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sábado, 29 de abril de 2017

ESPAÑA, UNA RAZÓN DE NUESTRO TIEMPO



El problema de España, España como problema, España sin problema, la España sin pulso, las dos Españas, la tercera España, la España invertebrada… Nuestros libros de historia agrupan las referencias a una angustia, a una inseguridad, a un complejo de falta de realización. 

Pero también invocan una empresa apasionante, una tarea cívica incansable, en cuya realización se define el carácter de una nación. No hay comunidad política que, disponiendo de tan sólidas raíces en el tiempo y en la cultura de Occidente, se haya interrogado sobre su consistencia, su pasado y su viabilidad con tal conmovedora y arriesgada inquietud. 

Para los tramposos portaestandartes del separatismo, ese debate confirma la flaqueza histórica de nuestra nación: la congoja de innumerables pensadores, la infatigable meditación en torno a nuestra trayectoria colectiva, son pruebas de la flaqueza de España, manifestaciones lánguidas de los vanos esfuerzos por definir lo que solo tiene entidad en los calentones de los fabricantes de sueños y los ángeles custodios de un paraíso artificial.

Es un argumento falaz y chapucero, desde luego. Porque si esta mirada angustiosa lanzada a la nación fuera siempre la expresión de una patria imaginaria, no sé en qué lugar habríamos de colocar las alucinadas maquinaciones de historiadores, politólogos y voceros del nacionalismo catalán para justificar el ser, el no ser, el cómo ser o la voluntad de ser con que se intenta constituir una conciencia colectiva antagonista de la española. Por otro lado, la acusación se desmorona ante el recuerdo de lo que verdaderamente ha sido, hasta hace bien poco, esa reflexión conflictiva sobre España que jamás puso en duda su existencia. 


Antes al contrario, esa incesante meditación trató de ofrecer los mejores medios para convivir en una democracia moderna con un patriotismo creativo e integrador de la diversidad. El dolor de España de nuestros pensadores nos enseñó no solo la manera de ser leales a nuestra tradición sin ser inmovilistas sino también los proyectos cívicos que sostendrían una nación en la que el pueblo, el Estado, la cultura y el bienestar apoyaran la decisión unánime de vivir entre los países con los que compartimos una misma civilización, libres e iguales en nuestra comunidad esperanzada.

Nunca como en estos años de crisis se había producido una impugnación tan severa de la unidad nacional. Y no es menos cierto que solo en estas circunstancias, de expropiación de nuestra identidad cultural y del bienestar económico, ha podido crecer una agresión de tal envergadura al patriotismo español. El separatismo no ha brotado en el paisaje diáfano y fraterno de una ilusión colectiva. Ha surgido en un campo azotado por la tiniebla, la inseguridad económica, la voladura de certezas imbatibles. Ha nacido en el fondo de ese cenagal de tristeza, de insufrible desarraigo y abandono personal, tan propicio siempre a fabricar mitologías sustitutorias de los sanos proyectos del reformismo y de las propuestas de recuperación de la cohesión nacional herida.

Es la primera vez en nuestra historia, con tantos capítulos de conflicto y guerra a sus espaldas, en que la continuidad misma de nuestra patria ha sido puesta en duda. Es la primera vez, también, en que, como efecto de una crisis tan profunda, precedida de un tiempo de estúpida despreocupación por la cultura, en que la irrelevancia del discurso separatista ha llegado a cobrar una fuerza innegable. Y, como lo hace cualquier secesionismo, teniendo que afirmarse sobre la negación de la realidad histórica y presente de España. Solo en estos últimos años el nacionalismo separatista, bien flanqueado por ese rancio populismo que se cree flamante innovador de ideas en el mundo, proclama con cierta audiencia que España es una falsedad, una pura carcasa institucional de piezas administrativas y hábitos funcionariales, cuyo Estado es un artilugio de una inexistente comunidad.

La fuerza de esta impugnación hace que debamos revisar el lugar donde la respondemos, las razones con las que podemos y debemos restaurar una conciencia nacional. Porque nuestra continuidad no ha de basarse en la firmeza necesaria de un hecho jurídico, sino en esa percepción densa y unánime sobre la que se alza la legitimidad de una organización. La unidad de España no es el producto de la ley, sino su causa. Y debe ser vivida como una referencia moral para todos, un asidero fuerte, un marco de seguridad colectiva y una indispensable identidad en tiempos de insignificancia.

Los intelectuales españoles han de emprender una tarea difícil, a contracorriente de una indolencia política vergonzosamente compensada con un patrioterismo de barrio, de patio de recreo autonómico o con el desplante dialectal del localismo. Al nacionalismo separatista no se responde en exclusiva con la fuerza de los tribunales y, de ningún modo, con los espejismos de unas identidades subvencionadas, demasiado parecidas a la peor tradición caciquil de nuestra historia. A la segregación no se responde con la uniformidad artificiosa, ni con una dispersión alternativa que trata de emular los vicios disgregadores del separatismo. No se responde, desde luego, con ese silencio complaciente o cobarde sobre las razones de la unidad de España, que van mucho más lejos de una simple cuestión de gustos personales, sentimentalismo opcional o melancolía.

Se responde haciendo de la unidad de España una razón de nuestro tiempo. Nuestra unidad preservó a los españoles de ser balcanizados desde la Edad Moderna, presa de las ambiciones hegemónicas de potencias rivales. Nuestra unidad fue impulso movilizador para evitar nuestra absorción y nuestro desguace en soberanías diezmadas, como ocurrió a comienzos del siglo XIX en buena parte de Europa occidental. Esa unidad aseguró la existencia de una gran nación que construyó fatigosamente su integridad constitucional, expresión de una comunidad de ciudadanos libres. Fue ella la que inspiró la justa protesta modernizadora de las generaciones del 98 y del 14.

La unidad de España alumbró la ilusión popular y la dolorosa tragedia, cuando dos bandos de españoles lucharon entre ellos con su mismo nombre en los labios. Fue la que garantizó nuestra reconciliación y forjó nuestra democracia. Fue la que dio espesura a una nueva conciencia en la que se insertaron las aspiraciones y seguridades de un Estado de derecho. Esa unidad nos ha permitido integrarnos en espacios internacionales negociando el bienestar de todos con mayor potencia, sin convertirnos en una esquina atemorizada del continente. 


Es la que ha evitado que fuéramos rescatados en una operación financiera de tan graves consecuencias para nuestra prosperidad. Ha sido el marco de una cultura reconocida en todo el mundo como un tesoro que solo a un ignorante se le ocurriría despreciar. Ha sido un espacio de soberanía resistente en tiempos de globalización. Es un derecho de todos, no un bien individual que podemos ceder a otro, ni una sociedad anónima de la que retiramos nuestras acciones. Es el horizonte de nuestro patriotismo. Es la conciencia de nuestra continuidad en momentos de tan hondas fracturas. Es la razón visible de nuestra existencia duradera en el tiempo, en una época en la que casi todo muestra su insoportable fugacidad.
 



                                             FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR  Vía ABC

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