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domingo, 23 de abril de 2017
EN DEFENSA DE NUESTRA CULTURA
Ha sido tan desatinada y excesiva la exigencia de algunos sectores de la izquierda de que no se emita en la televisión pública la Misa del domingo, que ha acabado por provocar el sonrojo y desconcierto hasta de quienes tantas veces han gozado de su trasnochado anticlericalismo. Tertulianos sofocantes, caudillos broncos y periodistas airados han salido al paso de la crudeza de la propuesta.
Todos estos han considerado que la emisión de la Misa es permisible, para la atención de los grupos necesitados, ancianos y enfermos. Solo en el marco de esa apreciación de los espectadores como minusválidos físicos o tullidos espirituales, como últimos espasmos de una sórdida España de creyentes, se aprueba la presencia del catolicismo en un medio de comunicación público. Y solo asegurando que el catolicismo es una más, solo una más, de las confesiones religiosas que se dan en nuestro país.
Esta circunstancia muestra la oquedad cultural en la que se mueven algunos insolventes de nuestra escena política, que encima pretenden empujar al resto de los españoles a ese feliz abismo de descreimiento, relativismo moral y penoso desarraigo. Pero también sirve para mostrar el fondo real del debate que ha quedado desfigurado tras las vigorosas exhibiciones de respeto a todas las confesiones y los condescendientes comentarios sobre la utilidad marginal de ciertos programas de televisión. No creo que el asunto deba enfocarse atendiendo a los derechos de los católicos como si fuéramos una minoría tolerable, cuyos oficios sagrados merecieran una mezcla de jovial curiosidad y bonachona aceptación por parte de los habituales policías del pensamiento y gendarmes de la corrección política.
Los católicos no somos una extravagancia intelectual ni un residuo de viejas generaciones desesperadamente agarradas a unas formas de vida agonizantes. El catolicismo es una fe, una doctrina y una fuerza cultural, sin cuyo perfil nuestra vida colectiva resulta inexplicable. Lamentablemente, la vigencia de esta tradición importa poco a quienes vienen impugnando el sentido mismo de España, constituida como nación en torno a un magma de valores que la herencia del cristianismo modeló de manera definitiva. Esa tradición se respeta en casi todos los lugares de Occidente, lo bastante generosos y abiertos a los desafíos del mundo moderno para entender y aceptar sus propias raíces.
No hay una sola brizna de nuestra civilización, de su defensa de la libertad, de sus exigencias morales, de su esperanza emancipadora, que no se haya basado en esa línea de continuidad que nació en Jesús y llega hasta nosotros. Solo en España pasamos vergüenza al tener que recordarlo tantas veces porque solo España parece haber encallado en un sarampión anticlerical que es el verdadero residuo, la auténtica vejez, el saldo bochornoso de un tiempo superado.
Todos sabemos, o todos deberíamos saber, al menos, que el debate va más allá de la neutralidad ideológica de los espacios públicos, que todos defendemos, y de la separación entre la Iglesia y el Estado, que nadie ha puesto en duda. Forma parte de algo que nunca se expresa abiertamente, que siempre se presenta con trampas dialécticas y subterfugios del lenguaje. Lo que molesta no es la presencia de la religión, sino la existencia del catolicismo. Lo que irrita, sobre todo, es el protagonismo de la cultura cristiana en la defensa de la dignidad del hombre y su inmensa resistencia frente a sus impugnadores. Lo que asusta es su capacidad para la caridad y el consuelo, para el escándalo y la denuncia.
Lo que no se soporta es la llamada a la responsabilidad y la promesa de liberación que en el cristianismo se reconoce y cobija. Esta perseverancia les resulta insoportable a quienes han decidido romper amarras con una cultura que nos identifica. Pero nada tiene que ver con la defensa de la pluralidad, la libertad de conciencia o la presunta modernidad laica con la que trata de seducirse a la opinión pública.
España es una nación que sigue vinculada a las creencias religiosas del catolicismo de modos diversos, en relación más o menos intensa con la fe y en participación más o menos frecuente en la liturgia. El catolicismo no solo ha dado forma a nuestro pasado, sino que sobre sus valores se ha construido la personalidad de un sector muy importante de la ciudadanía. Sobre sus principios se ha edificado una parte sustancial de nuestra cultura, de nuestro civismo, de nuestra idea de civilización. En su mensaje se ha basado una sensibilidad humanista sin la que no nos comprendemos y un sentido abierto del patriotismo como cohesión moral de la colectividad que arranca de las aspiraciones cristianas de libertad, igualdad y felicidad.
La voz de la Iglesia llega desde lo más hondo del corazón de nuestra comunidad, de nuestro significado en la historia, de nuestro lento crecer sedimentando los sueños y la conciencia de generaciones. Por ello, cuando se ha salido al paso del despropósito de quienes pretendían que la Misa fuera prohibida en la televisión pública, los católicos hemos podido detectar otra forma de insulto, celosamente preservado en el aire vago e indolente de una afectada tolerancia. Porque se ha venido a decir que el catolicismo es una de esas muchas creencias respetables que existen en el mundo. Y que, en buena asunción de la multiculturalidad, lo que debe hacerse en España es proporcionar a los católicos la misma presencia pública que se concede a otras religiones.
Del respeto a las demás creencias, nadie habrá de darnos lecciones: fueron sacerdotes y jóvenes católicos quienes se enfrentaron a la destrucción del pueblo judío en la hora más oscura del pasado siglo. Fueron ellos los que alzaron la voz frente a la esterilización compulsiva y el aborto forzoso. Fueron ellos lo que se rebelaron, con grave riesgo personal, contra un Estado que señaló las vidas indignas de ser vividas. Son ellos los que luchan contra el hambre y la pobreza de millones de personas sin preguntarles si creen en el Dios de los cristianos. Han entregado su vida por los perseguidos sin saber sus convicciones.
Se han sublevado contra la injusticia y la degradación de los inocentes, porque fueron educados en la caridad hacia sus hermanos. Han condenado la violencia ejercida contra quienes, en cualquier zona del mundo, rezan a Cristo o nunca lo han hecho. Han enfermado atendiendo a quienes sufrían sin seleccionarlos por su fe. Han consumido sus años cuidando a los más indefensos, no porque se lo pidiera un estrecho sectarismo, sino porque se lo exigía su responsabilidad ante Dios.
Por tanto, en nada podrá impresionarnos la demanda de libertad de conciencia. En nada podrá dolernos la exigencia del respeto a cualquier convicción religiosa y la reclamación de su libre expresión en nuestra sociedad. Pero sabemos que se está hablando de otra cosa, no seamos ingenuos. Lo que se desea es liquidar una identidad cultural afirmando que los valores que la caracterizan carecen de fundamento espiritual propio; que el orden político en el que se organiza nada tiene que ver con un orden moral puesto a prueba por siglos de vida en común. Nos quieren decir que los principios que siguen estando en el fondo de nuestro modo de vivir han de ser atendidos como los de una minoría religiosa más, que somos neutralmente tolerables.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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