca con palabros. Con esa expresión majadera
pretendía equiparar a una derecha conservadora y cabreada con peligrosos
neonazis.
No hay en el programa de Vox proclamas
xenófobas ni llamamientos a la violencia. No cuestionan la democracia
representativa ni la monarquía ni el régimen constitucional, como sí
hacen en cambio Podemos o los independentistas catalanes y vascos. Otra
cosa es que el alarde de bizarría, marcialidad y gomina de sus
dirigentes facilite la parodia. Pero satanizar a Vox es condenar a la
hoguera a millones de ciudadanos, a tenor de las encuestas. Gente
normal, que no lleva bigotito de mosca debajo de la nariz. Entre ellos,
por cierto, simpatizantes de Podemos (que en Andalucía supusieron el 15%
de los votos de Vox).
Cuando Arnaldo Otegi llama ‘fascistas’ a PP, Ciudadanos y Vox y propone ‘amargarles la noche electoral’, no puede evitarse un escalofrío
Pablo
Iglesias no está en condiciones de dar lecciones de ejemplaridad.
Dejando de lado el capítulo venezolano, le hemos visto dirigiendo un
escrache contra Rosa Díez, jactándose de
haber dado un puñetazo a un “lumpen”, abogando por la guillotina,
purgando a los cuadros de su partido o alardeando de macho alfa.
Tampoco lo está Pedro Sánchez,
seguidor del frentismo resucitado por Zapatero y sus ensoñaciones
guerracivilistas. Sánchez se ha aprestado a condenar a “la ultraderecha”
y, de paso, a la derecha y al centro. Al “trifachito”. Expresión que,
mira tú por dónde, ha adoptado Arnaldo Otegi,
ese demócrata de toda la vida. Él, madre mía, hablando de “defender los
valores”. Él, llamando “fascistas” a PP, Ciudadanos y Vox. Cuando
propone “amargarles la noche electoral” no puede evitarse un escalofrío.
El
año pasado nos desayunamos con la agresión a los guardias civiles en
Alsasua. Y con el antisistema psicópata que asesinó en Zaragoza a un
hombre que llevaba tirantes con la bandera de España. Fueron casos
aislados, particularmente brutales. Pero el clima de intolerancia se
agrava.
Que la izquierda radical saque a pasear el
fantasma del fascismo no es un simple ejercicio de frivolidad. Es una
excusa para intimidar y ganar terreno. Las universidades son desde hace
tiempo coto de sus jaurías, con la pasividad de rectores asustadizos.
Ahora también quieren marcar los espacios públicos. La táctica les está
funcionando. La prueba son esos mítines protegidos por cordones
policiales y ese ciudadano que tiene que hacer acopio de coraje para
ejercer sus derechos cívicos.
MAITE RICO Vía VOZ PÓPULI
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