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domingo, 30 de abril de 2017

LOS 550 DÍAS MÁS ODIOSOS DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

Ninguna ley se ha aprobado en lo que va de legislatura. Tampoco en la anterior. 550 días sin que el Congreso haya cumplido una de sus funciones. Falla la separación de poderes

                             Albert Rivera y Mariano Rajoy tras la investidura del presidente del Gobierno. (Reuters)

 

 En la página web del Congreso se puede leer un registro administrativo sorprendente, y que, en cualquier otro país, hubiera movido los cimientos del sistema político. Desde que comenzó la actual legislatura –hace ahora medio año Mariano Rajoy pronunció su discurso de investidura–, el Congreso de los Diputados no ha aprobado ni una sola ley ordinaria. Tan solo ha sacado adelante pequeñas modificaciones de dos leyes orgánicas referidas a la reforma de la ley de estabilidad presupuestaria (esencial para que las CCAA pudieran seguir funcionando) y una reforma sucinta de la ley electoral. "No existen leyes aprobadas", dicen los encargados del registro con una sinceridad que pasma.

Al menos, y por razones de urgente necesidad, en lo que va de año se han presentado seis reales decretos-ley, pero uno de ellos decayó tras ser rechazado por la mayoría de la Cámara (el de los estibadores). Ninguno de gran relevancia. Tampoco se han aprobado reales decretos legislativos, lo que da idea de la parálisis del Congreso más allá del ruido mediático que generan periódicamente declaraciones malsonantes o burdas estrategias.
Como es evidente, la transcendencia del colapso legislativo sería menor si el actual periodo de sesiones hubiera sido el 'habitual', pero sucede que comenzó su andadura tras la fallida última legislatura: casi un año sin Gobierno. Eso quiere decir que desde el 27 de octubre de 2015 no ha salido ninguna ley del parlamento. Es decir, han pasado 550 días sin que el Congreso y el Senado hayan cumplido una de sus funciones fundamentales: aprobar leyes.
El parlamento carece de personalidad política propia y hoy es un auténtico pelele en manos del Ejecutivo, lo que permite todo tipo de tropelías
La última norma que vio la luz tiene que ver con los privilegios e inmunidades que se conceden a los países extranjeros o a las organizaciones internacionales con sede en España. Como se ve, un asunto de gran transcendencia para el segundo país con más desempleo de la Unión Europea (tras Grecia).
La ausencia de leyes no solo es un problemas político, social y económico, sino que es también un desafío a la separación de poderes. Máxime, cuando la arquitectura institucional que llevó al país a la ruina y a perder casi cuatro millones de empleos sigue incólume. Intacta. El parlamento carece de personalidad política propia (resultan agobiantes los múltiples vetos del Gobierno sin que el Constitucional diga nada) y hoy es un auténtico pelele en manos del Ejecutivo, lo que permite todo tipo de tropelías. De este Gobierno y de los anteriores.

Brazos de madera

La baja calidad de la democracia española no es, desde luego, un asunto nuevo. La 'jibarización' del sistema parlamentario tiene que ver, sin duda, con el sistema de representación, lo que convierte a diputados y senadores en meros brazos de madera que suben y bajan la cartulina del voto de forma mecánica en función de lo que diga el jefe de filas.
Más allá de este aspecto de carácter general –un problema que la democracia española no ha sido capaz de resolver en 40 años–, lo relevante es que la ausencia de acuerdos entre partidos hasta alcanzar una mayoría suficiente para aprobar leyes suscita la idea de que este país solo puede ser gobernado por mayorías absolutas, sambenito que recuerda a esa peregrina idea que decía el franquismo de que los españoles no estaban preparados para la democracia. Una especie de totalitarismo silencioso que ahoga la política y hasta los sistemas parlamentarios.

El portavoz del PP, Rafael Hernando (d), conversa con el del PSOE, Antonio Hernando (i). (EFE)
El portavoz del PP, Rafael Hernando (d), conversa con el del PSOE, Antonio Hernando (i). (EFE)
Se trata de un argumento verdaderamente ridículo. Hace 40 años, este país avanzó con los consensos necesarios para aprobar la Constitución o los Pactos de la Moncloa en un contexto bastante más difícil que el actual, lo que quiere decir que –al contrario de lo que suele creer– la ausencia de pactos no está en el ADN de los españoles, sino en la existencia de una mala clase política que está en campaña electoral de forma permanente. Algo que explica que la política se vea siempre en términos de vencedores y vencidos, lo cual es verdaderamente absurdo cuando más de las dos terceras partes del Congreso tienen posiciones muy cercanas sobre los grandes asuntos del país. Lo demás es pura retórica.
Hay quien piensa que el partido del Gobierno es el principal interesado en trasladar a la opinión pública la idea de que es la oposición –todos salvo Ciudadanos– quien sabotea cualquier pacto para justificar (después de aprobarse los presupuestos de 2017) un adelanto electoral. Por el contrario, el Ejecutivo esgrime que no cuenta con mayorías suficientes –probablemente con razón– para sacar adelante nuevas leyes, lo que explica que asuntos de tanta transcendencia como la reforma de las pensiones o la reforma de la financiación autonómica(que afecta a materias tan relevantes como sanidad, educación o dependencia) se estén tramitando por la vía lenta.
Los ciudadanos eligen a a sus diputados para que hagan leyes, no para convertir el hemiciclo en una tertulia política. Ni en un plató de televisión
Mariano Rajoy cometería un grave error si apuesta por esa estrategia que supondría un uso arbitrario del poder. Lo que probablemente sea bueno para el PP en términos electorales –siempre que la corrupción no acabe por anegarlo todo–, no tiene por qué ser bueno para el país. Y lo mismo cabe decir de los partidos de la oposición, que tiene un compromiso político con la gobernabilidad. Y aunque es verdad que el Partido Socialista está en pleno debate sobre la elección de un líder, parece obvio que si el Gobierno no existe legislativamente, tampoco existe la oposición, lo que no es incompatible con que el parlamento tenga autonomía a la hora de proponer leyes.
De lo contrario, se estaría ante un auténtico secuestro de la democracia. Los ciudadanos eligen a a sus diputados para que hagan leyes, no para convertir el hemiciclo en una tertulia política. Ni mucho menos en un plató de televisión como le gusta a Podemos. Al fin y al cabo, "la libertad", como decía Isaiah Berlin, “no es libertad para hacer lo que es irracional, estúpido o erróneo". Ni en un sentido, ni en otro.

                                                  CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL

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