Hablando de Emmanuel Macron en un artículo en Expansión antes de las elecciones del domingo, Tom Burns se refería a los orígenes políticos del ahora candidato a la presidencia, ajenos a cualquier partido, y los comparaba con España: "Aquí, el protagonismo político pertenece a quien fue un muy joven concejal en su pueblo e hizo carrera en el aparato de su partido". Exageraba Burns. O quizá no tanto.
Es cierto que Macron ha llegado al lugar adecuado en el momento oportuno. Ha aprovechado la crisis de los partidos tradicionales y se ha erigido como la única oposición a la extrema derecha de Marine Le Pen. Ahora tiene todas las papeletas para convertirse en el próximo presidente de Francia sin tener detrás un partido político formalmente constituido. En España, concluía Burns, "nadie parece querer saber nada de la sociedad abierta y a ninguno parece importarle esta laguna de ignorancia".
Macron ha estudiado en la prestigiosa y 'gaulliana' Escuela Nacional de Administración y es banquero; ha trabajado nada menos que en la Banca Rothschild. Apenas ha tenido que ver directamente con la política hasta hace tres años, cuando Hollande le nombra ministro de Economía después de estar en su gabinete durante un corto tiempo. Y ha tenido que lidiar con el final de la crisis económica. Quizá el caso más similar que tenemos en España -por pura trayectoria- es Luis de Guindos. En una hipótesis y salvando las distancias, ¿hubiera tenido un éxito parecido nuestro ministro de Economía si se le ocurre presentarse por su cuenta a un proceso electoral? Ni que decir tiene que nadie daría un euro por el futuro en solitario en la política de Guindos. Es muy difícil que el sistema español acepte outsiders. Lo más parecido que hemos tenido últimamente ha sido Pablo Iglesias y ha tenido que convertir aquel movimiento en un partido al uso. Y le va como estamos viendo, purgas internas incluidas.
El quicio de nuestro modelo político es el partido. Lo tenía que ser en un principio porque era necesario consolidar el sistema después de cuarenta años sin formaciones políticas legales durante la dictadura franquista. La Constitución de 1978 les dio mucho poder y, después, el desarrollo legislativo a lo largo de los año
s -realizado por los propios partidos, claro- lo fue extendiendo a todas las esferas de la vida pública. Hoy, pocas cosas escapan a su control.
Algunos ejemplos. Son los partidos los que mandan en la Administración de Justicia y dejan a las organizaciones profesionales en un lugar secundario, de tal forma que es habitual hablar de juez conservador -propuesto por el PP- o progresista -por el PSOE- en cualquier nombramiento y en muchas sentencias. Los partidos tienen el control de los medios de comunicación públicos: eligen a sus representantes en los consejos de administración y quien tiene mayoría marca la línea informativa, sin rubor y apartando a los profesionales de la toma de decisiones. Son los partidos los que dirigen la Universidad y no los académicos. Y las formaciones políticas dominan los consejos escolares y audiovisuales, las corporaciones y fundaciones públicas, los patronatos...
Se entiende así que quien quiera hacer carrera política en España necesite asegurarla creciendo desde los cargos orgánicos en los partidos para poder saltar después a los puestos institucionales: concejalías, parlamentos autonómicos, direcciones generales... Si hay méritos -y suerte, y estar en el sitio, y tener padrinos-, se puede alcanzar el Congreso y el Senado. Es el inmenso poder que tienen los partidos en España. Puede que Macron tenga que plegarse al sistema, pero de momento nos ha hecho pensar que otro modelo es posible.
VICENTE LOZANO Vía EL MUNDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario