Disrupción es una palabra de moda. Google te da 46.800 resultados, y a lo largo de 2015 la palabra innovación disruptiva ha sido referida 2.075 veces en los medios de comunicación. Literalmente expresa un ruptura, una interrupción brusca. Es aquello que se produce fuera de tendencia y que, por consiguiente, resulta difícil de prever.
La característica de nuestra época es que
cabalga sobre una multitud de disrupciones, es decir, de rupturas, de
resultados impredecibles. Disrupción no es igual a crisis, porque esta puede estar largamente anunciada, ser previsible. En este sentido, la crisis demográfica o la medioambiental no son disrupciones,
aunque si pueden serlo algunas de sus consecuencias. Por ejemplo la
infravaloración del efecto del envejecimiento sobre la media de edad de
la población y su impacto sobre la innovación. A más edad, menos capacidad innovadora.
La idea de disrupción encanta a bastantes; unos porque ven un negocio; “adaptemos la empresa a la disrupción”, otros porque la ligan exclusivamente al cambio tecnológico y científico, que por definición les parece bien. En todo esto hay algo de verdad, o mucho, pero que no evita dos hechos obvios. La disrupción entraña peligros en sus consecuencias imprevistas, aunque el punto de partida pueda ser bueno o porque es malo de partida, y también porque una sociedad no puede vivir y salir ilesa cabalgando sobre una multitud de ellas.
Y esa es la cuestión hoy: el afloramiento de múltiples disrupciones,
tantas que nos obliga a preguntar por qué sucede así por vez primera en
la historia humana, y si estamos en condiciones de controlarlas, o
simplemente pasamos de ellas en lo que no sean consecuencias que
impacten en el corto ciclo electoral de cuatro o cinco años
Pero ¿cuáles son los agentes que la desencadenan hasta caracterizar tal número de ellas en un corto periodo de tiempo?
Uno de ellos indudablemente es la
globalización, aunque esta palabra posea muchos significados y sus
efectos sean muy buenos para una gran parte de la humanidad, la que vive
en países emergentes y que son la mayoría, China, India, Indonesia,
buena parte de América Latina, algunos países de África, y francamente
malos para las clases medias de Estados Unidos y Europa, o al menos de
sus países de menor productividad.
Lo que lleva es a apuntar rápidamente a la tecnología como factor decisivo en la generación de la disrupción, pero eso es una simplificación excesiva
porque no explica, por ejemplo, porque las gentes no tienen hijos y las
causas por las que por primera vez en una parte nada menor de la especie
humana, sobre todo la occidental, la maternidad es vista incluso con
desdén, con menosprecio. Y la explicación económica no funciona porque
una cosa es pasar de cuatro a dos hijos lo que permite un mayor gasto en
ellos, y otra, económicamente absurda, pasar a uno, porque es imposible
doblar el gasto, o a ninguno.
Las causas técnicas y científicas están ahí, pero no están solas, y los agentes de ruptura son muy específicos. Concretamente dos son los fundamentales, y todos ellos están conectados en mayor o menor medida con la raíz común de la computación. Se trata del complejo que podríamos agrupar en algoritmos, internet y robótica.
La destrucción del trabajo, tal y como lo conocemos, y el control de
nuestras motivaciones, son de las más importantes disrupciones, aunque
sus efectos sean muchos más. El otro gran vector de disrupción es la
biotecnología. Dos films Gattaca y Blade Runner, nos ofrecen una mirada imaginaria sobre algunos de sus escenarios
Pero para que la tecnología nos domine y haga mucho más poderoso al poder, es
necesario que exista un marco de referencia que lo haga posible. En una
sociedad de mentalidad cristiana, de cultura católica, tales
disrupciones quedarían coartadas o muy limitadas.
Para que sucediera ha sido necesario que primero se desarrollara hasta la hegemonía la cultura de desvinculación, marcada por la ruptura con Dios, y la eclosión de la pasión de concupiscencia, la pulsión del deseo, como causas fundamentales de la realización humana. La perspectiva de género, Quer y LGBTI, y el Posthumanismo,
son sus máximos exponentes, muy desarrollado el primero, emergiendo el
segundo. Todo esto conduce cada vez más a una sociedad donde impera la anomía, porque no otorga a las personas las capacidades para alcanzar los fines que propone. Y todo esto enlaza con la crisis de la era axial
que definió Jaspers. Aquel periodo de la historia humana, previo a
Cristo, en la que el ser humano en grandes y distintos espacios del
mundo se hace consciente de sí mismo y de sus limitaciones, y busca con
empeño la salvación personal en el orden metafísico. Es el periodo de
surgimiento de los grandes sistemas de creencias.
En nuestra época, la filosofía,
al renunciar a cualquier consideración metafísica, ha desaparecido de
la vida colectiva primero, de la educación después, para convertirse en
algo trivial. La conciencia de uno mismo solo tiene que
ver con el bienestar inmediato, “el sentirse bien con uno mismo a base
de sentirse bien con uno mismo” y la búsqueda de la felicidad, “buscando la felicidad” en unos trágicos
laberintos circulares, porque uno no se siente bien como método, sino
haciendo el bien, y no se es feliz si no es de la misma manera, y eso,
se quiera o no, entraña para la mayoría la necesaria relación con Dios.
Y todo este marco de referencia conlleva una consecuencia disruptiva que crece y se expande: la crisis moral,
la dificultad creciente para que las sociedades y personas identifiquen
su bien, sean capaces de reconocerse en la justicia, y acordar lo que
es superfluo y lo que es necesario.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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