Para que este sistema funcione, tienen que darse las condiciones ambientales adecuadas. Como una planta delicada, que requiere ser sembrada en terreno fértil y preservada a la temperatura justa.
Elecciones presidenciales en Estados Unidos. (EFE)
El cartel corresponde a la feria de Sevilla de abril de 1936. Estremece. Seguro que lo pasaron en grande bailando y bebiendo en las casetas. A quien advirtiera de lo que venía lo habrían echado del recinto, por cenizo. Sin embargo, todas las señales del inminente desastre estaban ya a la vista.
Aquella república
cuyo aniversario recordamos estos días estuvo abocada al fracaso desde
su nacimiento, porque nada en el contexto interno o externo favorecía
que creciera sana. No era posible hacer florecer una democracia liberal
en el pedregal histórico de la España de 1931, y mucho menos en un
mundo sacudido por la Gran Depresión y una Europa preñada de los
totalitarismos fascista y comunista.
La democracia no es el estado natural de las sociedades humanas. Dejadas a su inercia, estas tienden más bien al caos o a la dominación (o al caos que conduce a la dominación). La democracia es un objeto político artificial, altamente sofisticado y sumamente frágil: un conjunto de convenciones pactadas para poder convivir en paz y en libertad, tras muchos siglos de opresión y de guerras continuas.
Para que la democracia funcione, tienen que darse las condiciones ambientales adecuadas. Es como una planta delicada, que requiere ser sembrada en terreno fértil y preservada a la temperatura justa; además, hay que regarla todos los días. Cuando se la descuida o maltrata, se marchita y muere. Y recuperarla cuesta mucho, muchísimo.
En las dos últimas décadas del siglo XX, pareció que se imponía la civilización y Europa puso en pie el mejor invento político de su historia, la UE
El siglo XX fue el del combate entre la civilización y la barbarie. Los años 30 desembocaron en la barbarie, en España y en el mundo. En las dos últimas décadas del siglo, pareció que se imponía la civilización: desaparecieron casi todas las dictaduras fascistas y comunistas, la democracia echó raíces en Latinoamérica y Europa puso en pie el mejor invento político de su historia, la Unión Europea.
Pero nada es definitivo. Cambiamos de milenio, el terrorismo derribó dos torres en Nueva York y unos años después vino otra Gran Depresión. Entonces comenzamos a maltratar a nuestras democracias, porque estábamos indignados. Tan indignados como los alemanes de 1932 que con sus votos llevaron al poder a aquel tipo mediocre, bajito y con bigote que decía algo parecido a “Alemania, primero”.
Cuando en el espacio público la emoción prevalece sobre la razón, aparecen los salvadores que se encaraman al poder “en el nombre del pueblo”
Maltratamos a la democracia cuando se nos olvida que votar no es jamás un acto gratuito, sino con consecuencias que pueden ser provechosas o catastróficas. Cuando usamos ese instrumento con las tripas, para expresar nuestros sentimientos –o nuestras peores pasiones- y no para elegir al mejor gobierno posible; cuando en el espacio público la emoción prevalece sobre la razón, aparecen los salvadores que se encaraman al poder “en el nombre del pueblo”.
La democracia no se legitima únicamente por su superioridad moral. También tiene que ser un método eficiente de gobierno. Y el sufragio universal
debe servir para suministrar gobiernos que, además de administrar el
interés general, protejan y fortalezcan a la democracia misma. Si no,
siempre habrá alguien dispuesto a proponer otras fórmulas.
Los demócratas esperamos que del voto salgan soluciones, no problemas agravados. Si cada vez que se abren las urnas nos ponemos a temblar porque con frecuencia de ellas resulta una situación aún más problemática que la anterior, los bárbaros nos han ganado la batalla. Aunque cueste reconocerlo, eso es lo que nos está pasando.
Los 60 millones de estadounidenses que votaron a Trump lo hicieron porque estaban indignados y necesitaban castigar a alguien.
