Con este término un poco abstruso, Herbert Marcuse designaba un proceso específico a través del cual las nuevas formas de tiranía, disfrazadas de democracia, consolidan su dominación sobre las masas, de manera mucho más eficiente que cualquier forma pretérita de absolutismo, y sin necesidad de recurrir al terror, contando incluso con el beneplácito gustoso de los sometidos.
Mediante esta «desublimación represiva» se logra, en definitiva, aquel nuevo totalitarismo anticipado por Aldous Huxley, en el que los «amos del mundo» ya pueden colmar plenamente sus anhelos de poder sin cachiporras ni cárceles, logrando que «la gente ame su servidumbre».
Marcuse se refiere a esta «desublimación represiva» en varias de sus obras. Su objetivo es crear una sociedad de hombres que abandonan los ideales y aspiraciones que los hacen fuertes para conformarse con la satisfacción de unas necesidades condicionadas o inducidas por los intereses de la élite dominante.
Así, el hombre queda despojado de toda personalidad, hasta convertirse en un ser «unidimensional», que abreva los
entretenimientos y recompensas que esa élite le brinda, entre los que el
consumo bulímico y una dependencia tecnológica cada vez más absorbente
ocupan un lugar privilegiado. Marcuse consideraba que la sociedad
tecnológica reforzaba la dominación de las masas; y que lograba
debilitar la «energía erótica» del hombre (que para Marcuse es la fuente
de la actividad artística y cultural), a la vez que volvía su
sexualidad más intensa y tiránica.
A esta «liberación de la
sexualidad en modos y formas que reducen la energía erótica» es a lo
que Marcuse llamaba «desublimación represiva»: cuanto mayor es la
liberación de la sexualidad que logran los hombres, más pálida y
desfalleciente se torna su capacidad de protesta, más abyecta su
sumisión al poder. Por supuesto, el planteamiento de Marcuse bebe de
turbias aguas freudianas, y sus conclusiones son en parte discutibles;
pero su concepto de «desublimación represiva» es de una vigencia que
asusta. Pues aquella «liberación de la sexualidad» que denunciaba
Marcuse no había alcanzado todavía cuando escribió sus libros el grado
de sofisticación anestesiante de nuestra época.
Nunca, en efecto, como en nuestra época se había logrado imponer de forma más eficaz esa «desublimación represiva». A ello han contribuido la infestación pornográfica favorecida por las nuevas tecnologías, la proliferación de los derechos de bragueta y el florecimiento de un batiburrillo de ideologías “identitarias2 (feminismos, homosexualismos, ideologías de género, etcétera) que han desactivado por completo la vieja “lucha de clases”, atomizándola en un enjambre de egoístas luchas sectoriales, a la vez que han destruido por completo los “cuerpos intermedios” (empezando, por supuesto, por la familia), dejando a las personas más solas y desvinculadas que nunca, absortas en la exaltación de su sexualidad polimorfa.
Nunca, en efecto, como en nuestra época se había logrado imponer de forma más eficaz esa «desublimación represiva». A ello han contribuido la infestación pornográfica favorecida por las nuevas tecnologías, la proliferación de los derechos de bragueta y el florecimiento de un batiburrillo de ideologías “identitarias2 (feminismos, homosexualismos, ideologías de género, etcétera) que han desactivado por completo la vieja “lucha de clases”, atomizándola en un enjambre de egoístas luchas sectoriales, a la vez que han destruido por completo los “cuerpos intermedios” (empezando, por supuesto, por la familia), dejando a las personas más solas y desvinculadas que nunca, absortas en la exaltación de su sexualidad polimorfa.
Así, en esta nueva fase
de la «desublimación represiva», ya no queda energía para cambiar las
estructuras opresoras (que, además, ni siquiera son percibidas como
tales), ya no quedan fuerzas ni cohesión social para reclamar mejores
condiciones laborales, formas de vida más enaltecedoras o instituciones
políticas menos corruptas. Porque toda esa energía ha sido encauzada muy
inteligentemente hacia una liberación de la sexualidad que nos tiene
gratamente satisfechos, mientras nos masturbamos ante la pantalla del
ordenador, mientras cambiamos de pareja o de sexo, mientras combinamos
sexos y parejas, mientras abortamos como quien se quita una verruga,
mientras indagamos nuestras copiosas y cambiantes identidades de
género.
Y como, además, todas
estas nuevas formas de «desublimación represiva» evitan o dificultan la
procreación, la tornan enojosa o indeseable (o, por el contrario,
codiciosa y exclusiva, como una modalidad más de consumo), ni siquiera
tenemos que preocuparnos por dejar a nuestros hijos un mundo mejor, ni
siquiera tenemos que preocuparnos por reclamar mejores condiciones
laborales, formas de vida más enaltecedoras o instituciones políticas
menos corruptas. Nunca la gente había amado tanto su servidumbre.
Así podemos dedicar todas nuestras (exhaustas) energías a reclamar más derechos de bragueta, penes y vulvas de repuesto, penevulvas y vulvapenes
reversibles, hasta quedarnos sin luchas, sin clases, sin padres, sin
hijos, sin raíces, sin historia, prisioneros de nuestra bragueta,
alfeñiques inocuos en manos de marionetistas que nos miran benévolos, y
se carcajean.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía XL SEMANAL
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