El Congreso no funciona. Pocas leyes aprobadas y bronca permanente. La calidad de las democracias también se mide por su capacidad para pactar leyes. Lo contrario, es el fracaso
Hans Magnus Enzensberger las denominó guerras moleculares. El ensayista alemán se refería a los conflictos armados de reducidas dimensiones surgidos tras la caída del muro. La nueva realidad política dejó vía libre a la aparición de pequeñas guerras y conflictos locales nacidos extramuros del anterior orden mundial.
Las guerras moleculares explican fenómenos como el conflicto de los Balcanes o el de Ucrania. O, incluso, las primaveras árabes por ausencia de superpotencias capaces de controlar el mundo mediante la política de disuasión nuclear. Pero también pueden asociarse a la aparición de conflictos económicos, como la crisis del euro. En este caso, agravada por ausencia de liderazgo y la quiebra del sistema de Bretton Woods.
Ese viejo orden también se ha quebrado en el terreno ideológico. El eje derecha/izquierda se ha ido fracturando a medida que las naciones se han hecho más complejas, fundamentalmente, en sociedades con reducidos niveles de desigualdad, como los países del centro y norte de Europa, donde la confrontación histórica entre capital y trabajo ha sido sustituida por intereses de grupo.
Una especie de micro conflictos sociales y económicos -las guerras moleculares de Enzensberger- que han desarbolado el viejo orden político surgido después de 1945.
14 millones de españoles viven de las prestaciones del Estado a través de cobertura de desempleo, rentas de inserción, pensiones o empleo público
Este proceso, sin duda, tiene que ver con la progresiva individualización de las relaciones laborales y la creciente dependencia por parte de millones de ciudadanos de las prestaciones públicas en la mayoría de los países avanzados. En el caso de España, 14 millones de personas viven, de una u otra manera, de las prestaciones del Estado a través de cobertura de desempleo, rentas de inserción, pensiones o empleo público, lo que determina su comportamiento electoral, ajeno al estrictamente ideológico.
Por decirlo de alguna manera, ya no se defienden intereses de clase, sino de grupo o, incluso, de etnia o comunidad, lo que sugiere cierto egoísmo social basado en defender el interés particular, no el de carácter general. Muchos de los que pagan impuestos sienten que su dinero se marcha por el sumidero del clientelismo político, mientras que quienes reciben la prestación están convencidos de que el Estado no es lo suficientemente generoso y privilegia a los ricos. En realidad, un debate de pobres contra ricos, toda vez que las rentas verdaderamente elevadas son cada vez más ajenas al esfuerzo fiscal.
Esta fragmentación ha dejado a los viejos partidos inertes ante los nuevos desafíos, lo que explica el progresivo alejamiento de muchos ciudadanos de la política convencional. Hasta el punto de que cada vez que se pregunta al pueblo sobre una cuestión de Estado -Brexit, ratificación de la Constitución Europea o referéndum constitucional en Italia-, el resultado es justo el contrario al que pretendían las élites políticas.
No es un fenómeno nuevo. Bertold Brecht publicó en 1953 un pequeño poema, tras la sublevación de trabajadores en la antigua RDA protestado por la carestía de la vida, en el que sugería una idea tan ácida como original: ¿No sería más simple disolver al pueblo? Es sabido que aquella revuelta acabó con los tanques soviéticos entrando en Berlín y Leipzig.
Atomización de la política
Como eso no es posible, lo que está sucediendo es un fenómeno cada vez más relevante: la fragmentación de la política, lo que explica la creciente atomización de los parlamentos. En las recientes elecciones holandesas, nada menos que 13 partidos (para un país con 12 millones de electores) obtuvieron algún escaño; en Suecia (6,1 millones de votantes), ocho partidos tienen representación parlamentaria. Y en el ciclo electoral que se avecina en Europa, todo indica que ésa será tendencia con la proliferación de partidos ecologistas, feministas, de mayores de 50 años, animalistas o, simplemente, antisistema. Partidos como Podemos están preñados de pequeños grupúsculos que actúan a la manera de 'lobby' con su propia disciplina de partido.
