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domingo, 2 de abril de 2017

LA GLORIA DE UNA LENGUA

En el cruce de las décadas de los sesenta y los setenta, Occidente iba a asistir a los primeros indicios de agotamiento de un sistema de protección social y crecimiento económico que había estado vigente desde el fin de la segunda guerra mundial. 

Sin que lo supiéramos aún, sin que llegáramos a adivinarlo en algunos síntomas que tomábamos por accidentes superables, estaba a punto de iniciarse un nuevo ciclo en la historia del mundo, cuyos efectos últimos serían la inseguridad material, la crisis de la cultura moderna y las dificultades para mantener los pactos cívicos que edificaron la democracia parlamentaria.

España vivía aún en el tiempo adverso de una dictadura nacida en la tragedia de la guerra civil. Aquel permanente estado de excepción faltaba poco para que se cancelase, en el proceso de reconciliación nacional que viajaría, de la mano de la Transición, desde el exilio de las ilusiones colectivas al reino de la realización histórica. En los primeros envites del posmodernismo se presagiaba el desconcierto de hondas certezas afianzadas en un empeño de dos siglos, en tanto que en algunas dificultades monetarias, energéticas y comerciales empezaba a atisbarse la necrosis del mundo creado con la revolución industrial.

Parecía que, como tantas veces nos sucedió en el pasado, llegaríamos al paisaje de nuestra libertad en la atmósfera turbia de las dificultades económicas y las impugnaciones de los modelos constitucionales largamente disfrutados en el mundo libre.

Pero, mientras ese giro se advertía en muchos pequeños avisos que hoy, al meditarlos desde nuestra perspectiva resultan tan significativos, la literatura escrita en español proporcionaba una prodigiosa reivindicación de la vigencia de Occidente. Fue la gloriosa irrupción del idioma en un espacio cultural donde se anunciaba tanta penumbra. 

Fue la espléndida madurez de un español expresado con el acento de la América hispana, como una resistencia de lucidez y sensibilidad, como un acantilado de calidad expresiva y de convicción lírica ante una época que pronto dudaría de la eficacia estética y del vigor moral de nuestras tradiciones literarias.

La lengua española, hecha lengua hispana por la fragua de acentos, perspectivas, experiencias y sueños innumerables, vividos en dos continentes con el mismo idioma, vibró en aquel momento crucial de la historia de Europa. Y España volvió a ser vínculo indispensable entre las orillas del océano. En el admirable taller de cultura española que fue la Barcelona próxima a la Transición, residieron dos de las figuras fundamentales de aquel impulso regenerador. 

García Márquez cautivó con la imaginería de un mundo que brotaba, abundante y perplejo, lleno de seres que parecían llegados desde el lado más borroso del espejo de la historia. Su vida humilde y casi marginal era narrada con un caudal de palabras y una fuerza fabuladora cuya copiosa expresividad construyó un universo propio que desmentía la presunta debilidad de nuestro idioma para abordar los desafíos formales de la narrativa.

Junto al realismo mágico de García Márquez, se alzó el milagroso realismo de Mario Vargas Llosa. Su lenguaje era más sobrio, pero no menos ambicioso. No deseaba elevarse sobre la opulencia verbal de un mundo que se imaginaba a sí mismo, como una inmensa metáfora. Miraba desde la altura cruda y áspera de los protagonistas. Perfilaba a sus personajes sin concesiones a una fantasía que los difuminara como portadores de un tiempo histórico preciso. 

Tenía el tono amargo y esperanzado de lo mejor de la novela de la generación perdida estadounidense, su estilo compasivo sin cursilería, su tensión formidable de crónica de fondo, su exigencia moral solo justificada por su envergadura literaria. A la virtud de la invención, sumó Vargas Llosa el don de la crítica, o más bien de la invitación a una lectura cómplice, que exhibió magistralmente en “Una pasión no correspondida”, su prólogo a “ Madame Bovary”, obsequiándonos el festín de inteligencia y sensibilidad de quien comprende su oficio como homenaje perpetuo a una tradición.

El éxito de «Cien años de soledad» y de «El otoño del patriarca», de «La casa verde» y de «Conversación en La Catedral», acompañó el renovado interés de quienes descubrieron o volvieron a recorrer los paisajes lívidos e insomnes de las cenizas de la revolución mexicana que Juan Rulfo esculpió en su breve andadura. 

De quienes transitaron de nuevo por la dignidad del hombre que Roa Bastos rescató en las arenas del Chaco anegadas de sangre boliviana y paraguaya. 

De quienes saborearon otra vez el español de Carpentier, cuidado y exquisito, amplio y minucioso, vertebrando las peripecias caribeñas y atlánticas de los aventureros de la Ilustración. 

De los que se asomaron a la ceguera legendaria y dolorosa de Borges, la de la ironía de Dios que le “dio a la vez los libros y la noche” haciéndole más próximo el fervor de Buenos Aires «que antes se desgarraba en arrabales/hacia la llanura incesante». 

De quienes volvieron a dejarse llevar por la melodía obstinada de un mundo unánime, intemporal, ardiendo en el permanente regreso sobre sí mismo, de la «Piedra de sol» de Octavio Paz: «verde soberanía sin ocaso/como el deslumbramiento de las alas/cuando se abren en mitad del cielo». 

De quienes celebraron la concesión del premio Nobel a Miguel Angel Asturias en 1967 y a Pablo Neruda en 1971, homenaje no solo a «los sueños de todo un continente», sino también al idioma en que pudieron ser soñados.

En aquella encrucijada del mundo, y en el tiempo decisivo de esta nación, la irrupción de un soberbio impulso literario no fue solo un acontecimiento de carácter estético. 

Fue la gloria de la lengua hablándonos, con palabras precisas y hermosas, de los valores sobre los que habríamos de construir nuestro futuro. Fue la lengua compartida con la que llegábamos al conocimiento de nuestra más honda esperanza. 

La España que se levantó poco tiempo más tarde, sobre los fundamentos esenciales de nuestra cultura: la libertad difícil, el irrevocable sentido de la justicia, nuestro derecho a vivir con dignidad.



                                               FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC 

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