La versión populista del liberalismo juega en el mismo eje élites/pueblo que aquellos a quienes atacan y proporciona soluciones simples a problemas complejos
Esperanza Aguirre comparece como testigo en el macrojuicio de Gürtel. (Efe)
El populismo no ha sido tomado en serio. Tanto la izquierda como la derecha contemporáneas lo han minusvalorado o despreciado. La creencia de que se trata de una simple táctica, un modo de engañar a masas incultas cuya necesidad las lleva a creer al primer mentiroso carismático que les dice lo que quieren oír, es compartida por las élites liberales de un lado y otro del espectro ideológico.
Pero el populismo es mucho más que un modo comunicativo cuya pretensión es hacerse con el poder. Como se cuenta en el recién publicado 'El porqué del populismo' (Ed. Deusto), el movimiento político, tal y como lo conocemos, nació en las últimas décadas del siglo XIX en EEUU, y fue la consecuencia de profundos cambios socioeconómicos. El principal de ellos fue la enorme importancia que cobraron el ferrocarril y la energía, así como la concentración de ambos recursos en monopolios y oligopolios que empeoraron de forma sustancial las condiciones de vida de la mayor parte de la población. El People's Party, los Pops, surgió en el entorno agrícola, y se extendió desde ahí a poblaciones y sectores mayores que luchaban contra la concentración del poder y del dinero en pocas manos. No eran un movimiento revolucionario, sino conservador, en el sentido de que pretendían hacer valer los preceptos de una constitución, la estadounidense, contra aquellos, políticos incluidos, que la estaban transformando en un instrumento favorable a los nuevos poderosos, los 'robber barons'. Fue un movimiento popular que pretendía que aquella ley de la que se habían dotado y que les constituía y les definía como estadounidenses se cumpliera, en lugar de ser pervertida y cooptada por los sectores más favorecidos de la sociedad. No lo consiguieron por poco (su candidato presidencial, William Jennings Bryan, estuvo a punto de llegar a la Casa Blanca), pero sí lograron establecer una serie de temas en la conciencia estadounidense de forma definitiva.
Washington estaba lleno de ingenieros sociales que trincaban el dinero de los impuestos para dárselo a los grupos afines y a sus amigos de los guetos
El populismo fue diluyéndose tras perder las elecciones de 1900. Pero tras el New Deal reapareció con fuerza, aunque de un modo inesperado. George Wallace, que decía ser el primer obrero que presentaba su candidatura a la Casa Blanca, le dio una nueva y sorprendente versión. Wallace también utilizaba en sus discursos el eje élites/hombre común, aunque las primeras ya no eran los multimillonarios corruptores, sino los burócratas de Washington. El hombre común, ese que se esforzaba todas las mañanas por llevar el sustento a su familia y que seguía las normas, se veía claramente perjudicado por los burgueses liberales y cosmopolitas que les cosían a impuestos para dar lo recaudado a los negros, a los estudiantes de izquierda y a los 'hippies' que protestaban por Vietnam. En su versión, los pasillos de Washington estaban llenos de ingenieros sociales que pretendían controlar la vida cotidiana de la gente común mientras trincaban el dinero de los impuestos para dárselo a los grupos de presión afines y a sus amigos de los guetos. Era esa gente que abogaba por las escuelas públicas pero llevaba a sus hijos a colegios de élite, un montón de burócratas ineptos que permitían que las calles las tomaran los antipatriotas que odiaban a su país, y todo porque esa gente les aseguraba los votos necesarios para seguir en el poder.
Vagos, delincuentes y caraduras
Las ideas de Wallace no fueron particularmente exitosas en aquel instante, pero sí tiempo después. Reaparecieron sin cesar en la era Reagan y durante los dos Bush. Esa pinza entre los políticos progresistas y las minorías indolentes, cuando no criminales, reapareció infinidad de ocasiones en los años posteriores. El esquema era el mismo, aunque girase mucho más hacia el terreno económico. El populismo de Reagan mostraba cómo las personas con iniciativa, y en especial los poderosos, eran entorpecidos, cuando no aplastados, por un Estado omnipotente que ponía todos los escollos posibles a los actores más eficientes mientras subvencionaba a los inútiles. Había un montón de vagos, delincuentes y caraduras que pretendían vivir del erario público y unos políticos sin escrúpulos que satisfacían esos deseos y así les ganaban para su causa. Los progresistas, es decir, los burócratas estatales, los amigos de la regulación, de las normas y de las leyes estaban contra la prosperidad, el bienestar y el sentido común, y lo único que querían era ponerse al frente del Estado para trincar la pasta de los impuestos y garantizarse el poder mediante sectores cautivos.