La tentación de algunos países ha sido elevar los umbrales de voto para expulsar del parlamento a las minorías, pero como Sartori puso de manifiesto hace mucho tiempo, niveles de voto demasiado elevados tienden a dejar desamparadas a grupos que no se sienten identificadas con las opciones mayoritarias. Eso produce desafección por la cosa pública y deslegitima la democracia. De hecho, esos electores desencantados son un buen caldo de cultivo para el populismo.
Los grupos parlamentarios de los países con bipartidismos casi perfectos (Reino Unido o EEUU) son cada vez más heterogéneos entre sí
Sólo los países con sistemas electorales mayoritarios se mantienen al margen de ese fenómeno. Pero sólo en parte. Los grupos parlamentarios de los países con bipartidismos casi perfectos (Reino Unido o EEUU) son cada vez más heterogéneos entre sí, lo que explica muchas de las rebeliones internas contra el líder del partido.
Como es obvio, España no es ajena a este fenómeno. El Congreso, tras el desplome del bipartidismo, es hoy mucho más plural. Y hay razones para pensar que los nuevos partidos han venido para quedarse (otra cosa es su tamaño).
Ganadores y perdedores
Esto quiere decir que la política tendrá que plegarse a nuevos hábitos y procedimientos, lo cual no es siempre fácil en un país acostumbrado al ordeno y mando, y que ve los pactos exclusivamente en términos ganadores y perdedores. Y lo que ha pasado esta semana en el Congreso y, en general, durante lo que se lleva de legislatura, no invita, precisamente, al optimismo.
Habrá quien lo achaque a la fragmentación política -Alfonso Guerra dijo en una ocasión que en un tiempo se echaría de menos el bipartidismo-, pero eso sería lo mismo que decir, como en tiempos del dictador, que España no estaba preparada para la democracia.
Es un auténtico disparate que los dos partidos que sellaron un acuerdo de Gobierno hace apenas medio años anden todo el día a la gresca
La fragmentación política no es necesariamente sinónimo de inestabilidad en países con una elevada cultura de la negociación. La viabilidad de las democracias depende de la lealtad institucional. Pero también de madurez política. La polarización mal instrumentada, por el contrario, genera más conflictos que la fragmentación, ya que en el primer caso se opta por la competencia pura y dura -el enfrentamiento-, mientras que, en el segundo, los actores ven en la cooperación la única salida para resolver el conflicto. Algo que explica que las democracias de mayor calidad son, precisamente, las que tienen mayor costumbre de pactar.
Rivera y Rajoy, en este sentido, deben reunirse. Hablar y aclarar a los ciudadanos a qué juegan. Si están de farol o estamos ante un ‘teatrillo’, como dijo una vez el portavoz Hernando (PP) en medio de los contactos PSOE-C's-Podemos. Es un auténtico disparate que los dos partidos que sellaron un acuerdo de Gobierno hace apenas medio años anden todo el día a la gresca poniéndose la zancadilla, como si España -y dado que pelean por el mismo electorado- estuviera condenada a estar permanente en periodo electoral.
Un absurdo que tiene su origen en el pecado original de esta legislatura, que no es otro que no disponer de un Gobierno de coalición con 169 diputados (PP+C's), cifra más que suficiente para acabar el ciclo de reformas que este país necesita, como demostró UCD (con menos diputados) al comienzo de la Transición.
Y convocar elecciones de nuevo en medio del intento de secesión catalán no sólo es absurdo. Es una temeridad. Se podrá decir que también se celebraron el 20 de diciembre y el 26 de mayo, pero entonces era una exigencia constitucional. Ninguna legislatura puede durar más de cuatro años. Tampoco la estulticia puede durar eternamente.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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