Manuel Chaves Nogales fue uno de los grandes periodistas españoles del siglo XX, si no el más grande. Murió en Londres el 4 de mayo de 1944. De él se ha dicho que cualquiera de los dos bandos de nuestra Guerra Civil, de haber tenido ocasión, lo habría fusilado. Chaves Nogales tuvo que dejar España por defender en sus artículos a la República legítimamente instaurada, entre otras excentricidades. Por aquel entonces, como a cualquier otro que no comulgara con el pensamiento único de cada momento, y se atreviera a manifestar su desacuerdo, a los periodistas también se les presionaba así, fusilándolos. Por eso, el periodista sevillano puso tierra de por medio. Ahora está prohibido tirar a las cabras desde los campanarios, pero no hay ninguna norma que impida atemorizar a los plumillas. Vamos mejorando.
En pleno siglo XXI, suena fatal decirle a un periodista: “No publiques eso o te voy a destruir”, sobre todo si no se aclara el método elegido para la ejecución y la amenaza parte de alguien con cierto poder. Hay quienes quitan importancia a estos “avisos”, aludiendo a que las presiones siempre han existido, y que esta y otras amonestaciones que se adjudican a dirigentes del partido Podemos, y que ahora hemos conocido, no son para tanto. Depende.
Algunos hemos vivido en primera línea presiones a periodistas y empresas periodísticas en las que se utilizaban métodos nada sutiles, como la fabricación de denuncias falsas que, convalidadas por el gobierno, servían para obligar a empresarios del sector (entonces los había) a desprenderse de sus derechos de propiedad en determinados medios, especialmente televisiones, y a los que, en caso de resistirse, se les amenazaba con una bonita querella por parte del fiscal o directamente eran llamados a declarar como imputados por un juez preseleccionado. Palabras mayores si comparamos aquellos nefandos episodios con este juego de niños.
Y sí, en consideración a mi propia experiencia, yo estaría dispuesto a examinar los recientes “apercibimientos” a mis colegas, activados o consentidos por Pablo Iglesias, que viene a ser lo mismo, como algo casi infantil, más producto de la poca edad que de otra cosa. Solo que la veteranía contradice mis buenos propósitos y me señala que estas actitudes, si no se cortan de raíz, tienden a propagarse de la más natural de las maneras, llegando a convertirse en un hábito despreciable que dice muy poco de la calidad profesional y humana de quienes las practican y, por supuesto, de quienes las consienten.
Solo por el respeto que se deben a sí mismos, y porque para eso, entre otras cosas, han sido elegidos, los miembros de la Junta Directiva de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), con Victoria Prego a la cabeza, decidieron amparar a un grupo de periodistas que, tras reflexionarlo largamente, tomaron la nada fácil decisión de denunciar el “acoso” que venían sufriendo por parte de Podemos, solicitando la protección y la solidaridad de sus compañeros. Hay quienes, apoyándose en una presunta discriminación partidaria, les han negado la una y la otra. Como si antes de defender la libertad de informar hubiera necesariamente que echar la vista atrás y comprobar cuáles eran los criterios aplicados en tiempos peores.
El gran pecado de la APM ha sido cumplir con su obligación, como habría hecho cualquier otro colegio profesional ante similar requerimiento. Y no, no estamos ante un juego de niños. Ni ante lo que algunos querrían convertir en un abierto enfrentamiento entre el viejo periodismo y la nueva política. La Prego, que podría ser la madre de la mayoría de los periodistas presionados, no ha dado este paso para añadir una muesca más a su notable e intenso currículo. Ha puesto la cara sabiendo que se la iban a partir. Y aquellos que defienden otro tipo de arreglos, deben saber que no haber hecho nada, o haberse limitado a poner paz discretamente, habría sido como convalidar las amenazas.
Este no es un juego de niños, sino algo muy serio. Porque las pruebas entregadas a la APM por los afectados sobrepasan con mucho las lógicas y hasta saludables tensiones que deben existir entre políticos y periodistas para adentrarse en terrenos colindantes con el matonismo. Y porque lo que en el fondo del debate subyace es una pregunta tan legítima como inevitable: Si ahora actúan así, ¿qué no serán capaces de hacer cuando lleguen al poder?
Post scríptum
Lo que está ocurriendo en el Matadero es un buen ejemplo de cómo algunos gestionan el patrimonio público cuando ejercen el poder. Su director artístico, Mateo Feijóo, con el apoyo de la delegada de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Celia Mayer, no han preguntado a las gentes del teatro sobre el futuro del que, con mucho esfuerzo, se ha convertido en un referente escénico, en España y fuera de España. Reunidos consigo mismos, y del mismo modo que por el artículo 33 decidieron quitar los nombres de Max Aub y Arrabal a dos de las salas y sustituirlas por las muy brillantes denominaciones de ‘Nave 10’ y ‘Nave 11’, roban espacio al teatro y pretenden convertir este magnífico modelo de éxito cultural en un centro experimental y de “investigación” en el que el público apenas tiene cabida, aprobando, por si fuera poco, una programación en la que el 80 por ciento de los artistas son extranjeros. Hay que abrir las puertas a las “artes vivas”, proclaman, como si las que defienden Blanca Portillo, Israel Errejalde, y otros muchos actores, fueran muertas.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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