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sábado, 25 de marzo de 2017

SENCILLEZ (I)

Una pregunta: ¿Cabe la sencillez en esta sociedad?


No parece que sea preciso explicar qué es la sencillez, pero por si puede ayudar a su mejor comprensión, digamos que el concepto de sencillez se entiende bien por su contrario. Sencillo es lo contrario de complicado. Un problema sencillo, por ejemplo, que es aquel que, sin dejar de ser problema, se resuelve con facilidad. Este primer acercamiento a la sencillez no es el que más nos interesa, porque adonde pretendo instalar la reflexión es en el lugar que la sencillez ocupa en cuanto cualidad humana. En todo caso, esta oposición de contrarios, sencillez frente dificultad, es muy adecuada para proyectarla sobre la persona y valorar la sencillez debidamente.

Hecha esta breve presentación de intenciones, me parece oportuno fijar ahora la atención en la sociedad en la que vivimos y el tipo de hombre que genera. A quienes hemos nacido y crecido en lo que conocemos como primer mundo, el de los países ricos y desarrollados -estatus que está cada vez más amenazado y que probablemente perdamos dentro de poco- nos ha tocado incorporarnos a una sociedad cuyo modelo suele ser alabado y celebrado porque ofrece a sus miembros las grandes ventajas que son propias del llamado estado del bienestar: ingresos suficientes para cubrir las necesidades básicas con holgura, disponibilidad de recursos económicos para una vida doméstica confortable, abundancia de medios tecnológicos, acceso gratuito o a muy bajo costo a servicios esenciales (educación, sanidad, transporte) y a las actividades de ocio y tiempo libre, etc. 

Simultáneamente, este modelo social ha recibido, desde muy diversas instancias, numerosas y severas críticas que han señalado con acierto muchos de sus grandes inconvenientes: materialismo, hedonismo, deterioro de los ambientes naturales, consumismo, despersonalización, individualismo, etc. Mucho, y muy variado, han hablado y escrito al respecto. Según se haya ido poniendo el acento en unas notas u otras, se han ido acuñando un número no pequeño de etiquetas para caracterizarla: sociedad tecnológica, informatizada, del confort, del ocio, igualitaria, individualista, intercultural, globalizada, materialista, postmoderna, posthumanista, etc.

Aceptando lo que de verdad puedan tener estas y otras denominaciones, hay un rasgo que convive con todas ellas y en el que yo ahora quiero centrar la atención. Ese rasgo es el de la complicación.

Estas sociedades nuestras -‘avanzadas’, se dice, con dudoso tino- son sociedades complejas, es decir, complicadas. La presencia dominante de la industria y de la tecnología, con toda su carga de inevitable sofisticación hace que todo el cuerpo social constituya un complejo engranaje. Todo, absolutamente todo, está interconectado y todo muy elaborado. Los quehaceres, la vida activa del hombre (casi da igual la profesión) discurre por una intrincada red de circuitos y de manos, etapas, fases y controles que afectan a cuanto producimos y nos rodea: desde los productos básicos para la alimentación, a la información que se nos ofrece por mil ventanas y agujeros; desde la atención médica, hasta los desplazamientos; de los fenómenos sociales, a las relaciones entre las personas. Nada escapa al rigor de programas, estructuras, protocolos; todo confortablemente complicado. No deja de ser una paradoja llamativa el hecho de que para hacer la vida más fácil y llevadera haya habido que hacerlo todo mucho más complejo que en épocas precedentes. Hoy es complicado el mundo de la familia, del trabajo, de la educación, de las leyes, del gobierno, de  la cultura, de la gastronomía, del deporte, de las relaciones internacionales… En una sociedad así, la sencillez no tiene asiento, no hay lugar para ella.

Entiendo la objeción de quien piense que a pesar de todo, bendita complicación porque dentro de este panorama laberíntico hay bondades evidentes, sobre todo cuando se compara nuestro presente con el pasado de hace solo unas décadas, o bien con la actualidad de países africanos, asiáticos o de algunas regiones de América. La objeción es razonable pero solo cabe admitirla si al tenerla en cuenta, se tiene en cuenta también el alto precio que supone mantener estos logros y este cuestionable bienestar, que si lo es, lleva a cuestas un pesado fardo de peros. Porque si los logros a favor del hombre son evidentes, también son evidentes las muchas las facturas a pagar, y algunas bien dolorosas.