No pretendemos tener un Gobierno paternalista, sino uno que nos proteja de los buitres corporativos. Lo pedimos en nombre de Dios
Pero todos estos argumentos, que son típicos del populismo liberal contemporáneo, no surgen de la nada. En la campaña presidencial estadounidense de 1896, que enfrentó al conservador William McKinley con el candidato populista William Jennings Bryan, quien se presentó como líder del partido demócrata, esta clase de argumentos estuvieron muy presentes. En gran medida, la mayoría de los discursos que escuchamos hoy para combatir el populismo contemporáneo no son más que repeticiones de las ideas que se manejaron en aquella época. A veces actualizadas, a menudo simplemente reproducidas.
Los agentes del caos
Existieron dos clases de argumentos, una más directa, la otra algo más sofisticada. Entre las primeras figuraban las invocaciones a ese caos que llegaría si el candidato populista era nombrado presidente. Salvar el orden constitucional de la anarquía y de la revolución e invocar a los contrincantes como socialistas o comunistas eran las estrategias típicas, así como tildarlos de antiamericanos que estaban haciendo un mal uso de las posibilidades que el sistema les proporcionaba. La posición populista era otra, pero eso no importaba a la hora de distorsionar las peticiones reales: “Nuestra batalla no es por la supremacía, sino por la igualdad. No pretendemos tener un Gobierno paternalista, sino uno que nos proteja de los buitres corporativos. Pedimos en nombre de Dios que el Gobierno sea dirigido de tal manera que el más humilde de los ciudadanos tenga igualdad de condiciones”, tal y como reflejaba Lorenzo Lewelling, alcalde populista del condado de Sedgwick, según se reproduce en 'Populism', de Gene Clanton. Vestirlos como agentes del desorden era una parte de la campaña, pero también se les dibujó como una suerte de lumpen emergido de la América profunda, gente analfabeta e irracional que había visto en la política un camino para no ser expulsada de la historia. Eran los perdedores del progreso, y se notaba con solo echarles un vistazo.
Si se nombra para los cargos públicos a hombres decentes, esto es, a los que saben lo que los negocios necesitan, la prosperidad llegará
Había una tercera clase de argumentos, los ligados a lo económico. Frente al gobierno de mediocres, resentidos y revolucionarios que propugnaban los populistas, los conservadores oponían el reinado de los mejores. En esencia, su propuesta era la siguiente: los tiempos difíciles deben ser resueltos únicamente a través de la economía de mercado y del crecimiento económico, y el papel del Gobierno debe ser poner en marcha las políticas que canalicen la riqueza de la sociedad hacia arriba. Si se nombra cargos públicos a hombres decentes y respetables, esto es, a los que tienen éxito y saben lo que los negocios necesitan, todo el mundo se verá beneficiado, y la prosperidad llegará.
En el mismo terreno de juego
Todas estas ideas tienen un notable componente populista. Si sus rivales jugaban en el eje élites/pueblo, los conservadores se situaron en el mismo terreno, solo que dándole la vuelta. Ellos eran los que de verdad defendían a la gente común de los engaños populistas y los que guardaban las esencias de su país y luchaban por la gente de bien. Es cierto que se beneficiaban del ambiente típico de corrupción reinante y que ayudaban a quienes sacaban provecho de él, los 'robber barons', pero esto era en el terreno de la realidad, y no iban a dejar que los hechos les hicieran perder la campaña.