No creo que los 60 millones de estadounidenses que votaron a Trump desearan realmente entregar el ejercito más poderoso de la tierra y el botón que puede destruirla a un payaso irresponsable y ególatra que se entusiasma a medida que descubre el juego de la guerra. Pero lo hicieron, porque estaban indignados y necesitaban castigar a alguien.
Tampoco creo que los ancianos británicos que volcaron el referéndum a favor del Brexit reflexionaran sobre el legado venenoso que dejan a sus hijos y nietos –por no hablar de la inmensa factura que su país, al que tanto dicen amar, pagará por esa decisión. Pero también lo hicieron, porque estaban hartos de extranjeros y alguien tenían que vengarse por su propio declive vital. Los chamanes de turno les vendieron una sarta de mentiras y ellos la compraron porque se morían de ganas.
Y me es difícil creer que la mayoría de los franceses quieran verdaderamente destruir la Europa
que ellos mismos edificaron, o crean que es posible echar un cerrojo a
sus fronteras y quedarse encerrados dentro sin provocar su propia ruina.
Pero el caso es que a quince días de la votación, se hace verosímil una segunda vuelta entre dos extremistas eurófobos, Le Pen
y Melenchon, cuyo designio común –desde orillas ideológicas
aparentemente opuestas- es precisamente ese. Si sucede, será mortal para
Europa y suicida para Francia.
En un plano más doméstico: ¿querían los militantes laboristas que encumbraron a Corbyn condenar a su partido a pasar varios lustros en la oposición? Porque si es lo que querían, lo han conseguido.
Los socialistas franceses que respaldaron a Hamon, ¿deseaban un candidato que estará por debajo del 10% del voto y conducirá al PSF a la desaparición -o, en el mejor de los casos, a servir de tropa de apoyo parlamentario a un presidente ajeno, como Macron?
¿Son conscientes los socialistas que reponer a Sánchez rompería definitivamente a su partido?
Y los miembros del PSOE que quieren reponer a Pedro Sánchez para que consume el destrozo que dejó a medias, ¿son conscientes de que eso rompería definitivamente a su partido y serviría en bandeja la mayoría absoluta a la derecha? No busquen fuera, quienes están destruyendo a la socialdemocracia europea son los socialdemócratas.
Grandes colectivos hechizados por la tentación de usar el voto como desahogo, sin reparar en lo que pasará después. La fantasía del voto impune es el sortilegio con el que el nacional-populismo va camino de acabar con esta democracia, que será todo lo imperfecta que se quiera, pero es la única que tenemos.
A los que encontramos parecidos preocupantes con lo que sucedió en la década de los 30 nos llaman agoreros, dicen que apelamos al voto del miedo para perpetuar el orden establecido. Pero ¿saben qué? Que los que vivían entonces, mientras se gestaba la hecatombe, tampoco sabían que estaban en los años 30. Lo supieron después, cuando la cosa ya no tenía remedio.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
La democracia no es el estado natural de las sociedades humanas. Dejadas a su inercia, estas tienden más bien al caos o a la dominación (o al caos que conduce a la dominación). La democracia es un objeto político artificial, altamente sofisticado y sumamente frágil: un conjunto de convenciones pactadas para poder convivir en paz y en libertad, tras muchos siglos de opresión y de guerras continuas.
Para que la democracia funcione, tienen que darse las condiciones ambientales adecuadas. Es como una planta delicada, que requiere ser sembrada en terreno fértil y preservada a la temperatura justa; además, hay que regarla todos los días. Cuando se la descuida o maltrata, se marchita y muere. Y recuperarla cuesta mucho, muchísimo.
En las dos últimas décadas del siglo XX, pareció que se imponía la civilización y Europa puso en pie el mejor invento político de su historia, la UE
El siglo XX fue el del combate entre la civilización y la barbarie. Los años 30 desembocaron en la barbarie, en España y en el mundo. En las dos últimas décadas del siglo, pareció que se imponía la civilización: desaparecieron casi todas las dictaduras fascistas y comunistas, la democracia echó raíces en Latinoamérica y Europa puso en pie el mejor invento político de su historia, la Unión Europea.
