Juan Manuel de Prada
"En democracia, cada hombre puede crear su propia verdad, pues no se acepta la existencia de una Verdad universalmente válida sobre las cosas. En democracia, los hombres no aspiran a estar en posesión de la Verdad, sino a ser auténticos; o sea, a decir lo que sienten."
Mientras interrogaba a Jesús, no
descubría ninguna razón de peso que justificase la condena del Sanedrín.
Pero de repente, en medio de sus respuestas enigmáticas (que yo
aguantaba muy tolerantemente), me soltó unas palabras muy rimbombantes:
“Yo soy Rey. Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar
testimonio de la Verdad. Todo aquel que pertenece a la Verdad escucha mi
voz”.
Y yo entonces le pregunté con más sorna que desdén: “¿Y qué es la verdad?”. Jesús calló entonces. Tal silencio al principio me desconcertó, pero enseguida entendí su significado. Me estaba insinuando que la verdad —¡la Verdad!— era él mismo, que él era la Verdad viviente, la suprema Verdad hecha hombre, la Verdad abofeteada y escupida y maniatada y zaherida, pero Verdad a fin de cuentas. Aquella arrogancia de creerse en posesión de la verdad (¡de creerse la Verdad misma!) me exasperó. Pues la verdad, en el muy dudoso caso de que exista, es irrelevante para quienes, como yo, profesamos la democracia; o, dicho más propiamente, la causa democrática está condenada a la derrota allá donde se acepta que puede accederse a la verdad y captarse valores absolutos. Al conocimiento humano sólo resultan accesibles valores y verdades relativas: sólo sobre la aceptación de esta premisa es posible una convivencia democrática en la que todas las opiniones valgan lo mismo y sean todas ellas respetables; sólo sobre la aceptación de esta premisa es concebible la existencia de legisladores que dicten leyes benéficas para que el pueblo pueda retozar como un cochinillo. En democracia, cada hombre puede crear su propia verdad, pues no se acepta la existencia de una Verdad universalmente válida sobre las cosas. En democracia, los hombres no aspiran a estar en posesión de la Verdad, sino a ser auténticos; o sea, a decir lo que sienten. Y la bendita suma de autenticidades logrará, mediante el juego de las mayorías y los consensos, un reinado universal de la felicidad. Quédense la Verdad y su pesquisa para los totalitarios que gozan con la desdicha del género humano.
Y yo entonces le pregunté con más sorna que desdén: “¿Y qué es la verdad?”. Jesús calló entonces. Tal silencio al principio me desconcertó, pero enseguida entendí su significado. Me estaba insinuando que la verdad —¡la Verdad!— era él mismo, que él era la Verdad viviente, la suprema Verdad hecha hombre, la Verdad abofeteada y escupida y maniatada y zaherida, pero Verdad a fin de cuentas. Aquella arrogancia de creerse en posesión de la verdad (¡de creerse la Verdad misma!) me exasperó. Pues la verdad, en el muy dudoso caso de que exista, es irrelevante para quienes, como yo, profesamos la democracia; o, dicho más propiamente, la causa democrática está condenada a la derrota allá donde se acepta que puede accederse a la verdad y captarse valores absolutos. Al conocimiento humano sólo resultan accesibles valores y verdades relativas: sólo sobre la aceptación de esta premisa es posible una convivencia democrática en la que todas las opiniones valgan lo mismo y sean todas ellas respetables; sólo sobre la aceptación de esta premisa es concebible la existencia de legisladores que dicten leyes benéficas para que el pueblo pueda retozar como un cochinillo. En democracia, cada hombre puede crear su propia verdad, pues no se acepta la existencia de una Verdad universalmente válida sobre las cosas. En democracia, los hombres no aspiran a estar en posesión de la Verdad, sino a ser auténticos; o sea, a decir lo que sienten. Y la bendita suma de autenticidades logrará, mediante el juego de las mayorías y los consensos, un reinado universal de la felicidad. Quédense la Verdad y su pesquisa para los totalitarios que gozan con la desdicha del género humano.
Aunque fuese un totalitario, aún di otra oportunidad a aquel Jesús, ofreciendo a la multitud que lo indultase, en lugar de indultar a un ladrón llamado Barrabás. Pero el pueblo, que es sabio, me reclamó que salvase al ladrón, para condenar al totalitario. Mi conciencia me susurró entonces que, si obedecía, estaría perpetrando un crimen; pero, ¿qué gobernante auténticamente democrático no ha de sacrificar alguna vez la inocencia, en aras de la paz social? En democracia, no existe otra justificación para la autoridad que no sea el consentimiento de los gobernados; no hay otra vía legítima para adoptar decisiones obligatorias para todos que permitir que el pueblo las acuerde por mayoría. Si yo hubiese sido un totalitario y hubiese estado tan seguro de la Verdad como Jesús, habría tomado en persona la decisión de liberarlo o condenarlo; pero soy un demócrata y tuve que admitir el veredicto de la mayoría.
Me lavé las manos ante la multitud que acababa de expresar su decisión en un democrático plebiscito. De este modo, simbolicé mi sacrificio de demócrata que acalla la voz de su conciencia en beneficio de la voluntad general. Tal vez la opinión de la mayoría no sea verdadera (puesto que la Verdad es incognoscible), pero desde luego es sagrada, pues sólo ella legitima el poder. Hoy las lenguas viperinas me tachan de cobarde, de tibio, de medroso; pero llegará el día, en una alborada futura de progreso y esperanza, en que los demócratas me alcen monumentos en los parques públicos e instituyan fiestas —con lavatorio de manos incluido— que celebren mi memoria.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC el 15 de abril de 2017.
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