Que los grandes “héroes” políticos de este tiempo sean Trudeau, el primer ministro de Canadá, Macron, el salvador de Europa, y Soros, el especulador convertido en adalid de las libertades europeas; que quien tenga que resolver la vida de los expoliados y la defensa de una vida moral sea Trump, lo dice todo de la crisis en la que se han sumergido nuestros países, nuestra civilización, y de la incapacidad de los cristianos para aportar respuestas.
Europa vive una profunda crisis, que se presenta de múltiples formas y un solo significado,
que parece escurrirse entre los dedos. Es la pugna entre los alarmados
globalizadores y la reacción proteccionista, entre intencionalitas
multiculturales y nacionalistas más o menos xenófobos, entre élites
beneficiadas por la globalización y sus subalternos, y los dañados,
obreros industriales, personas con calificaciones medias e inferiores,
gentes de las pequeñas poblaciones y del campo, clases medias, familias
con hijos.
Cada uno de estos antagonismos, de esta dialéctica entre tesis y antítesis posee una parte de verdad. Insuficiente para construir la solución, pero suficiente para dar razones de su combate. Lo que no existe y es necesario es la síntesis superadora.
Para construirla se requiere, además, del esfuerzo de reunir las razones para crear una razón nueva y superior, asumir y responder a tres hechos decisivos para los que carecen de respuesta los defensores del orden establecido, la democracia adjetivada (“liberal”)
defensora de la globalización a espuertas y que es la corriente
principal que gobierna los estados, la Unión Europea, y los grandes
medios de comunicación.
El primero es que el liberalismo moral de género y LGBTIT ha destruido la identidad patriótica de los europeos, en sus países y para el conjunto de Europa. Decimos patriótica y no nacional como sinónimos de estado, Porque el patriotismo es la manifestación de una virtud moral en la medida que sirve para comprender la historia de nuestras vidas y para hacernos capaces de vivir una vida moral significativa más allá de la construcción política que tenga. La patria es, sobre todo, una necesidad histórica que reaparece para que los individuos establezcan los vínculos y lealtades de su vida moral en comunidad. Sin esta identidad las sociedades se desmoronan internamente y se fraccionan.
Esto es lo que le sucede a Europa entre países y dentro de los propios
países. Es un daño terrible a la propia naturaleza humana. ¿Quién puede
extrañarse de la virulencia de algunas de sus reacciones? Más, cuando el
emotivismo propio de la sociedad desvinculada se les vuelve ahora en
contra en forma de reacciones que solo apelan a los sentimientos
profundos.
La UE incapaz de tener políticas conjuntas en grandes temas
comunes, defensa, política exterior, energía o grandes problemas
económicos y sociales, se dedica meterse con el régimen que regula las
universidades (que no las titulaciones), o a legislar sobre el número de
meses de permiso que las empresas han de conceder en materia de
paternidad, como si la situación de Grecia fuera la misma que la de
Suecia. Europa es rechazada porque sus instituciones son caóticas, exageradamente intervencionistas en temas de lógica local y ausentes de aquello que exige respuestas globales.
Traicionan rotundamente al principio de subsidiariedad.
El tercer hecho es la raíz común de todo lo demás. Se trata de la descristianización,
no solo religiosa sino cultural, moral y antropológica. Total. Se
olvida de que nuestro legado, que pasa por Atenas, Roma y la
Ilustración, tiene una raíz que lo trasmite, alimenta, recrea y
estimula: la concepción cristiana. Incluso la
Ilustración, presentada como antagonista del cristianismo, es
absolutamente deudora de ella, como influencia, como dependencia y como
reacción. Destruyendo el hilo cristiano, las perlas del collar se disgregan, quedan
aisladas, pierden sentido, ya no constituyen un sistema de vida, sino
aspectos contradictorios de unas vidas fraccionadas.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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