Hemos oído en los últimos años cada vez que afloraba un nuevo escándalo protagonizado por políticos la piadosa reflexión de que en todo cesto de manzanas siempre puede haber unas pocas podridas, pero que el conjunto se mantiene sano. Son un pequeño número de casos entre decenas de miles de honrados responsables públicos que ejercen con limpieza y ejemplar dedicación su cometido, se ha repetido una y otra vez para calmar la ira creciente de una ciudadanía harta de pagar el sueldo a caraduras y sinvergüenzas. La democracia española funciona, la justicia acaba alcanzando a todos, nuestro nivel de venalidad entre las capas gobernantes no es peor que el de otros países de nuestro entorno, desaprensivos los hay en todas partes, España no es una excepción, estos y otros mantras consoladores han intentado cubrir con una capa sedante de crema analgésica el dolor creciente de las articulaciones de un sistema que se desmorona.
Sin embargo, la proliferación de latrocinios descarados ha alcanzado ya tal magnitud que semejantes excusas han dejado de ser eficaces. La sucesión atropellada de titulares lacerantes, el relampagueo incesante de imágenes televisivas de furgones, detenciones y registros, la caída de tantos y tantos poderosos que purgan entre lágrimas su falta de escrúpulos o la de aquellos a los que nombraron para administrar el dinero del sufrido contribuyente, han puesto ante los ojos atónitos de la sociedad española una verdad tan incuestionable como dolorosa: la corrupción del entramado institucional, administrativo y territorial alumbrado hace cuatro décadas tras la muerte del General no es ocasional y episódica, es sistémica, generalizada y estructural. Y cuando un problema es de naturaleza profunda, cuando no radica en defectos localizados y fácilmente subsanables de la maquinaria del Estado, sino que se encuentra enquistado en sus mismos fundamentos, las soluciones no pueden ser puramente ambulatorias, han de corregirse en el quirófano, con toda la anestesia necesaria para que el sufrimiento sea soportable, pero con el bísturí en la mano.
El agotamiento del llamado régimen del 78 ha tenido hasta el momento claras manifestaciones y los temblores de tierra anunciadores del cataclismo definitivo se vienen sucediendo con inquietante regularidad. La irrupción en el Parlamento de nuevos partidos que han liquidado el duopolio implacablemente ejercido por el PP y el PSOE, la ocupación del infamante banquillo de los acusados por figuras tenidas siempre por intocables, el alarmante tamaño de una extrema izquierda liberticida y violenta inexistente hasta hoy, la agresividad del separatismo catalán, lanzado enloquecidamente a la destrucción de la Nación más antigua de Europa, la llamativa mediocridad a la que ha llegado una parte sustancial de la clase política y la incapacidad del Gobierno para contener un déficit presupuestario crónico y galopante que nos ha sumido en un endeudamiento insoportable, configuran un cuadro definidor de un fin de época. Los españoles vivimos una etapa histórica ciñéndonos al pasado reciente similar a la que marcó en Francia el paso de la Cuarta a la Quinta República y en Italia el de la Primera a la Segunda, o sea un tiempo en el que la descomposición y la impotencia de los mecanismos políticos e institucionales existentes es tan evidente que no queda otro camino que la reforma completa para evitar el derrumbamiento traumático.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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