El objetivo de los populistas no es reducir la pobreza, sino beneficiarse de la gestión del asistencialismo y perpetuarse en el poder
Hoy, los argumentos son muy similares, en el sentido de defender el progreso y la prosperidad del país, pero sobre todo en lo que se refiere a la defensa de las capas medias y bajas. Algunos ejemplos de lo que el populismo liberal hace: si se sube el salario mínimo, a quien se perjudica de verdad es a las personas con menos recursos y a los trabajadores menos preparados, porque será más difícil que se les contrate; si se aumentan los impuestos, el problema será para la gente que menos tenga, porque los empresarios tendrán menos dinero disponible, crearán menos empleo y no habrá trabajo; si hay más gasto público, no contarán con mejores servicios, sino que tendrán que pagar más dinero para devolver la deuda en que incurren los políticos o llegará la hiperinflación y el país se sumirá en el caos. En definitiva, todas aquellas cosas que podrían empujar a personas con menos recursos a votar a los populistas son falsas, porque los únicos garantes de la estabilidad, el crecimiento económico y el bienestar común son los liberales.
Mentirosos e hipócritas
Desde su perspectiva, el objetivo de los populistas no es reducir la pobreza, sino beneficiarse de la gestión del asistencialismo. Políticos sin escrúpulos formulan promesas a sabiendas de que son falsas, porque eso les permitirá llegar al poder, y cuando lo hagan crearán potentes redes clientelares que asegurarán sus sillones. Son mentirosos e hipócritas porque utilizan al pueblo para llegar al poder, su verdadera meta. Son gente irresponsable que pretende gastar a manos llenas porque el dinero no es suyo, así como malos gestores porque la ideología les ciega.
Frente a esta panda de mediocres, emerge la gente sensata y responsable, que sabe que solo dejando hacer a los ricos puede crearse prosperidad. En la medida en que las personas que pueden impulsar la economía son los empresarios exitosos, no tiene sentido ponerles impedimento alguno. El mensaje es: si quieres que a la mayoría de la gente común le vaya bien, lo primero es que todo funcione para los mejores de la sociedad, los que más dinero ganan, y luego, por arte del mercado, todo el mundo se verá beneficiado.
El populismo liberal ofrece fórmulas cuadriculadas y fácilmente comunicables, que son efectivas como propaganda pero que generan muchos problemas
Esta es la versión populista del liberalismo, aquella que invoca para meter miedo a Cuba o Venezuela, esos sustitutos fantasmáticos de la anarquía o del socialismo al que se recurría en el final del XIX, que dice defender de verdad al pueblo mediante ese extraño rodeo que pasa por poner primero al 1% o que ataca a sus adversarios tildándoles de mediocres llevados por la ignorancia, los prejuicios y la furia.
Ver en otros los pecados propios
Y es una versión populista porque juega en el mismo eje élites/pueblo que aquellos a quienes atacan y porque proporcionan soluciones simples a problemas complejos. La economía, esa ciencia que han reducido a una de sus versiones y a esta la han vestido de irrefutable, es el mejor de los ejemplos. A veces, cuando hay gasto público, se produce más riqueza y no menos; en ocasiones, cuando se sube el salario mínimo, no se perjudican las contrataciones, y cuando los impuestos se elevan, no se frena la economía capitalista. Tenemos diferentes ejemplos de ello a lo largo de la historia, incluso reciente. Pero ellos lo ven todo desde una perspectiva encorsetada, y creen en verdades inmutables que, por ser tan rígidas, no pueden ser ciertas. Haciéndolo así no consiguen más que ofrecer fórmulas cuadriculadas y fácilmente comunicables, que son efectivas como propaganda pero que en la realidad generan muchos más problemas que ventajas. Es cierto que hasta ahora eso les ha dado el poder, pero no deja de ser una forma obvia de ese populismo que dicen despreciar mientras lo practican. Quizá porque proyectan en los otros los pecados propios.
Por supuesto, nada de esto tiene que ver con el liberalismo real, ese que cree en el Estado de derecho, en la separación de poderes y en las libertades civiles y cuya esencia última es la defensa del individuo respecto de la acción del poder. Porque cuando alguien cree en estas cosas hoy y trata de llevarlas a la práctica, es tenido por un antisistema; en parte porque la degradación de las estructuras institucionales no deja demasiado espacio a quienes pretenden que las reglas del juego sean limpias, y en gran medida porque el poder real, ese que es necesario limitar, es fundamentalmente económico.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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