"Lutero pensó que podría alterar algunos dogmas sin que el edificio se resintiese. Y sólo consiguió desbaratarlo".
Juan Manuel de Prada
Señalaba Hilaire Belloc que la llamada
Reforma no fue otra cosa sino la tardía revancha de los lugares
bárbaros, mal instruidos y aislados, contra la luminosa civilización
romana. O, si se prefiere, «la protesta de los conquistados contra una
superioridad moral e intelectual que los ofendía». En otros lugares
hemos analizado las nefastas consecuencias políticas, sociales o
económicas que esta revancha desató; hoy, puesto que escribimos para una
revista cultural, trataremos de explicar muy sucintamente el veneno que
introdujo en el pensamiento y en el arte.
Los dogmas religiosos no son meras abstracciones sin consecuencias sobre la realidad. Como nos advertía John Henry Newman, todos los dogmas son desarrollo de una única verdad y, por ello mismo, “son consistentes por necesidad unos con otros, forman un todo”. Lutero pensó que podría alterar algunos dogmas sin que el edificio se resintiese. Y sólo consiguió desbaratarlo. Así, por ejemplo, adulteró el dogma del pecado original, ofreciéndonos una visión aciaga de la naturaleza humana y negando la libertad humana para alcanzar el bien. Y si la naturaleza del hombre está corrompida, es inevitable que su razón sea –citamos al propio Lutero- «ciega, sorda, necia, impía y sacrílega». Una razón tan tarada no puede alcanzar verdades universales, por lo que debe conformarse con explorar las ciencias físicas (en detrimento de la metafísica). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica deberá crear un sistema propio, que presentará como verdad; y toda escuela filosófica posterior, para hacerse un hueco, deberá refutar la “verdad” de la escuela anterior y poner otra alternativa en su lugar. Así, la filosofía primero intentó crear un sistema desde dentro de sí misma (idealismo); luego dejó que cada quisque se montara por libre su propio sistema (subjetivismo); y por último se entregó a la pesadilla del vacío más atroz, a ese “nihilismo de la razón” que Unamuno consideraba la estación final del protestantismo. Belloc, aún menos benigno, avizoraba que toda esta descomposición acabaría desembocando en un hormiguero de supersticiones enloquecidas. Que es, en efecto, lo que está sucediendo.
Los dogmas religiosos no son meras abstracciones sin consecuencias sobre la realidad. Como nos advertía John Henry Newman, todos los dogmas son desarrollo de una única verdad y, por ello mismo, “son consistentes por necesidad unos con otros, forman un todo”. Lutero pensó que podría alterar algunos dogmas sin que el edificio se resintiese. Y sólo consiguió desbaratarlo. Así, por ejemplo, adulteró el dogma del pecado original, ofreciéndonos una visión aciaga de la naturaleza humana y negando la libertad humana para alcanzar el bien. Y si la naturaleza del hombre está corrompida, es inevitable que su razón sea –citamos al propio Lutero- «ciega, sorda, necia, impía y sacrílega». Una razón tan tarada no puede alcanzar verdades universales, por lo que debe conformarse con explorar las ciencias físicas (en detrimento de la metafísica). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica deberá crear un sistema propio, que presentará como verdad; y toda escuela filosófica posterior, para hacerse un hueco, deberá refutar la “verdad” de la escuela anterior y poner otra alternativa en su lugar. Así, la filosofía primero intentó crear un sistema desde dentro de sí misma (idealismo); luego dejó que cada quisque se montara por libre su propio sistema (subjetivismo); y por último se entregó a la pesadilla del vacío más atroz, a ese “nihilismo de la razón” que Unamuno consideraba la estación final del protestantismo. Belloc, aún menos benigno, avizoraba que toda esta descomposición acabaría desembocando en un hormiguero de supersticiones enloquecidas. Que es, en efecto, lo que está sucediendo.
Y si las consecuencias de la Reforma fueron nefastas para el pensamiento, ¿qué podremos decir del arte? La llamada Reforma desataría una oleada de iconoclasia como no se había conocido desde tiempos de Bizancio. Detrás de ella –como detrás de la supresión del culto a la Virgen y a los santos- había odio a la expresión sensible la divinidad. Si la naturaleza humana está corrompida, toda pretensión de plasmar plásticamente la Belleza se torna insatisfactoria; y toda mediación inútil. Exactamente lo contrario postulaba el arte católico (y ortodoxo), que pintando a María había certificado la unión de Dios con el mundo material: pues María, que es la gota más pura salida del lagar de la humanidad, es también la gota de cuya destilación ha salido el mismo Dios. Pintando a María, el arte cristiano había sellado de forma sublime la alianza entre Creador y criatura, había logrado no sólo vislumbrar la Belleza sino también gestarla en su propio vientre y nutrirla con su propia leche. Lutero, al negar que María fuese madre de Dios, negó al hombre la posibilidad de criar a Dios en su regazo. Así, el arte dejó de beber en su fuente originaria; y tuvo que conformarse con beber de fuentes afluentes cada vez más turbias. Se hizo primero naturalista en un empeño por captar lo puramente material, después abstracto en un esfuerzo más patético por captar lo inmaterial (pero carente de espíritu), hasta llegar a la estación última, que si en el pensamiento era el nihilismo y la superstición, en el arte es el feísmo exasperado y la pacotilla inane.
Agustín de Foxá escribió que, con el triunfo de Lutero, «se secaron todos los lirios simbólicos de la Edad Media». El hombre, hasta Lutero, fue un “animal simbólico”, capaz de penetrar en el corazón del Misterio a través de símbolos compartidos que tendían un puente con las realidades sobrenaturales. Lutero voló ese puente con el caramelito envenenado del libre examen; y entonces se produjo lo que Belloc llama el aislamiento del alma, «la pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la existencia común». Un aislamiento del alma que envolvió de nieblas germánicas las realidades sobrenaturales, hizo añicos la comunión entre los hombres y quebró la unidad psíquica de la persona. Este aislamiento del alma es tan evidente e irrefutable que la modernidad, para negarlo, tuvo que negar también la existencia del alma. Y así el aislamiento del alma se convirtió en un enjambre de “trastornos mentales” (o, más recientemente, en otro enjambre todavía mayor de “identidades de género”).
No se puede cortar el tallo de un rosal y pretender que los pétalos de la rosa no se marchiten.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC Cultural el 18 de marzo de 2017.
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