Como ya se ha dicho, aquí se pretende poner el foco en el rasgo de la complicación, y al hacerlo resalta con mucha claridad el hecho de que este modelo de sociedad complicada genera un modelo de hombre también complicado. No es difícil entender que si la sociedad es complicada, los que la formamos venimos marcados por el mismo sello de la complicación. Entre individuo y sociedad hay una relación causa-efecto biunívoca, una relación de modelamiento recíproco, que nos permite afirmar que si las sociedades son reflejo de los individuos que la forman, los individuos, a su vez, son el reflejo vivo de las sociedades que los producen. No creo en los determinismos, tengan el origen que tengan; el hombre es un ser libre y, aunque su libertad esté limitada en todos los frentes, su vida depende fundamentalmente de sus decisiones voluntarias. Pero sin saltarnos ese principio, hay que reconocer que los modelos de hombre y de sociedad corren parejos. Del mismo modo que una sociedad guerrera engendra guerreros, o una sociedad científica produce hombres dados a las ciencias, hay que decir que una sociedad complicada genera gentes complicadas, con un añadido en su contra, y es que la extensión del rasgo dificulta la percepción del mismo. Un rasgo generalizado, compartido por todos, es más difícil de percibir que si estuviera presente solo en unos cuantos individuos. He aquí dos de los grandes inconvenientes de vivir en una sociedad complicada: uno, que nos hace complicados; el otro, la falta de percepción de esa complicación.

Un análisis demostrativo de que la vida -el día a día- de los miembros de estas sociedades es muy complicada excedería con mucho los límites de este artículo, pero para no dejar en el aire la afirmación, señalaremos algunos datos que están al alcance de todos: la tendencia creciente a vivir en grandes aglomeraciones urbanas con el consiguiente despoblamiento y envejecimiento del mundo rural, los diversos índices relativos al consumo de psicofármacos ligado a estados de ansiedad, depresión y similares, el aumento de personas que viven (y mueren) en la soledad más absoluta, los preocupantes datos sobre suicidios, cada día más extendidos entre adolescentes y jóvenes, el auge de las adicciones tóxicas y/o psicopáticas, el mundo de la marginación y las bolsas de pobreza urbana, los problemas intergeneracionales, el crecimiento continuo de los niveles de violencia dentro y fuera de los hogares, la inseguridad, los desplazamientos masivos en fines de semana y días vacacionales, las dificultades individuales con la propia identidad personal que en tantos casos están en el trasfondo de las múltiples modificaciones del aspecto corporal: cirugía estética, transexualismo, tatuajes, etc.

Del mismo modo que no cabe analizar de manera pormenorizada esta montaña de datos de complejidad, tampoco cabe en unas líneas, abordar intentos de solución para hacer propuestas de vida más sencilla. Solo diré que la sencillez no se logra huyendo de la sociedad. Ante la asfixia y el desasosiego que produce una sociedad compleja, la tentación de la deconstrucción está servida: Demos marcha atrás en el tiempo, volvamos a la vida sencilla, entendiendo por vida sencilla la de épocas pasadas, volvamos atrás. He aquí algunos ejemplos de intentonas más o menos utópicas: El mito de Robinson Crusoe, el naturalismo, el bucolismo, las comunas del movimiento hippie, los amish de América, la vida en solitario, la autarquía individual o de pequeños grupos en medio del campo, etc. Ahora bien, estas soluciones no son tales. Las soluciones fugitivas no son sino escapes, huidas en falso que no hacen la vida más sencilla, como mucho la hacen menos artificial. Son planteamientos legítimos, y en muchos casos están movidos por principios serios, con deseos de coherencia, pero no pasan de ser apeaderos para insatisfechos, mientras el grueso del cuerpo social sigue su camino.

Ahora un breve paréntesis, para señalar de paso y con el fin de evitar posibles confusiones, que la vida conventual y monástica no pertenece a ese grupo ni tiene nada que ver con él. Aquí hablamos de otra cosa.

Volvemos a nuestro tema. ¿Hay solución? Por supuesto que sí, pero sea cual sea, no pasa por escapar de esta sociedad ni de este mundo, porque no se nos ha dado otro; la solución es tratar de vivir con sencillez en un mundo complicado. Todo un reto, pero se puede, porque la sencillez que interesa no es la que desprecia la tecnología ni los nuevos inventos, ni se salta protocolos razonablemente establecidos, ni prescinde de los artefactos que facilitan las tareas. La sencillez útil, la que hace bien, la que merece la pena, y por eso hay que buscarla, es la del corazón, que esa se puede lograr siempre, y luego, hasta donde se pueda y sea conveniente, la sencillez en los medios necesarios para vivir, y en los usos y costumbres con los que organizamos y damos estabilidad a la vida.

Párrafos atrás se han señalado en dos momentos distintos algunas muestras de la complicación que padecemos. Pero no se han apuntado todavía, porque he querido dejarlas para el final, las más graves de las consecuencias de una vida complicada. ¿Sabes lector cuáles son? Te diré: Las consecuencias que yo veo más graves de una vida complicada son estas dos: la primera, y fundamental, es que acaba modelando un corazón complicado y en un corazón complicado no hay sitio para Dios. La segunda es que la vida complicada artificializa en demasía al hombre, o lo que es lo mismo, le pone en riesgo de vivir al  margen o en contra de su naturaleza.

Como las dos son importantes y merecen que se les dedique tiempo y espacio suficientes, aplazamos la reflexión con idea de continuarla en la siguiente entrega. 



por  en Homo Gaudens   Vía FORUM LIBERTAS

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