Es la primera vez en la historia de la democracia española que un presidente del Gobierno es llamado a declarar en un juicio oral
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (i), pasa revista a un batallón durante su viaje a Brasil. (EFE)
La inevitable renuncia de Esperanza Aguirre, ejecutada con un texto pensado para llevarse por delante al presidente del Gobierno, es el penúltimo episodio de un Partido Popular que había entrado en una fase bonancible y que ahora se encuentra en otra de colapso sobrevenido. Las dimensiones de la operación Lezo, por una parte, con el cortejo de consternaciones varias que implica para la opinión pública y la militancia popular el adiós de la lideresa, y la resolución de la Audiencia Nacional, dictada ayer, por otra, y de la que parece interpretarse que Mariano Rajoy deberá declarar presencialmente en el juicio oral de la primera causa del caso Gürtel, componen un cuadro de situación inquietante para el Gobierno, su partido y, por derivación, para la estabilidad política de España.
Es muy difícil que Mariano Rajoy salga airoso del interrogatorio al que le cita la Audiencia Nacional cuando sus ocupaciones políticas se lo permitan. Como testigo, el presidente del Gobierno es un tercero ajeno a la responsabilidad de los comportamientos delictivos que se juzgan y que aporta su conocimiento sobre el relato de los hechos sometiéndose a las preguntas de las partes. Al conocimiento del asunto que proporcionan los testigos se le denomina procesalmente “razón de ciencia”. Como testigo, el presidente tiene la obligación ineludible de comparecer; de decir la verdad, jurando o prometiendo hacerlo, obligación de la que sólo queda excusado si los delitos afectasen a familiares directos. También puede silenciar respuestas que violasen, de contestarlas, secretos oficiales.
Comenzará a preguntarle la parte que le ha propuesto como testigo –no precisamente favorable, en este caso-, luego el fiscal, más tarde los acusadores y, por fin, las defensas. El tribunal puede inadmitir preguntas impertinentes o inútiles para el esclarecimientos de los hechos; al testigo se le pueden exhibir documentos para su reconocimiento y, eventualmente, comentario y, en último término, las partes pueden pedir careo con otro testigo y con el propio acusado. Al final de su declaración el presidente del tribunal puede pedirle aclaraciones sobre los hechos por los que ha sido preguntado pero no podrá introducir hechos sobre los que no ha versado el interrogatorio.
Si sabía, puede ser cómplice, y si no, ignorante de lo que ocurría en su partido. En estas circunstancias, y por mucho ánimo que eche al trance, no le irá bien
Este es el panorama al que se enfrenta el presidente del Gobierno. Si el tribunal no disciplina a las partes para que éstas se atengan a los hechos que se enjuician y no haya preguntas referidas a los que se contemplan en otras causas, Mariano Rajoy puede salir más muerto que vivo –políticamente hablando- de esa sesión del juicio oral. Y aunque no ocurra tal cosa, será digno de ver cómo el jefe del Ejecutivo cuando sea preguntado dice saber –malo- o no saber –también malo-. En el primer caso porque si sabía, puede ser cómplice, y si no sabe, ignorante de lo que ocurría en su propio partido. En estas circunstancias, y por mucho ánimo que Rajoy eche al trance, no le va a ir bien.
Además, es la primera vez en la historia de la democracia española que un presidente del Gobierno es llamado a declarar en un juicio oral. Es cierto que no es requerido en su condición de jefe del Ejecutivo sino del PP, pero ¿cómo se distinguen en términos políticos ambas condiciones en una sala penal? Felipe González también fue testigo en el Tribunal Supremo en el caso de los GAL pero ya no era presidente y, además, fue a puerta cerrada. Si en el caso de Rajoy su declaración –como parece- es presencial, no hay policía de estrados que valga: el tribunal no tiene motivo a estas alturas para declarar la vista a puerta cerrada.
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