El concepto que mejor define en nuestro tiempo la caracterización esencial de la Iglesia es que constituye la institución de razón objetiva más grande y diversa de la humanidad, por los pueblos que la acogen. Y esto es así porque la razón subjetiva,
instrumental, que surge con la Ilustración y se escapa de todo marco de
confinamiento en los años sesenta del siglo pasado da lugar a nuestra sociedad desvinculada, donde la subjetividad se vuelve radical, se enseñorea de todas las cosas
de la mano de la pulsión del deseo. Del deseo que no puede ser otro que
la exacerbación centrípeta, la concupiscencia, el afán de poseer para
satisfacción de uno mismo. Y toda la sociedad actual es la lucha contra
el espejo que refleja sus miserias, la razón objetiva, y el esfuerzo y
coste de articular miríadas de concupiscencias individuales y
cooperativa. El embate de la cultura desvinculada y sus instituciones en
muchos casos, incluso estatales y supra estatales, contra la Iglesia es
descomunal, porque ella es el único reducto que le disputa la hegemonía
en su propio territorio que es, sobre todo, occidente.
De la mano de la desvinculación surgen los dos grandes desafíos actuales. Uno ya cuajado, la perspectiva de género y GLBTI,
que como el marxismo en el pasado, pero bajo un punto de vista más
radical porque es antropológico y afecta a la concepción de la
naturaleza humana, ha construido una ideología totalizadora de estado. El otro en ciernes, el Posthumanismo,
para el que la perspectiva de género y GLBTI habrá sido el ariete que
haga más fácil su aceptación, porque cabalgará a lomos de la facilidad
para aceptar irreflexivamente nuevos marcos de referencia
antropológicos.
La Iglesia en su esencia se bate en un
doble frente. El exterior, donde la hegemonía desvinculada es grande, y
el interior, donde la desvinculación penetra de la mano de lo que,
simplificando, quizás en exceso, llamaremos teología “protestante”, porque ella es la que mejor transforma bajo una apariencia cristiana los fundamentos objetivos de la Iglesia. Se trata de relativizar el valor de la interpretación canónica y su articulación con la ley natural;
es decir, la esencia de la concepción católica, que solo puede existir
en la medida que su naturaleza pertenezca al ámbito de la razón
objetiva. La propia catolicidad, su heterogeneidad intrínseca y al mismo
tiempo su unidad, solo son posibles bajo aquella condición. O, en
sentido contrario, la fragmentación cultural y étnica de las iglesias
reformadas y anglicana, hasta devenir irreconocibles las unas con las
otras, surge precisamente de su mayor o menor aceptación del orden
mundano de la razón instrumental.
Otra caracterización es la pérdida de calidad misionera,
excepto en aquellos que, como los pentecostales y carismáticos,
mantienen bien que mal, mal que bien, viva una lectura, no
circunstancial ni basada solo en la conciencia, de los evangelios.
La idea que ha expresado algún obispo católico de que cada individuo encuentra en su conciencia la forma de abordar las decisiones de su vida,
es un ejemplo de esta veta desvinculada. Precisemos. Es el cristianismo
quien pone en valor algo preterido para la cultura antigua: el valor de la interioridad.
San Pablo se refiere continuamente a ello, y San Agustín, de quien en
este aspecto es deudor mucho del pensamiento moderno, lo desarrolla
excepcionalmente, como los muestran sus Confesiones. Pero siempre esta conciencia, dotada de una energía interior extraordinaria, estaba sujeta al marco de confinamiento, para utilizar un término de la física
que nos parece apropiado, del Magisterio y la Tradición en la
interpretación de los Evangelios, y la asunción de una ley común a la
humanidad, la ley natural, dejada por Dios en el corazón de los hombres para que, reconociéndonos en ella, afirmáramos la fraternidad de nuestra filiación divina. No se trata de olvidar a San Pablo y vivir solo bajo la ley, sino de algo muy distinto, de educar nuestra conciencia, no bajo el adanismo de que todo empieza en nosotros, sino -utilicemos
estos términos- usando el capital cultural, social y moral que otorga
el intelectual orgánico más grande de la historia humana, la Iglesia
católica, o en otras palabras, por la enseñanza de la institución constituida por Jesucristo precisamente con esta misión:
conducirnos a través de tiempos cambiantes, adaptados a las nuevas
realidades, sin perder el hilo original, porque sin él caemos en la
desorientación más absoluta. En realidad, donde cobra toda su fuerza la
conciencia humana, allí donde su discernimiento es decisivo, es en
relación a las leyes, normas y prácticas del mundo secular. Ahí es donde
debe alzarse el baluarte de la conciencia cristiana, porque en este
mundo la ley y su práctica no siempre expresa el bien, y sí solo una
obligación legal. La objeción de conciencia es, en este sentido, un
legado cristiano. Llama la atención que, dentro de la Iglesia, aquellas voces que tienden a situar la conciencia por encima de toda exigencia moral cristiana, nunca se refieran en términos parecidos a las leyes de los hombres.
Al actuar así, tienden a situar el imperio de la secularidad, que
incluye su capacidad para formatear las mentes; luego, también las
conciencias, por encima de los acuerdos fundamentales del pueblo de Dios.
La Iglesia con su razón objetiva no podría resistir que los mandamientos que surgen de la enseñanza de Jesús no sean tales,
sino solo ejemplos, modelos de lo que es el amo que Jesús no pide, y,
por consiguiente, normas coyunturales que cambian con el tiempo (y si lo
hacen con él, también lo hacen con el lugar, porque no todas las sociedades viven históricamente sincronizadas -este es uno de los grandes conflictos de nuestro tiempo) ¿Quién define lo que cambia necesariamente con el signo del tiempo?
¿El mundo secular? ¿Dónde estaría la Iglesia si esta hubiera sido la
pauta en el pasado? ¿Seríamos agnósticos, arrianos, súbditos de la
Ilustración, kantianos, liberales, marxistas, seguidores del Gender,
posthumanistas? ¿Qué seríamos? Nada.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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