Una pregunta: ¿Cabe la sencillez en esta sociedad?
No parece que sea preciso explicar qué es
la sencillez, pero por si puede ayudar a su mejor comprensión, digamos
que el concepto de sencillez se entiende bien por su contrario. Sencillo
es lo contrario de complicado. Un problema sencillo, por ejemplo, que
es aquel que, sin dejar de ser problema, se resuelve con facilidad. Este
primer acercamiento a la sencillez no es el que más nos interesa,
porque adonde pretendo instalar la reflexión es en el lugar que la
sencillez ocupa en cuanto cualidad humana. En todo caso, esta
oposición de contrarios, sencillez frente dificultad, es muy adecuada
para proyectarla sobre la persona y valorar la sencillez debidamente.
Hecha esta breve presentación de
intenciones, me parece oportuno fijar ahora la atención en la sociedad
en la que vivimos y el tipo de hombre que genera. A quienes hemos nacido
y crecido en lo que conocemos como primer mundo, el de los países ricos
y desarrollados -estatus que está cada vez más amenazado y que
probablemente perdamos dentro de poco- nos ha tocado incorporarnos a una
sociedad cuyo modelo suele ser alabado y celebrado porque ofrece a sus
miembros las grandes ventajas que son propias del llamado estado del
bienestar: ingresos suficientes para cubrir las necesidades básicas con
holgura, disponibilidad de recursos económicos para una vida doméstica
confortable, abundancia de medios tecnológicos, acceso gratuito o a muy
bajo costo a servicios esenciales (educación, sanidad, transporte) y a
las actividades de ocio y tiempo libre, etc.
Simultáneamente, este
modelo social ha recibido, desde muy diversas instancias, numerosas y
severas críticas que han señalado con acierto muchos de sus grandes
inconvenientes: materialismo, hedonismo, deterioro de los ambientes
naturales, consumismo, despersonalización, individualismo, etc. Mucho, y
muy variado, han hablado y escrito al respecto. Según se haya ido
poniendo el acento en unas notas u otras, se han ido acuñando un número
no pequeño de etiquetas para caracterizarla: sociedad tecnológica,
informatizada, del confort, del ocio, igualitaria, individualista,
intercultural, globalizada, materialista, postmoderna, posthumanista,
etc.
Aceptando lo que de verdad puedan tener
estas y otras denominaciones, hay un rasgo que convive con todas ellas y
en el que yo ahora quiero centrar la atención. Ese rasgo es el de la
complicación.
Estas sociedades nuestras -‘avanzadas’, se dice, con
dudoso tino- son sociedades complejas, es decir, complicadas. La
presencia dominante de la industria y de la tecnología, con toda su
carga de inevitable sofisticación hace que todo el cuerpo social
constituya un complejo engranaje. Todo, absolutamente todo, está
interconectado y todo muy elaborado. Los quehaceres, la vida
activa del hombre (casi da igual la profesión) discurre por una
intrincada red de circuitos y de manos, etapas, fases y controles que
afectan a cuanto producimos y nos rodea: desde los productos básicos para la alimentación, a
la información que se nos ofrece por mil ventanas y agujeros; desde la
atención médica, hasta los desplazamientos; de los fenómenos sociales, a
las relaciones entre las personas. Nada escapa al rigor de programas,
estructuras, protocolos; todo confortablemente complicado. No deja de
ser una paradoja llamativa el hecho de que para hacer la vida más fácil y
llevadera haya habido que hacerlo todo mucho más complejo que en épocas
precedentes. Hoy es complicado el mundo de la familia, del trabajo, de
la educación, de las leyes, del gobierno, de la cultura, de la
gastronomía, del deporte, de las relaciones internacionales… En una
sociedad así, la sencillez no tiene asiento, no hay lugar para ella.
Entiendo la objeción de quien piense que a
pesar de todo, bendita complicación porque dentro de este panorama
laberíntico hay bondades evidentes, sobre todo cuando se compara nuestro
presente con el pasado de hace solo unas décadas, o bien con la
actualidad de países africanos, asiáticos o de algunas regiones de
América. La objeción es razonable pero solo cabe admitirla si al tenerla
en cuenta, se tiene en cuenta también el alto precio que supone
mantener estos logros y este cuestionable bienestar, que si lo es, lleva
a cuestas un pesado fardo de peros. Porque si los logros a favor del
hombre son evidentes, también son evidentes las muchas las facturas a
pagar, y algunas bien dolorosas.
