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domingo, 26 de marzo de 2017

¿ES MODERNA LA MODERNIDAD?



Como el sobresalto diario de las cosas que pasan o nos pasan no es agradable y, además, empacha por demasiado dulce o excesivamente graso y ácido –una comida rápida de ahora tiene poco que ver con un cocido maragato o un botillo berciano hechos a fuego lento y sin arrebatos-, creo yo que volver los ojos alguna vez a lo clásico libera de cargazones. 

Se llama clásico a esos valiosos productos del hombre que, aunque pasen siglos, siguen vivos y siempre se dejan sonsacar códigos de señales para no perderse en la espesura de lo más actual que no siempre es, ni de lejos, lo más real u auténtico hasta cuando pudiera ser los más chic o snob. Creo por eso que volverse de cuándo en cuándo a lo clásico puede ser un acierto, una brizna quizás aunque sea leve, de los derechos a la felicidad que a los hombres les cabe sobre una tierra tan pisada, pero nunca hostil para los que la quieren y tratan bien.

Aunque sea nadar contra la corriente de lo que se lleva, o pueda parecer raro y vetusto, este amanecer de invierno en horas muy bajas y garbo ya de primavera me incita a buscar mi frase de hoy en la aljaba de un arquero que –al soltar la flecha- garantice no sólo el apuntar bien sino dar de lleno en el blanco. Y si lo antiguo, a ciertos intelectuales, puede parecer insípido y de poco sabor para bocas exquisitas, mi sentimiento por ello será máximo, pero no me apearé de mis gustos por complacer criterios –a mi ver- de dudosa racionalidad.

Al ir caminando en su busca, me salieron varias al paso, todas ellas como flores de primavera que hoy mismo se hubieran abierto al aire y al sol. El “festina lente”, por ejemplo, referido por Suetonio a Augusto para inculcar que las prisas no so buenas para nada y que “no por mucho madrugar amanece más temprano”, porque lo importante no es correr sino hacer las cosas bien, sin cachazas, eso sí, ni tardanzas. 

O esa otra de Séneca de que “Nemo patriam, quia magna est, amat, sed quia sua”, para terapia de ensoñaciones nacionalistas. Nadie en su sano juicio ama a su patria o terruño porque sea lo mejor o mejor que otros, sino porque es el suyo; como nadie de sano juicio dirá que ama a su madre porque sea miss Universo o campeona de maratón sino porque es la suya y con defectos y todo la sigue amando igual que si fuera la reina de Saba. 

O esa otra, genial y psicológicamente intachable, de Terencio: “Veritas odium parit”. Genial digo, porque enseña algo tan elemental como que la verdad escuece y, si se planta monda y lironda ante la falsedad o la injusticia o la farsa y no se trata de almas nobles y de autocrítica, levanta tempestades, hasta las más ominosas, del odio, la envidia, los resentimientos y, por supuesto, una insidiosa y viperina sed de venganza.

Buenas eran estas frases clásicas y salían al paso muchas más.

Pero la marcha de los días y el nuevo circo de lo de ayer en el Congreso de los Diputados me llevó a esta otra perlita del tratado sobre la República del gran Cicerón, tribuno que, por decir lo que pensaba, se jugó hasta la vida. La frase es noble y oportuna: “Res publica est res populi. Populus autem est coetus multitudinis iuris cionsensu et utilitatis communione sociatus”.

El pueblo… La palabra mágica que no saben quitarse de la boca los que Ortega llamó “demócratas de toda la vida”.

La sociedad, ese nombre que se llena con ciudadanos que han de ser libres para ser personas y que sólo serán personas si se les viste, no con el “prêt à porter” de ahora, sino como hacían los sastres de antes: con trajes a la medida de cada uno.

La “res-pública”, la soberanía, la potestad, el destino, los derechos por los que se ha de regir son cosa del pueblo y de cada ciudadano, antes que juegos de partidos políticos, obras de de artificieros de “fallas” altas como torres y que tan frágiles que se reducen a nada en minutos, de mucho bombo y gloria eso sí, pero sin futuro.

Y ese pueblo, como enseña Cicerón –un clásico de la política- es la sociedad misma, unida como un todo que es –aunque los individuos piensen distinto por mor de su libertad- por el “consenso del derecho” y el “bien común de todos” y no sólo de los que aplauden sin la racional molestia de enterarse de lo que aplauden.

Estos días tocan por alto las campanas de los desatinos políticos en este país y fuera, aunque posiblemente menos que aquí. En Holanda, por ejemplo, anteayer, el pueblo cortó las alas al sueño volador del populismo que les amenazada. Y aquí, tras la reciente proposición no de ley de Unidos Podemos para erradicar la misa dominical católica de los programas de TV2, contra toda razón jurídica y más aún constitucional, ayer se tumbaba en el mismo Congreso una ley para desechar privilegios y monopolios con la inevitable secuela de que ese pueblo de sus amores pague a Bruselas los platos rotos. 

Y ayer mismo, según he oído, los mismos de Unidos Podemos presentaron otra proposición para prohibir que a los perros, de pequeños, se les achique el rabo, aunque sea por estética o por las utilidades que fueren. Con lo que puede resultar que ya no es el pueblo, sino los animalistas o los perros o las fobias y filias de unos cuantos avispados los que ponen enmiendas a los clásicos en nombre de unas “modernidades” mucho más atrasadas que el pensamiento griego o el derecho romano.

Lo clásico tiene vigencia mal que pese a los modernistas y “Prat-modernistas”. Sencillamente, porque con lo clásico van el sentido común, la racionalidad a secas y sin adobos, y sobre todo que, siguiendo a los clásicos, los modernos nos ahorraríamos muchas tentaciones, y no sólo tentaciones sino sobre todo tentativas de hacer o caer en el ridículo.
Recuerdo que hace años titulé una conferencia impartida en Mallorca con el interrogante del comienzo. Causó extrañeza el título por parecer paradójico. Era sobre la vuelta del revés de los principios que dieron firmeza a las culturas de Occidente y sirven ahora para fundamentar lo contrario exactamente de lo que estuvieron siempre llamados a expresar. El título lo había deducido de la lectura de un librito de Reinhart Koselleck “Aceleración, prognosis y secularización”. Una vez expuesto el tema, a los oyentes les gustó y hasta pareció bien fundada la pregunta.

Este día me lo vuelvo a preguntar con las mismas palabras y acrecidos indicios de verosimilitud. ¿Es moderna la modernidad?. Son cinco palabras que parecen quinientas. Es mi frase, o pregunta mejor, de mi día de hoy. ¿Paradoja tal vez? Es verdad que no siempre las paradojas carecen de peso e impiden reflexionar. Ésta trae lo suyo… 



SANTIAGO PANIZO ORALLO  
Vía CON MI LUPA

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