Pasado mañana habrá elecciones en los Países Bajos, y de cómo quede compuesta la Tweede Kamer, el equivalente a nuestro Congreso de los Diputados, puede depender en gran medida el futuro de Europa en estos tiempos convulsos. Si el llamado —en un alarde de ironía— Partido para la Libertad (PVV) se convierte en la primera fuerza política, los vientos holandeses podrán empujar las velas de Alternativa para Alemania en los comicios de finales de septiembre, pero mucho antes las del Frente Nacional francés, quizá hasta el punto de llevar a Marine Le Pen al Palacio del Elíseo en segunda vuelta, el 7 de mayo.
Más allá de que continúe el efecto dominó iniciado al otro lado del Atlántico, resulta lamentable que Holanda —¡precisamente Holanda!— pueda dar esta semana una pésima noticia a todos los amantes de la Libertad. Holanda lleva siglos desempeñando, junto a los Estados Unidos y muy pocos países más, un destacadísimo papel de faro de la libertad tanto económica como moral. Los orígenes del capitalismo europeo no se comprenden sin Holanda. Este pequeño gran país pronto supo ver que su fuerza ante potencias mayores y más poderosas radicaba en la diplomacia y, sobre todo, en los negocios. Los holandeses se hicieron a la mar y establecieron bases comerciales por todo el mundo. Cabe reprocharles las mismas sombras coloniales que a las demás potencias europeas, pero también reconocerles una enorme habilidad en el libre intercambio. Ese soft power les mantuvo libres y, con el paso del tiempo, convertiría al puerto de Rotterdam en el primero del Viejo Continente, mientras el marco societario holandés proporcionaba seguridad jurídica y, en la actualidad, una necesaria válvula de escape al salvaje y generalizado expolio fiscal, al posibilitar estrategias tan inteligentes como legítimas de planificación fiscal internacional. El comercio sin fronteras genera paz y seguridad, y los holandeses lo saben mejor que nadie.
Al mismo tiempo, probablemente por la influencia del protestantismo y de su coexistencia con las minorías —incluida la relevante comunidad judía holandesa—, los Países Bajos han sido generalmente una tierra de particular tolerancia hacia la pluralidad de ideas, creencias y estilos de vida. Esa libertad, unida a la económica, permitió a la sociedad holandesa alcanzar unos niveles de bienestar situados entre los más altos del planeta. El país, decimoquinto del mundo en el Índice de Libertad Económica, supera a sus vecinos, a Francia, a España, a toda Escandinavia y a los Estados Unidos. En el Índice de Libertad Moral, los Países Bajos ocupan la primera posición del mundo y son el único país en superar los noventa puntos sobre un total posible de cien.
Ambas libertades, la económica y la moral, peligrarán si Geert Wilders se hace con el gobierno holandés. Vivimos en todo el planeta un momento de fuerte cuestionamiento, precisamente, de los dos factores de éxito de Holanda (libre comercio y libertades personales) a causa del auge, por un lado, de la nueva izquierda alternativa y, por otro, del equivalente de derecha. Ambas son profundamente estatistas y constituyen reflejos exactos la una de la otra. El PVV comparte la fiebre trumputiniana pero Trump representa un nacionalismo económico cuyo contagio sería suicida para un país tan cimentado en el comercio, y Putin representa un fortísimo retroceso en materia de derechos civiles y libertades públicas. La sociedad holandesa, más que cualquier otra de Europa, haría bien en reflexionar a fondo sobre dónde estaría hoy sin la libertad comercial, la conexión con el resto del mundo y las libertades personales más desarrolladas del planeta. Es todo eso lo que ha llevado a Holanda a ser lo que es, pero esta misma semana puede emprender el camino de regreso si los holandeses confían su gobierno a Wilders.
De todos los líderes de este nuevo populismo tradicionalista europeo, el holandés era últimamente uno de los menos inmoderados en sus expresiones, pero ya vuelve a producir vértigo. Parecía que su conexión israelí podía vacunarle contra la tentación de alinearse claramente con el resto de la nueva extrema derecha emergente, pero no: ese alineamiento ya es total, como se vio en la reciente reunión de Coblenza, donde afirmó sentirse llamado por “la Historia” a “salvar Europa” y donde alentó a los europeos a iniciar en 2017 una “primavera patriótica para salvar el Estado-nación”. Cuando dice “Europa” se refiere a una visión etnocultural bastante estrecha y estática de nuestro continente. Los cristales rotos serán esta vez los de las carnicerías halal, pero el déjà vu es inevitable.
Una cosa es rechazar una Unión Europea que ha degenerado hasta convertirse en un poder burocrático descontrolado, y aspirar consiguientemente a abandonarla si no da un improbable giro de ciento ochenta grados, y otra es pensar que un país como Holanda pueda erigirse en una fortaleza o en un compartimento estanco en pleno siglo XXI. Lo malo de la UE es la casta opaca y ladrona de Bruselas, y su maraña regulatoria, pero incluso en un escenario post-UE hay que mantener lo bueno de la construcción europea, aquello que refuerza al individuo, es decir, un marco común de libertad individual y el libre tránsito de bienes, servicios, personas, datos y capitales: precisamente todo lo que estos arcaicos nacionalistas detestan y todo lo que queremos universalizar los libertarios de todo el mundo, incluido el pequeño y valiente Libertarische Partij holandés que concurre este miércoles en casi todo el país, con Robert Valentine como candidato a primer ministro. Como los libertarios españoles, ellos también proponen salir de esta UE irrecuperable, pero no para devolverle el poder al Estado sino a las personas. Y eso sí entronca con la valiosa y ejemplar tradición holandesa de tolerancia y libertad, que tan positivamente influyó en Europa y en el mundo. Si gana Wilders puede ganar el populismo estatista de un signo en todo el Norte europeo. Y, como reacción, el del otro signo en el Sur del continente. Si cae Holanda caemos todos.
JUAN PINA Vía VOZ PÓPULI
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