El enfrentamiento entre Macron y Le Pen revela sustanciales cambios en el terreno social contemporáneo. Pero no son escuchados, y menos en la derecha y la izquierda españolas
Emmanuel Macron, el candidato de la globalización. (Reuters)
Se dice que Francia es un laboratorio, por lo que señala de forma precisa los cambios que acontecen en la política europea. Pero ya no se trata solo del país galo, porque los últimos tiempos demuestran que algo se ha movido ya de forma definitiva. En Austria compitieron un candidato de extrema derecha y un ecologista por la presidencia, en Holanda y Alemania fuerzas xenófobas crecieron de modo evidente, y el Reino Unido se ha ido de la UE, y eso sin mencionar a Trump. Hay una segunda ola que ha venido a continuar lo iniciado por Cinque Stelle en Italia y Podemos en España, y que está estabilizando aquello que parecía una amenaza localizada sólo en el sur de Europa: de los dos partidos que se turnaban en los gobiernos, el conservador y el socialdemócrata, uno de los dos está pasando serias dificultades, cuando no ambos, como ratifica el enfrentamiento entre Macron y Le Pen en segunda ronda.
Macron tuvo que separarse del socialismo francés para no quedar manchado por la marca, y Renzi, otro socialista, tuvo que adoptar posturas populistas y actitudes muy diferenciadas de su partido para tener opciones de alcanzar el poder. Han sido figuras individuales más que el peso del formación lo que les ha llevado al poder.
Adiós al eje
Lo que está cambiando va mucho más allá del declive de los partidos principales, de su pérdida de importancia y de aceptación popular, que no es poca. En ese sentido, Francia sí es un buen ejemplo de cómo, incluso en la Europa socialdemócrata, las ideas, las visiones y los discursos que están siendo utilizados marcan un nuevo tiempo. Ninguno de los dos candidatos quiere posicionarse en el eje izquierda / derecha, ni seguir sus lógicas. Prefieren apostar por argumentos con los que pretenden alejarse de los partidos hasta entonces dominantes, y marcan su territorio a partir de la renovación de la vida política francesa. Ser nuevo quiere decir fundamentalmente esto, que se traza una línea con ese mundo institucional del que la gente está tan cansada, y se prometen nuevas formas y nuevas perspectivas. Tanto Macron como Le Pen responden a ese perfil. Es cierto que las ideas del primero no son distintas de las dominantes, pero sí ha introducido algunas variaciones; la segunda, más que una cuestión de formas, en lo que se distancia de los viejos partidos es en las propuestas.
Es llamativo que intelectuales de derecha, como Benoist o Guilluy, hayan entendido mucho mejor la deriva que se está produciendo que los de izquierda
Ambos aseguran, y ese es parte de su atractivo, hacer una Francia grande. Su apuesta discursiva incluye tanto una separación de la política como una idea de país. Macron pretende atraer inversión, modernizar Francia, convertirla en un entorno floreciente gracias a reformas internas que la hagan atractiva para la gran burguesía global; quiere impulsar la formación, la adaptación al nuevo mundo, la profundización en la capacitación tecnológica y la emprendeduría. Le Pen insiste en que su país no tiene otra opción para resurgir que recuperar la soberanía, impulsar el pequeño comercio y las pymes locales, conseguir que los empleos dejen de deslocalizarse, seguir una política rígida en las fronteras y establecer un nuevo pacto social con los menos favorecidos.
Si alguien no cree que las cosas han cambiado, que vea el vídeo de anteayer de la visita de Macron a los obreros de Whirpool
Pero todo esto no puede comprenderse del todo sin conocer antes cuál ha sido el cambio real de eje. Y es llamativo cómo intelectuales de derecha, caso del Alain de Benoist de 'Le moment populiste' o el Christophe Guilluy de 'Le crépuscule de la France d'en haut', han entendido mucho mejor la deriva que se está produciendo que una izquierda anclada en sus certezas extraídas no de la realidad, sino de los libros de Foucault y Gramsci. En la izquierda francesa, apenas Jean-Claude Michéa ha conseguido trazar un retrato más o menos ajustado de lo que está ocurriendo. Y no hay más que leer la cobertura excelenteque Guillermo Fernández está haciendo de la campaña francesa, o los artículos de Ekaitz Gamarra o Rafael Poch, para comprender que algo está pasando de verdad. Y si alguien no está convencido, que vea el vídeo de anteayer de la visita de Macron a los obreros de Whirpool para darse cuenta de cómo eso que se llamaba lucha de clases ha sido reinterpretado por la realidad de un nuevo modo.
Este momento populista tiene muchas semejanzas con el del siglo XIX, pero la principal es su lectura de la tensión continua entre pobres y ricos
En esencia, el tipo de argumentos, discursos, sentimientos y fuerzas que se están movilizando en la Europa del siglo XXI no son muy distintos de los que surgieron a finales del siglo XIX cuando nació el People's Party. Muchos de sus elementos son comunes y tienen interpretaciones similares, pero uno de ellos destaca sobre los demás, como es el contenido que dan a la tensión entre los pobres y los ricos. La versión que está funcionando es que hay dos Francias: una globalizada, la de los burgueses bohemios, los profesionales de éxito, los inversores y la de los barrios bien de las grandes urbes; otra olvidada, la de las periferias urbanas, la de las ciudades y pueblos de provincias, la de los obreros franceses, la del pequeño comerciante, la del agricultor o el ganadero: la de la gente común.
“Liberad las energías”
Macron asume el mismo esquema, sólo que insiste en los beneficios que ese nuevo mundo reporta. Hay que modernizarse, actualizarse, crecer haciéndose más atractivos a los ojos de los triunfadores. La globalización es una gran ventaja que ha de aprovecharse: la apertura será buena en todos los sentidos, hay que estar a la altura de los tiempos. En definitiva, hay que asumir los retos a los que obliga el progreso, en forma de tecnología, de cambios en la vida productiva, de asunción de nuevos roles. Quienes se oponen a ello son gente obsoleta, que quiere seguir anclada en el pasado y que, obviamente, traerá grandes males a Francia si triunfa. Como afirmó Macron: “Hay que liberar las energías, dejar de proteger a los que no pueden y no tendrán éxito”.
Es un discurso presente aquí, pero España es otra cosa: el PP sigue arriba, a pesar de todo, por incomparecencia de sus adversarios
Es evidente que la mayor baza de Macron no es exhibir su pasado como ministro socialista, sino insistir en el miedo a Le Pen, alguien que pretende regresar a tiempos que ya nunca vendrán. Esa tensión entre el progresismo y el conservadurismo, entendida en este nuevo sentido(quienes quieren liderar el futuro y quienes quieren seguir apegados al viejo mundo) construye el discurso político, vertebra la nueva lucha de clases entre pobres y ricos (ahora globalizados y olvidados) e impregna buena parte de las creencias de la sociedad europea.
Es un discurso en parte presente en España, pero esto es otra cosa. Tanto Podemos como Ciudadanos tuvieron la ocasión de crecer y en algún caso de acabar con el partido del espectro ideológico en el que competían, pero su discurso fue tan torpe que quedaron por detrás de ellos a pesar de tener todo a favor. Y así pasa hoy, que el PP sigue arriba por incomparecencia de los adversarios: Ciudadanos es su socio, el PSOE está quebrado por sus problemas internos y Podemos está en declive, peleando por quitar al enemigo de las tertulias y meter a uno de la casa. Quizá España termine siendo un lugar aparte, pero es difícil que estos nuevos discursos no acaben penetrando aquí del todo. Francia suele ser el laboratorio de la política europea, y eso hay que tenerlo en cuenta.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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