Como ya se ha dicho, aquí se pretende
poner el foco en el rasgo de la complicación, y al hacerlo resalta con
mucha claridad el hecho de que este modelo de sociedad complicada genera
un modelo de hombre también complicado. No es difícil entender que si
la sociedad es complicada, los que la formamos venimos marcados por el
mismo sello de la complicación. Entre individuo y sociedad hay una
relación causa-efecto biunívoca, una relación de modelamiento recíproco,
que nos permite afirmar que si las sociedades son reflejo de los
individuos que la forman, los individuos, a su vez, son el reflejo vivo
de las sociedades que los producen. No creo en los determinismos, tengan
el origen que tengan; el hombre es un ser libre y, aunque su libertad
esté limitada en todos los frentes, su vida depende fundamentalmente de
sus decisiones voluntarias. Pero sin saltarnos ese principio, hay que
reconocer que los modelos de hombre y de sociedad corren parejos. Del
mismo modo que una sociedad guerrera engendra guerreros, o una sociedad
científica produce hombres dados a las ciencias, hay que decir que una
sociedad complicada genera gentes complicadas, con un añadido en su
contra, y es que la extensión del rasgo dificulta la percepción del
mismo. Un rasgo generalizado, compartido por todos, es más difícil de
percibir que si estuviera presente solo en unos cuantos individuos. He
aquí dos de los grandes inconvenientes de vivir en una sociedad
complicada: uno, que nos hace complicados; el otro, la falta de
percepción de esa complicación.
Un análisis demostrativo de que la vida
-el día a día- de los miembros de estas sociedades es muy complicada
excedería con mucho los límites de este artículo, pero para no dejar en
el aire la afirmación, señalaremos algunos datos que están al alcance de
todos: la tendencia creciente a vivir en grandes aglomeraciones urbanas
con el consiguiente despoblamiento y envejecimiento del mundo rural,
los diversos índices relativos al consumo de psicofármacos ligado a
estados de ansiedad, depresión y similares, el aumento de personas que
viven (y mueren) en la soledad más absoluta, los preocupantes datos
sobre suicidios, cada día más extendidos entre adolescentes y jóvenes,
el auge de las adicciones tóxicas y/o psicopáticas, el mundo de la
marginación y las bolsas de pobreza urbana, los problemas
intergeneracionales, el crecimiento continuo de los niveles de violencia
dentro y fuera de los hogares, la inseguridad, los desplazamientos
masivos en fines de semana y días vacacionales, las dificultades
individuales con la propia identidad personal que en tantos casos están
en el trasfondo de las múltiples modificaciones del aspecto corporal:
cirugía estética, transexualismo, tatuajes, etc.
Del mismo modo que no cabe analizar de
manera pormenorizada esta montaña de datos de complejidad, tampoco cabe
en unas líneas, abordar intentos de solución para hacer propuestas de
vida más sencilla. Solo diré que la sencillez no se logra huyendo de la
sociedad. Ante la asfixia y el desasosiego que produce una sociedad
compleja, la tentación de la deconstrucción está servida: Demos marcha
atrás en el tiempo, volvamos a la vida sencilla, entendiendo por vida
sencilla la de épocas pasadas, volvamos atrás. He aquí algunos ejemplos
de intentonas más o menos utópicas: El mito de Robinson Crusoe, el
naturalismo, el bucolismo, las comunas del movimiento hippie, los amish
de América, la vida en solitario, la autarquía individual o de pequeños
grupos en medio del campo, etc. Ahora bien, estas soluciones no son
tales. Las soluciones fugitivas no son sino escapes, huidas en falso que
no hacen la vida más sencilla, como mucho la hacen menos artificial. Son
planteamientos legítimos, y en muchos casos están movidos por
principios serios, con deseos de coherencia, pero no pasan de ser
apeaderos para insatisfechos, mientras el grueso del cuerpo social sigue
su camino.
Ahora un breve paréntesis, para señalar de
paso y con el fin de evitar posibles confusiones, que la vida
conventual y monástica no pertenece a ese grupo ni tiene nada que ver
con él. Aquí hablamos de otra cosa.
Volvemos a nuestro tema. ¿Hay solución? Por supuesto que sí, pero sea cual sea, no pasa por escapar de esta sociedad ni de este
mundo, porque no se nos ha dado otro; la solución es tratar de vivir con
sencillez en un mundo complicado. Todo un reto, pero se puede, porque
la sencillez que interesa no es la que desprecia la tecnología ni los
nuevos inventos, ni se salta protocolos razonablemente establecidos, ni
prescinde de los artefactos que facilitan las tareas. La sencillez útil,
la que hace bien, la que merece la pena, y por eso hay que buscarla, es
la del corazón, que esa se puede lograr siempre, y luego, hasta donde
se pueda y sea conveniente, la sencillez en los medios necesarios para
vivir, y en los usos y costumbres con los que organizamos y damos
estabilidad a la vida.
Párrafos atrás se han señalado en dos
momentos distintos algunas muestras de la complicación que padecemos.
Pero no se han apuntado todavía, porque he querido dejarlas para el
final, las más graves de las consecuencias de una vida complicada.
¿Sabes lector cuáles son? Te diré: Las consecuencias que yo veo más
graves de una vida complicada son estas dos: la primera, y fundamental,
es que acaba modelando un corazón complicado y en un corazón complicado
no hay sitio para Dios. La segunda es que la vida complicada
artificializa en demasía al hombre, o lo que es lo mismo, le pone en
riesgo de vivir al margen o en contra de su naturaleza.
Como las dos son importantes y merecen que
se les dedique tiempo y espacio suficientes, aplazamos la reflexión con
idea de continuarla en la siguiente entrega.
en Homo Gaudens Vía FORUM LIBERTAS
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