Si repasamos la historia de los dos últimos siglos de la vida española, comprobamos que, a lo largo de ese tiempo, han sido innumerables las voces que han clamado por la necesidad de invertir en educación. En la formación de la Sociedad y sus ciudadanos. Son muchos los que han denunciado que los “viejos problemas de España” sólo se solucionarían con la educación de las gentes. Sin embargo, transcurridos más de cuarenta años de existencia razonablemente pacífica, democrática y sosegada, equiparable a la de cualquier país de nuestro entorno, resulta que, en comparación con ellos, volvemos a suspender, y con muy mala nota, en “cultura y educación”.
Los ciudadanos, en general, vivimos la política desde la información que recibimos a través de los medios de comunicación y, particularmente, de las televisiones, que complementan la noticia con la imagen viva de la misma.
Nuestra clase política carece de la mínima independencia para tener -sus representantes- iniciativa propia. Para ser capaces de transmitir opinión personal distinta, o distante, de la “verdad oficial” de la del partido en el que militan y al que dicen servir. No son, en general, elegidos por sus méritos personales o por sus aptitudes o reconocimientos intelectuales, desgraciadamente para todos, y en especial para los ciudadanos que les eligen en una lista inviolable conformada de manera hermética. No son tampoco, en definitiva, ejemplos a seguir.
Si el pueblo, la “sociedad” en su conjunto, está necesitado de unos altos estándares de educación, los políticos, que no dejar de ser su representación, menos deberían ser ajenos a esa exigencia. De alguna manera, son, o pueden ser, un cierto reflejo de quienes les han elegido.
Toda sociedad precisa de líderes capaces de movilizar los entusiasmos de los ciudadanos. De generarles conciencia de participación en el mundo en el que viven. De sentirse, en todo lo posible, protagonistas de su propia existencia y del momento y el mundo en el que aquella se va desarrollando. Y es muy difícil que esos líderes que la Sociedad reclama puedan encontrarse entre ciudadanos cuyos únicos méritos hayan sido los de saber esperar la oportunidad que las organizaciones políticas brindan a quienes anteponen la ambición de hacer carrera en los aparatos de los partidos, a su formación y preparación personal.
En los últimos tiempos, observamos con considerable estupor, intervenciones en el Congreso de los Diputados, la casa de los representantes de los ciudadanos, que son una manifiesta constatación de esa falta de educación de algunos en el día a día de la política parlamentaria. Personajes que buscando su “minuto de telediario” y la “viralidad” de sus exabruptos, son capaces de renunciar al contenido para hacer valer la provocación y la burda mofa. En la legislatura actual, el parlamento se ha convertido en una suerte de escenario de “monologuistas” donde algunos, olvidando que se encuentran en la sede del poder legislativo de una democracia moderna, se limitan a la zafia provocación creyendo que hacen historia rompiendo moldes y tabúes.
Que atrás queda el añorado “siglo de oro” del parlamentarismo español, donde la más honda oratoria de quienes intervenían en Las Cortes dejó una impronta de calidad, tanto en las formas, como en el fondo de los debates. Recordamos ahora a Castelar, Olózaga, Cánovas, Sagasta, y otros muchos más. Grandes políticos del siglo XIX, cuya brillantez en sus intervenciones y discursos parlamentarios han llegado hasta nuestros días. Tenían, todos ellos, desde posiciones encontradas, una autoridad moral e intelectual que hoy no existe en esa parte, emergente, del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. La interpelación de entonces se ha sustituido hoy por el insulto y la descalificación de la peor educación. Por la chabacanería que combatía Olózaga y respetaban, no sin desasosiego, sus adversarios, que no enemigos, políticos. Se impone, por algunos que quieren abanderar la erradicación de la “vieja política”, un lenguaje de ninguna calidad intelectual que evidencia las carencias de quienes habiendo aprovechado la oportunidad del salto a la arena política, no han descubierto, todavía, que la arenga y el mitin vacuo, e inocuo, no deben formar parte de la actividad parlamentaria. Que se ha de ofrecer un discurso dialectico construido desde argumentos que tienen que ver con el objeto del debate y no con la oportunidad que los turnos de palabra brindan para arrancar un aplauso de los suyos y un titular en los medios.
Pero incluso, después de aquél vibrante siglo de calidad parlamentaria, la actividad de las Cortes posteriores a la recuperación de la democracia, fue, también, escenario de debates cargados de contenido y duros enfrentamientos dialécticos, desarrollados, sin embargo, desde la educación y la cortesía siempre exigidas, y más en la actividad de los representantes de la soberanía nacional.
La irrupción en el Congreso de los Diputados de fuerzas políticas más próximas a posiciones “antisistema” que a la contribución a una Sociedad más equilibrada y justa no dejan de representar un cierto retroceso en la calidad de nuestra de nuestra democracia.
Lo vivido en las últimas sesiones del Congreso en las que el representante de un Grupo parlamentario, queriendo ofrecer una ridícula imagen de “frescura” parlamentaria hacía gala de haberse “empollado” el diccionario de sinónimos escogiendo de él los más groseros y zafios, evidencia que incluso para poder dar respuesta seria y respetuosa a un adversario político, la inteligencia y un grado, por mínimo que pueda ser, de cultura, han de presidir las intervenciones. Uno recuerda ahora las respuestas, tan exquisitas como duras y difíciles de digerir, de Churchill, Castelar, Cánovas, Kennedy, y otros muchos, a quienes les atacaban en un debate parlamentario. Lo que no ofrece duda es que la política actual es capaz de consagrar a cualquiera, pero no hacer de ellos un buen político y menos un gran orador.
La política es el arte del buen gobierno, y cuando se opina sobre los asuntos públicos se trata de influir en los demás, para lo cual el tono y el lenguaje empleado son fundamentales. Gobernar a un pueblo, a un país, no solo es dar órdenes o aprobar acuerdos o decretos. Gobernar es “marcar estilo” en todos los aspectos, incluso, o también, desde un punto de vista ético y estético. La convivencia en paz y libertad, sólo es posible si está basada en el respeto a los demás. Opino que en una democracia se puede decir y hacer lo que uno quiera, siempre y cuando, por un lado, se acepten por todos las reglas de juego, y, por otro, no se falte el respeto al adversario. Porque el relativismo moral, el “todo está bien”, el “no quiero problemas”, el “que hagan lo que quieran” etc., nos está llevando a que, cualquiera que crea en algo, nos esté imponiendo sus condiciones y faltando al respeto y, en consecuencia, aunque no queramos darnos cuenta, terminemos cayendo en la sumisión. Los partidos políticos están para complementarse no para ser enemigos, y los políticos para defender a la Sociedad Civil con honradez, lealtad, sabiduria y educación, procurando conseguir el máximo bienestar social para todos los españoles
Debe haber para la sociedad política un código ético y de buena conducta, al igual que lo hay para la sociedad civil y para la empresarial, exigible para sus militantes y cargos públicos. Y es que en política no basta con tener ideas: También hay que “saber estar”. A Borges se le atribuye una frase redonda: "Joven, ya he oído sus insultos, ahora querría oír también sus argumentos". Pues ese es el problema: quien no tiene ideas ni juicio sobre las cosas acaba recurriendo a los adjetivos gruesos, en el fondo, un modo de violencia, o generador de ella.
VICENTE BENEDITO FRANCÉS Vía VOZ PÓPULI
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