Judicializar la vida pública es mala cosa. Sobre todo, aplicando la legislación a burdas prácticas que tienen más que ver con la indigencia intelectual que con el reproche penal
Cassandra, la tuitera de Murcia sentada en el banquillo de la Audiencia Nacional. (EFE)
La homofobia, el antisemitismo, el racismo, la islamofobia, el negacionismo, y, en general, los llamados delitos de odio -en especial los dirigidos a minorías sin capacidad de defenderse- no son nuevos. Forman parte indeleble del conflicto social. Lo singular es su enorme velocidad de circulación a partir del uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información. En particular, a través de las redes sociales, convertidas en un eficaz método de degradación moral del adversario.
Nada nuevo bajo el sol. Arthur Koestler denunció hace muchos años los métodos del estalinismo para desprestigiar a las instituciones y a los 'traidores' a través de las célebres correas de transmisión, que no eran otra cosa que rudimentarias redes sociales para hacer política, pero también para liquidar la dignidad del adversario a través de su capacidad de influencia.
Los sistemas democráticos no han escapado de esa falta de escrúpulos. Cuando en 2005 se desclasificó -por salud democrática- parte de los archivos oficiales del FBI, se descubrió algo que muchos sospechaban. Durante la época de Hoover, la oficina federal de investigación se había convertido en un Estado dentro del Estado. El FBI se había transformado en una cloaca nacida para filtrar documentos mendaces a la prensa y desprestigiar a quienes luchaban por los derechos civiles o contra la guerra de Vietnam. Posverdad en estado puro.
Muchos individuos han asimilado los comportamientos más turbios de algunos aparatos del Estado para humillar a quien no les gusta
La consolidación de las democracias arrinconó -al menos en parte- estas prácticas inmorales propagadas por los aparatos más sucios del Estado. Lo paradójico es que las redes sociales han recogido esa estrategia y hoy, de alguna manera, se han convertido en un lodazal donde se ultraja a personas e instituciones con la mayor impunidad. Por decirlo de una manera directa, muchos individuos -no se puede hablar de ciudadanos- han asimilado los comportamientos más turbios de algunos aparatos del Estado para humillar a quien no les gusta.
La respuesta que han dado algunos gobiernos a esta repugnante práctica ha sido el reproche penal. Y eso explica el endurecimiento de la legislación para frenar tan detestable comportamiento. La Ley Orgánica 1/2015 -impulsada por el actual Gobierno- refleja con claridad esa intención política. Pero el resultado ha sido algo más que discreto. El legislador pretendía proteger la libertad, pero en realidad está sucediendo lo contrario. Es la libertad la que se ve amenazada por lo políticamente correcto.
Un problema de orden público
La sociedad, a medida que se ha endurecido la legislación, se ha vuelto más intolerante. Hasta el punto de que lo normal sea esgrimir el código penal para sofocar determinados comportamientos. Es decir, se pretende tratar como un problema de orden público lo que acontece en esa jungla que son las redes sociales. Cuando su naturaleza es completamente distinta.
La polémica de los titiriteros, el autobús de Hazte Oír o, más recientemente, el caso de Cassandra Vera forman parte de ese reflujo en las libertades al pretender el legislador o la propia opinión pública dar una respuesta penal a asuntos que hay que vincular a la mala educación, a la ignorancia o, simplemente, a la estupidez humana. Algo que explica la abundancia de peticiones para que actúe la fiscalía general del Estado, la guardia civil, la policía y hasta el mismísimo sursuncorda para evitar descalificaciones o mofas. Ya sabe que es España es un viejo país de leguleyos donde muchos creen que los problemas se resuelven acudiendo a los tribunales.
Esa judicialización de la vida pública, curiosamente, acerca el comportamiento de sectores que a priori debían ser antagonistas, pero que, paradójicamente, siempre encuentran idénticos argumentos para esgrimir el reproche penal en lugar de la sanción administrativa. O, simplemente, la callada por respuesta, que es la mejor manera de neutralizar las idioteces.
A la vista de las horas de televisión que se destinan a esos grupúsculos y macarras de internet, daría la sensación de que este es un país de descerebrados
Los populismos de derechas se sienten ultrajados cuando sus símbolos son ridiculizados, como si el humor o la teatralización de la realidad (aunque sea ácida y hasta cruel) no estuvieron amparados por el sistema de libertades. Qué otra cosa es la democracia. En la misma línea, los populismos de izquierdas convierten el paso de un autobús pintado con símbolos de mal gusto en un asunto de Estado. Como si la dignidad de quienes sufren la marginación lo pudiera manchar un ridículo grupo que sólo busca publicidad gratuita y que, precisamente, pueden llegar a ser algo más el futuro por una presencia mediática absolutamente abusiva.
Intolerantes e intransigentes
Más allá de este comportamiento, sin embargo, lo relevante es que, habida cuenta de la importancia que se da a estos asuntos, parte de la sociedad tiende a más intolerante e intransigente con quien no piensa de la misma manera. Y lo que es peor, amamanta el miedo al adversario como una opción política, lo que explica, en parte, la eclosión de los populismos.
De hecho, y a la vista de las horas de televisión que se destinan diariamente a esos grupúsculos y macarras de internet, daría la sensación de que España es un país invadido por descerebrados que en vez de leer o a pasear se dedican a insultar. Y aunque es verdad que los hay, la calle, la gente, o como se quiera decir, es mucho más inteligente y le preocupan sólo lo justo las majaderías. Cassandra, los titiriteros o Hazte Oír no serían más que un esputo disparado por memos.
Pensar que la dignidad de una persona cabe en 140 caracteres es ridículo. Como ponerse solemnes con fechorías de cartón piedra.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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