La Semana Santa representa una de esas ocasiones en las que es necesario estar muy ciego para no ver hasta qué punto ha cambiado la sociedad española en las últimas décadas. No se trata sólo de cambios muy de fondo en las creencias y en los hábitos, sino que también empiezan a ponerse de manifiesto importantes modificaciones del comportamiento electoral que, hasta 1996, se habría podido considerar, circunscripción a circunscripción, calcado del característico de la segunda república. Pues bien, no sólo se ha roto ese esquema, sino que, más allá del bipartidismo de fondo, aparecen comportamientos bastante nuevos en el electorado: el hecho de que cerca de nueve millones de votantes, un 34% del censo electoral, dieran la espalda en noviembre de 2015 a los partidos que se habían alternado durante los últimos treinta años al frente del Gobierno, es, de momento, el testimonio más significativo de un cambio político que puede no haber hecho sino comenzar.
La estrategia del disimulo
Aunque, sólo la muerte y los impuestos sean eternos, al menos eso decía el optimista Benjamin Franklin, nuestros dos grandes partidos, al no darse por enterados del nivel de cuestionamiento que les afecta, puesto que el PP ha pretendido siempre el haber ganado las elecciones, y el PSOE apuesta por seguir siendo la alternativa, sin que se sepa muy bien de quién estamos hablando, han jugado fuerte a la idea de que ellos deberían ser tan permanentes como cualquiera de esas dos desdichadas circunstancias de la vida. Seguramente lo que nos estamos jugando ahora, en este interregno rajoyano, es si el cambio deja de serlo, y las aguas vuelven a su cauce, o si la falla en el mapa electoral puede llegar a suponer algo más
que un susto.
El desencanto de fondo con las políticas de partido, del público de la derecha con sus líderes inamovibles pero capaces de disfrazarse de lo que fuere, del sector más a la izquierda con quienes quieren mantener su negociado bajo control cuando parecen incapaces de administrar un estanco, no tiene, de momento, ninguna razón de fondo para cesar, y seguramente no lo hará mientras los grandes partidos no tomen buena nota de lo que se les reprocha.
Lo suyo y lo de todos
Cualquier política necesita ser presentada como un esfuerzo por forjar objetivos muy generales y comunes, pero puede caer fatalmente en la tentación de anteponer los intereses corporativos de quienes la protagonizan. Mientras el fanatismo sea el motor de una parte importante de los electores, no importará gran cosa que los encargados de procurar el Paraíso se entretengan con algunas huríes que les salen al paso, o eso dicen, pero a medida que los electores se acostumbren a la idea de que no están obligados a preferir de manera incondicional siempre a los mismos, se abrirá camino una razonable disciplina de cálculo, y el voto dejará de ser un cautivo de la causa.
Esa libertad de voto es algo que hay que recuperar porque es el único estímulo posible para incentivar la competencia no entre quiméricas concepciones del Bien y del Mal, que tan cómodas resultan a los demagogos, sino entre políticas concretas, bien definidas y explicadas de la mejor manera posible. Uno de los cambios en la sociedad española, que no asoma con la fuerza que debiera, es, precisamente, el que empiecen a abundar los ciudadanos de espíritu libre y capaces de comprender que todo lo que tiene que ver con la política es, y debiera ser, sinónimo de discusión civilizada. Frente a ese grupo, que cabe desear creciente, quedarán los restos totalitarios, los populistas y los tecnócratas, pero ninguno de ellos tiene nada realmente interesante que decirnos. Puede ser una quimera pensar que en los partidos se abran camino los líderes capaces de entender que están al servicio de los españoles, y eso significa algo distinto a que ellos puedan hacer lo que se les ocurra, precisamente porque han sido legitimados por el voto.
El obstáculo está dentro de los partidos
La razón por la que los partidos no cumplen con eficacia y buena gana las misiones que les encomienda la Constitución, y es una evidencia que no lo hacen, tiene que ver con la creencia de que su legitimación electoral, unida al maniqueísmo político, les libera plenamente de cualquier obligación con los ciudadanos y, muy especialmente, con esa especie de bobos sacrificiales que son los militantes del partido, a quienes consideran, únicamente, como elementos decorativos, como malos financiadores de la causa y como servicio de palacio. Nuestros partidos han tendido casi siempre, y en algunos casos de manera desvergonzada, a convertir la democracia en una pantomima, a considerar que el líder es dueño y señor de vidas y haciendas, y que no ha de responder sino ante Dios y ante la historia.