Pero nada es definitivo. Cambiamos de milenio, el terrorismo derribó dos torres en Nueva York y unos años después vino otra Gran Depresión. Entonces comenzamos a maltratar a nuestras democracias, porque estábamos indignados. Tan indignados como los alemanes de 1932 que con sus votos llevaron al poder a aquel tipo mediocre, bajito y con bigote que decía algo parecido a “Alemania, primero”.
Cuando en el espacio público la emoción prevalece sobre la razón, aparecen los salvadores que se encaraman al poder “en el nombre del pueblo”
Maltratamos a la democracia cuando se nos olvida que votar no es jamás un acto gratuito, sino con consecuencias que pueden ser provechosas o catastróficas. Cuando usamos ese instrumento con las tripas, para expresar nuestros sentimientos –o nuestras peores pasiones- y no para elegir al mejor gobierno posible; cuando en el espacio público la emoción prevalece sobre la razón, aparecen los salvadores que se encaraman al poder “en el nombre del pueblo”.
Los demócratas esperamos que del voto salgan soluciones, no problemas agravados. Si cada vez que se abren las urnas nos ponemos a temblar porque con frecuencia de ellas resulta una situación aún más problemática que la anterior, los bárbaros nos han ganado la batalla. Aunque cueste reconocerlo, eso es lo que nos está pasando.
Los 60 millones de estadounidenses que votaron a Trump lo hicieron porque estaban indignados y necesitaban castigar a alguien.
No creo que los 60 millones de estadounidenses que votaron a Trump desearan realmente entregar el ejercito más poderoso de la tierra y el botón que puede destruirla a un payaso irresponsable y ególatra que se entusiasma a medida que descubre el juego de la guerra. Pero lo hicieron, porque estaban indignados y necesitaban castigar a alguien.
Tampoco creo que los ancianos británicos que volcaron el referéndum a favor del Brexit reflexionaran sobre el legado venenoso que dejan a sus hijos y nietos –por no hablar de la inmensa factura que su país, al que tanto dicen amar, pagará por esa decisión. Pero también lo hicieron, porque estaban hartos de extranjeros y alguien tenían que vengarse por su propio declive vital. Los chamanes de turno les vendieron una sarta de mentiras y ellos la compraron porque se morían de ganas.
En un plano más doméstico: ¿querían los militantes laboristas que encumbraron a Corbyn condenar a su partido a pasar varios lustros en la oposición? Porque si es lo que querían, lo han conseguido.
Los socialistas franceses que respaldaron a Hamon, ¿deseaban un candidato que estará por debajo del 10% del voto y conducirá al PSF a la desaparición -o, en el mejor de los casos, a servir de tropa de apoyo parlamentario a un presidente ajeno, como Macron?
¿Son conscientes los socialistas que reponer a Sánchez rompería definitivamente a su partido?
Y los miembros del PSOE que quieren reponer a Pedro Sánchez para que consume el destrozo que dejó a medias, ¿son conscientes de que eso rompería definitivamente a su partido y serviría en bandeja la mayoría absoluta a la derecha? No busquen fuera, quienes están destruyendo a la socialdemocracia europea son los socialdemócratas.
Grandes colectivos hechizados por la tentación de usar el voto como desahogo, sin reparar en lo que pasará después. La fantasía del voto impune es el sortilegio con el que el nacional-populismo va camino de acabar con esta democracia, que será todo lo imperfecta que se quiera, pero es la única que tenemos.
A los que encontramos parecidos preocupantes con lo que sucedió en la década de los 30 nos llaman agoreros, dicen que apelamos al voto del miedo para perpetuar el orden establecido. Pero ¿saben qué? Que los que vivían entonces, mientras se gestaba la hecatombe, tampoco sabían que estaban en los años 30. Lo supieron después, cuando la cosa ya no tenía remedio.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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