La inclinación del
hombre al bien es el producto de su relación permanente con Dios y de su
anhelo de corresponder al piadoso acto de su creación. Pero también es
el resultado de su labor en la comunidad y de las orientaciones
capitales que en ella lo constituyen como persona.
El católico no es un individuo aislado, que establece una burda escisión
entre el campo de la fe y el territorio del amor. No sufre una
alienación irracional en su contacto con Dios a expensas de una fe
sumisa y ciega, ni rige su vida por el pragmatismo entristecido de quien
solo espera salvarse por esa fe humillada.
El católico actual
procede de la raíz más honda del cristianismo, que considera la
existencia colectiva del hombre en la tierra parte esencial del proyecto
de salvación. Procede del mensaje diáfano de Jesús, para quien la
trayectoria de la persona está decisivamente vinculada a la facultad de
alcanzar la eternidad, no como un derecho, sino fruto de la misericordia
divina, que concede a sus criaturas la libertad para salvarse o
condenarse.
Como testimonio de la alianza renovada
entre Dios y el hombre, el bautismo consagró el compromiso de Jesús con
el género humano, libre ya del pecado original. La oración del Hijo al
Padre, el Padrenuestro, y la instauración del modelo de conducta
comunitaria en el Sermón de la Montaña establecen el momento inaugural
de nuestra historia.
Fue la milagrosa
actualización de lo que hasta entonces había sido tradición sagrada de
un solo pueblo. La fe en Dios y la obligación de amarlo sobre todas las
cosas. Y el amor al hombre, manifestado en el respeto a la ley mosaica,
pero pronunciado con un nuevo lenguaje de ternura y piedad abrumadoras,
que nos transmitía el significado de la caridad y la fibra más íntima
de nuestra esperanza.
Dios se hizo hombre y dejó de
hablar desde un espacio ajeno a él, sin perder, por ello, su autoridad
omnipotente y eterna bajo la que la historia se definía. Pero, desde el
nacimiento de Cristo, pasó a vivir también en el seno de la historia,
como Dios y como criatura de Dios. Como Padre y como Hijo. Como Dios y
como hombre. Y esa llegada de Jesús, la gran Encarnación, su prodigiosa
epifanía nos hizo a Dios inteligible. Porque solo siendo verdadero
hombre, el Hijo de Dios pudo instaurar la vida nueva de la humanidad
entera.
Sus palabras devinieron
cálidas y fraternas, al proceder de alguien semejante a nosotros. Jesús
era el compañero, el que se cansaba, el que sufría, pasaba hambre, se
entristecía o se alegraba con sus amigos y sus discípulos. El que
celebraba las fiestas de la tradición. El que respetaba la ley, pero
propiciaba su modernización, porque deseaba que el hombre dejara de
vivir solamente de la obediencia al mandato del Sinaí y descubriera en
la Creación el acto supremo de bondad, que le hiciera cantar la gloria
de Dios y, al mismo tiempo, le comprometiera en la construcción de un
mundo justo.
No somos individuos solitarios,
ensimismados en una fe temerosa y desolada. Somos, en la aridez de una
tierra endurecida por la maldad, la sal de un voluntario ejercicio del
bien que podrá fertilizarla. Somos, en medio de esta oscuridad terrible
de violencia, pobreza e inmoralidad, los que custodiamos la voz de Jesús
y su mensaje de libertad y justicia. Como una invocación constante de
esperanza. Como un golpe de luz en la penumbra. Como un pulso que
golpea las tinieblas.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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