Asumiendo un cierto, y razonable, riesgo no puedo renunciar, por comodidad personal, a una obligada reflexión sobre uno de los más graves problemas de la humanidad y, desde luego, del mundo de hoy, del mundo del siglo XXI. El siglo de las revoluciones tecnológicas. Y más, hacerlo sin ser experto en la cuestión. Sin embargo, casi nadie es experto en casi nada y eso no nos disculpa de la obligación moral de manifestarnos sobre todo aquello que afecta a nuestra sociedad. El “tema” -y ahí se comienza a ser distante por comodidad- de la inmigración me preocupa por cuatro razones elementales: la primera, porque pienso que toda persona tiene derecho a buscar una vida mejor allí donde crea que pueda encontrarla; la segunda, porque se me ponen, literalmente, los “pelos de punta” cada vez que veo, o leo, demasiado recurrentemente, noticias de alguna tragedia en el mar, o de los abusos y vejaciones que sufren algunos inmigrantes por parte de los desaprensivos que les transportan hacia ese añorado paraiso; la tercera porque algunos de ellos vienen no a buscar una vida mejor sino, sirviéndose de la tragedia, enmascararse de refugiado con la finalidad de llevar a cabo atentados terroristas; y, la cuarta, porque creo que la sociedad en la que vivo debe conservar su identidad y mejorar, día a día, su nivel de convivencia.
Nunca en la historia de la Humanidad tanta gente se ha movido tanto, y nunca lo han hecho con la firme voluntad de permanencia en el lugar de destino. Pero es en los últimos diez años, y más acentuado en los últimos cinco, cuando verdaderamente empezamos a hablar del grave problema de la “inmigración”. Los que vienen ya no son de nuestro país, la gran mayoría, no hablan nuestra lengua ni conocen nuestras costumbres. Vienen de mundos, quizá mejor expresado, “submundos” en los que la supervivencia resulta imposible. Y en razón de ello, su objetivo no es otro que sobrevivir de cualquier manera y en cualquier otro lugar, por alejado que pueda estar. Salir de sus lugares de origen, aún cuando lo sea en condiciones también infrahumanas, es la razón de su propia existencia. Desde la confortabilidad de nuestras vidas en una sociedad moderna, el egoísmo de no querer ver la realidad, y hacerla nuestra, nos conduce a identificarlos por sus lugares de origen (”lituanos”, “rumanos”, “rusos”, “colombianos”…), o bien según por su raza o religión (“moros”, “negros”, “musulmanes”, “marroquíes”, “africanos”, “chinos”…). Es a ellos a quienes nos referimos cuando hablamos de “inmigración”.
Pero también hemos de diferenciar, sin duda alguna, entre inmigración por pobreza extrema, e inmigración por desplazamientos consecuencia de guerras crueles que afectan a pueblos enteros. Personas que huyen de las mismas por tener la necesidad de sobrevivir en lugares alejados de la destrucción y desolación de sus pueblos y ciudades. Ahora estaríamos refiriéndonos a los “refugiados”.
Nos enfrentamos entonces a dos formas de identificar la inmigración, y, derivado de ello, a tener que aceptar que las soluciones para tratar una y otra, han de ser distintas. La inmigración tradicional ha de estar controlada en los países de destino para que dicho fenómeno no se convierta en un grave problema por no poder atender a esa cantidad ingente de personas, al no contar con empleos para todos. No poder ofrecerles una salida digna conduce a que sin trabajo, y con la necesidad de sobrevivir, los veamos deambulando por nuestras calles, reunidos en grupos en las esquinas o en los bancos de las plazas, hablando lenguas que no entendemos, y a los que muchos evitamos pasar por su lado cambiando de acera. Son estas gentes de las que tenemos conocimiento, más o menos directo, que viven, muchos más de los que debieran, hacinados en pisos o casas alquiladas, la mayoría en dudoso estado de conservación, y que, por su número, por su hábitos tan distintos, terminan generando problemas de convivencia con sus vecinos. Son los que frecuentan los contenedores, los que venden objetos ilegales o falsificados (que tanto irritan, con razón, a nuestros comerciantes) y a los que atribuimos, con razón o sin ella, cualquier hurto o altercado. Y, sin embargo, en principio al menos, han llegado aquí para trabajar. Para hacerlo en aquello en lo que los ciudadanos nacionales ya no quieren realizar. Labores que el desarrollo de nuestra sociedad destina para “otros”, para “esos”.
Las soluciones para esta forma de inmigración, que ha existido desde que existe el hombre, pasan, en determinadas circunstancias, por acudir al origen, al foco del problema. Por ayudar, e invertir, en los países de procedencia, por ejemplo, en el África subsahariana; por controlar, con convicción y compromiso, a las mafias que trafican con seres humanos. Por trabajar, en nuestro caso, desde Europa en la gestión responsable y eficiente de las llegadas indiscriminadas de cientos de miles de personas que aspiran a mejorar sus condiciones de vida lejos de la miseria de sus lugares de origen. Por garantizar, también y sin duda alguna, la seguridad de nuestras fronteras y costas. En definitiva, por reconocer el problema y “dar la cara” frente al mismo. Es decir asumiendo su realidad y trabajando en las soluciones reales del mismo. Sabiendo que quienes no puedan ser acogidos han de ser civilizadamente retornados.
La otra forma de inmigración enunciada, la de los refugiados que huyen de las guerras que asolan sus países, ha de tener soluciones específicas. El problema del terrorismo en el mundo es hoy una de las más preocupantes cuestiones en materia de seguridad. Conciliar solidaridad y seguridad nacional se hace verdaderamente difícil si ambas se entrelazan, intencionadamente, por quienes aprovechándose del dolor y la tragedia se enmascaran en el papel de refugiados, pretendiendo sembrar, con la muerte indiscriminada de inocentes, el pánico que haga vulnerables a las sociedades infieles de occidente.
Tener la mesura necesaria que la gravedad del problema exige, reclama, de los dirigentes políticos, acciones coordinadas a nivel global que analicen esta tragedia con visión fría pero sensible a lo que ello representa. Es extraordinariamente difícil combatir este tipo de terrorismo moderno. Hay que ser conscientes de ello y trabajar en soluciones profundas para acabar con él, identificando el perfil de los eventuales terroristas en las sociedades en las que habitan, o las que retornan. Controlar, y contrarrestar sus mensajes y acciones de reclutamiento; compartir, los estados que luchan por acabar con ellos, toda aquella información de la que disponen sobre esos grupos terroristas; o el uso de la fuerza, coordinada, en sus estados-base, etc.
Es obvio que en esa dialéctica, se corre el serio riesgo de que puedan terminar pagando “justos por pecadores”. Y es obvio, también, que la sociedad moderna no puede caer en la generalización frívola de considerar terrorista a cualquier refugiado. Es determinante saber conciliar seguridad y solidaridad. No pretender resolver tan graves problemas desde el aislacionismo y el levantamiento de muros. Desde la exclusión y la marginalidad. En palabras del Papa Francisco, profundizar todos en ¿cómo garantizar el difícil equilibrio entre seguridad y libertad?.
VICENTE BENEDITO FRANCÉS Vía VOZ PÓPULI
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