Amparados en tan acomodaticias convicciones, los mandamases de los partidos han proscrito el debate y la competencia interna, apoyados en el excesivo poder que les confiere la ley electoral que los hace capaces de impedir la carrera política de cualquiera (“el que se mueva no sale en la foto”), y de convertir cualquier forma de discrepancia en una traición, que es el arma que hay que usar cuando alguno más rebelde de lo que conviene trata de sortear ese telón de acero que aísla, protege y sacraliza a la cúpula del partido y, fatalmente, lo distancia del contacto con la realidad, de cualquier especie de discurso político flexible, de toda forma de patriotismo, pues patriota es, más allá de cualquier sentimiento, el que sabe anteponer los bienes, las conveniencias y los derechos de todos a los intereses particulares de cada cual, también a los de la nomenklatura del partido.
El Estado de partidos como corrupción institucional
La consecuencia más grave de no haber aprendido a evitar la tentación de convertir al partido en una entidad sacrosanta es la subrepticia conversión de nuestro sistema político, que nominalmente es una Monarquía Constitucional, en un mero “estado de partidos”, una deformidad política en la que se sustituye al Parlamento por comités apañados y secretos, sin control alguno, de forma que el poder legislativo tiende a convertirse en una rama del poder ejecutivo, y apenas sirve “para dejar constancia de decisiones ya adoptadas en otros ámbitos”, como decía Leibholz, dejando, por tanto, de ser un lugar de debate y acuerdo para oficiar como mero escenario en que se ejerce la rivalidad y se fomenta sistemáticamente la división entre buenos y malos.
La rivalidad territorial, que debiera encontrar en el Parlamento un cauce de entendimiento, se convierte en el motor de la política precisamente en la medida en que los partidos, en lugar de ser cauces de participación ciudadana, se reducen a ser el resultado de diversos pactos entre pequeñas minorías que controlan las organizaciones territoriales y el poder de la dirección nacional, con las anomalías que están en la mente de todos. Con este esquema no es que esté en riesgo la unidad nacional, es que será milagroso que no perezcamos ante el absurdo de políticas practicadas en función de juegos de poder tan viciados. La consecuencia de todo ello es que la política como gestión de proyectos comunes y sugestivos desaparece por completo y se ve sustituida por el intercambio de favores entre minorías cada vez más pequeñas. No deja de ser sorprendente que, ante este panorama, resulten ser todavía relativamente pocos los que se dedican al puro latrocinio.
La corrupción es un síntoma, aparte de ser un mal
Mal que bien, la corrupción empieza a tener un cierto castigo, y, pese a que hayamos dejado escapar ocasiones clamorosas de exigir responsabilidades bien nítidas, los españoles continúan manifestando su preocupación por el fenómeno, según muestran todas las encuestas, lo que, sin duda, significa que la corrupción se hará progresivamente más difícil. Pero no se llegará muy lejos si no aprendemos a deshacernos de lo que más la facilita, el poder sin restricciones ni contrapesos de la organización interna de los partidos, su ausencia de control legal y ciudadano, su conversión en cajas negras en las que todo se decide sin nada que explicar a nadie, y eso es lo que hace imposible una democracia eficaz en la que los ciudadanos puedan ejercer su control de las políticas y elegir realmente entre alternativas factibles.
Por el contrario, en la medida en que los partidos dejen de hacer sus políticas a oscuras, se verán obligados a formular proyectos ambiciosos e interesantes, que deberán debatir realmente y ante la opinión pública, para defender las diversas soluciones que propugnan, y esas propuestas dejarán de ser traducciones mágicas de las fórmulas políticas supuestamente perfectas que dicen representar, para ser acuerdos, con luz y taquígrafos, entre ciudadanos libres e iguales; ello hará que la política pueda volver a ser algo que interese a los ciudadanos, algo sobre lo que se puede discutir civilizadamente y sin apriorismos, algo ante lo que se pueda optar, el camino del pacto sin chanchullos, y la búsqueda de soluciones posibles más allá de los dogmas y de las imposiciones de lo que se pretende imponer como indiscutible, porque, en este ámbito, nada lo es.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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