¿Cómo cree usted que reaccionaría una empresa de yogures en una de cuyas tarrinas apareciese un insecto? ¿y si fuese en dos tarrinas? ¿y en cinco? Obviamente, retiraría sus productos de forma inmediata e iniciaría una investigación exhaustiva para descubrir qué es lo que ha podido pasar. No solo eso sino que, tras pedir disculpas, la compañía afectada iniciaría una campaña de explicación pública de las medidas inmediatas que va a tomar para garantizar que tal cosa no vuelva a suceder jamás.
Cuando voto a una persona a la que no conozco de nada, quien me garantiza su idoneidad es el partido político en cuya lista figura. Del mismo modo que cuando abro una tarrina de yogur cuyo contenido no puedo analizar previamente, quien me garantiza su calidad y su salubridad es la marca de su etiqueta (y los servicios públicos de control).
Por eso parece mentira que, con tantos expertos en marketing como dicen que tienen los partidos, no parezca que les hayan informado de la importancia de cuidar el concepto “reputación” que, si es algo básico para cualquier compañía privada, resulta una responsabilidad obligatoria para un partido político. Porque los partidos, aunque igualmente libres, no son sociedades gastronómicas, ni deportivas. No son un grupo de aficionados o de colegas, sino una herramienta básica de nuestro sistema democrático y, por eso mismo, la Constitución les reconoce como instrumentos fundamentales para la participación política.
Tan alta función lleva aparejada una responsabilidad que es imposible eludir. El partido que me oferta un candidato debe saber que sus siglas cargan con la responsabilidad directa de que esa persona cumpla tres condiciones: que tenga una ideología afín, que sea capaz de trabajar, negociar, acordar y gestionar razonablemente las complejas tareas a las que se enfrentará y, por supuesto, que no quiera el poder para abusar de él. Las dos primeras tienen que ver con la calidad y la tercera con la higiene, por lo que esta última resulta innegociable. Es tan obvio que avergüenza tener que expresarlo.
Por eso cada caso de corrupción es un fracaso notorio de los partidos políticos, por aislado y excepcional que sea. No sirve apelar a que la mayoría de los políticos son honrados, por lo mismo que no funcionaría que la empresa láctea destacara que la inmensa mayoría de los yogures que suministra vienen sin cucaracha. Basta con una sola para que deban saltar las alarmas. Inmediatamente. Es la reputación, ¡estúpido!
Pero es que no ha sido uno, ni dos, ni tres. La frontera del gravísimo pero simple fracaso está sobrepasada hace mucho tiempo y no es raro que haya quien vea a los propios partidos más como estructuras mafiosas que como expresiones de pluralismo político.
CARLOS GOROSTIZA Vía VOZ PÓPULI
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