Claro, quién se lo iba a decir los que firmaron el Tratado de Roma. Era 1957, el año en el que John Lennon conocía a Paul McCartney en Liverpool tras una actuación de The Quarrymen, la primera banda de Lennon. La música, ya lo sabemos, nunca volvería a ser lo mismo después de ese encuentro. La política, después del Tratado de Roma de 1957, tampoco. Si Lennon y McCartney pusieron banda sonora a la vida de varias generaciones, la Unión Europea dibujó un marco político e identidades compartidas a otras tantas generaciones. Quizá algún día podamos volver a 1957 en un DeLorean como el de Marty McFly para dar las gracias. Mientras, qué remedio, tendremos que hacer sonar el Come Together de John Lennon y esperar a que el mensaje cale entre los europeos de hoy.
Lo que firmaron la República Federal de Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos germinó en el experimento de integración supranacional más innovador, avanzado, vanguardista y eficiente de la historia de la humanidad: naciones libres y democráticas que, por propia voluntad, deciden encontrar un espacio en común. Sesenta años después, podemos decir que Europa existe como algo más que localización geográfica o la entelequia que describía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Europa es una entidad política, social y económica. En 60 años, la Unión creció hasta 28 miembros (27 en breve, tras la salida de Reino Unido), llegó a los 500 millones de personas y multiplicó su Producto Interior Bruto más de siete veces.
Pero 2017 pinta mucho peor de lo que dicen los datos. No es solo que Reino Unido haya decidido marcharse, tampoco que Donald Trump haya tomado posesión como presidente de Estados Unidos con postulados abiertamente favorables a la desintegración europea. Tampoco es solo que haya infinidad de partidos eurófobos emergentes a lo largo y ancho del continente –con las honrosas excepciones de España, Portugal e Irlanda–. Tampoco que muchos de estos partidos puedan ganar elecciones o formar parte de las coaliciones de gobierno, imponiendo sus postulados más duros o moviendo a los partidos tradicionales hacia sus posiciones para no perder votantes o por exigencias de los pactos. No solo es todo lo anterior. Es que los propios europeos empiezan a dejar de creer en que la integración europea es lo mejor que nos ha podido pasar como europeos.
Hay gobiernos dentro de la Unión que llevan ya un tiempo practicando el autoritarismo y la hostilidad frente a las sociedades democráticas y pluralistas. Es el caso de Hungría o Polonia. Es también lo que subyace en la elección de Donald Trump o en el voto favorable al Brexit. Es, por supuesto, lo que se juega en las elecciones francesas, el verdadero match point para una Unión que puede sobrevivir sin Reino Unido pero no sin Francia.
El asedio al pluralismo se enmascara con discursos ‘democráticos’ de ‘empoderamiento popular’ frente a siniestras élites transnacionales, de ‘soberanía’ frente a poderes no elegidos o de odio y suspicacias frente al diferente. Pero por mucho que se camufle, de una u otra, manera la realidad es que el germen del autoritarismo y del desprecio a la democracia es siempre el mismo. Es peligroso y no termina bien, y aquí deberíamos saberlo mejor que nadie. Sin embargo, ya ven, nadie parece acordarse.
El discurso victimista de esas clases medias europeas ‘perdedoras de la globalización’ ha calado, del mismo modo que la inmigración es ya, y no hay manera de evitarlo, uno de los temas principales que preocupan a los europeos. No hay debate europeo que no lo contemple. Esta es la realidad europea 60 años después del Tratado de Roma: es una entidad que no tiene, ni mucho menos, asegurada su supervivencia y que sigue en un estado de impasse digno de tragicomedia griega. Los europeístas se han retirado del debate público y se han recluido tras los datos y los números.
El campo está abonado para que los eurófobos planten semillas de esperanza en unas poblaciones asustadas que han sufrido una larga crisis económica en un momento de cambios globales intensos y no necesariamente positivos. La narrativa, el relato. Todo eso que se están inventando sin que nos demos cuenta de que ya tenemos generaciones europeizadas, nacidas dentro de la Unión, que la sienten como parte de su realidad diaria y que por eso mismo solo exigen que funcione.
Hemos llegado hasta aquí juntos, pero seguramente ya sea el momento de plantear el escenario de la Europa a varias velocidades. Grupos de países que lideren la integración y que no esperen a quien tampoco se iba a sumar de ninguna manera. La buena noticia es que España, tiene pinta, estará en ese grupo de vanguardia. Come Together, europeos, para que dentro de 60 años no tengamos que llorar la bandera azul con estrellas amarillas en un memorial en un parque llamado Strawberry Fields Forever.
JAVIER GARCÍA TONI Vía VOZ PÓPULI
*Javier García Toni es cofundador de Con Copia a Europa.
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