Contienen el valor de una imagen representativa, como si el destino hubiera golpeado un instante del mundo y lo hubiera llamado por su nombre. Son los años que poseen una entidad fundacional que los distingue de sus silenciosos compañeros. Albergan todo el aliento de la tradición y la inquietud del espíritu regenerado de los hombres, coincidiendo en ese punto crucial en que parece agonizar una cultura mientras sus cenizas dan vida y pormenor a la continuidad esencial de nuestra forma de vivir. Son los que nos muestran la diferencia entre la impasible factura de los hechos y el tono grave de los acontecimientos.
A veces invocan un recuerdo de tinieblas, cuando la humanidad se detuvo, temblando y aterida, horrorizada ante su posibilidad de hacer el mal. En otras ocasiones suenan en la memoria con la alegre dignidad de la que nuestra civilización ha sido capaz, al incorporarse sobre la mugre moral, la ignorancia y la cólera que tantas veces confundieron los desafíos del instinto romántico con la virtud de la razón.
Resulta difícil comprender por qué motivo el año 1968 posee un prestigio que debería ser depuesto, una reputación que habría de degradarse. ¿Alguien puede aún tomarse en serio la estúpida arrogancia de quienes vivieron aquella revuelta llamándola «el 68», así, sin apellido secular, con el sentido reverencial con el que Occidente entero habla del 89 o del 14, y los españoles nos referimos al 98 o al 36?
Asistimos, es cierto, a algunos de los procesos con los que se ha determinado la naturaleza de nuestro tiempo: la exasperación de la guerra de Vietnam, el asesinato de Robert Kennedy y Martin Luther King, la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia. Pero lo que desea recordarse es una trampa seductora, una divinización farsante de la rebeldía y el inconformismo, la pizca de barbarie y el gramo de salvajismo que unos pedantes se permitieron bajo la custodia de una sociedad satisfecha, la cuota de violencia que unos indeseables ejercieron y justificaron bajo la protección de una paz tan difícilmente construida tras las tentaciones totalitarias y el horror de la segunda guerra mundial.
Cuando algunos celebraban el vigésimo aniversario de las barricadas parisinas, dos intelectuales del más inteligente liberalismo francés, Luc Ferry y Alain Renaut, publicaron «El pensamiento del 68», un texto despiadado que abría en canal las raíces de lo que ellos llamaron «el antihumanismo contemporáneo». Porque de eso se había tratado: de la irrupción del individualismo vitalista de Nietzsche, del pesimismo nihilista de Heidegger, de la revisión pseudoliberadora de Freud y de los estropicios en lo mejor de Marx, a manos de Althusser y Bourdieu.
Este análisis era, sin embargo, demasiado generoso con lo que había ocurrido, dotándolo de una altura ideológica de la que careció aquella pretendida insurrección moral. Pasolini, el lúcido y el sentimental, el atento lector de la cultura íntima del pueblo italiano, fue mucho menos respetuoso, y se limitó a insultar a quienes se habían mantenido en el filo estético de una navaja de provocaciones contra la sobriedad y el reformismo de la clase obrera.
Poco llegó hasta España de aquella tormenta vacía, porque nosotros estábamos tratando de recuperar la trama entera de nuestros recursos de convivencia en el fondo en penumbra de una sociedad cautiva de sus malos recuerdos colectivos. Aquellos estudiantes parisinos podían permitirse olvidar cuánto había costado levantar las instituciones contra las que lanzaban sus improperios.
Aquellos arrogantes universitarios podían despreciar la democracia y el bienestar, la libertad y la cultura, porque nunca habían conocido la pobreza, el miedo a perderlo todo, las jornadas interminables de trabajo o el abandono escolar forzado por la necesidad. Podían burlarse de una burguesía sobre cuyos valores se había levantado una civilización respetuosa con las aspiraciones del hombre.
Podían los revoltosos renegar de la autoridad en las aulas, sobre la que se había edificado la transmisión y la custodia del saber de veinte siglos. Incluso podían entregarse a la pintoresca exaltación de las dictaduras orientales, como si desde un lejano país llegara el acta de defunción de nuestra vigencia histórica y el certificado de la insolvencia de las tradiciones occidentales. Decían alzarse contra la alienación y la sociedad de consumo, pero carecieron de la talla y el carácter de los trabajadores que lucharon por la implantación de la enseñanza universal y el disfrute de un ocio merecido. Insultaron a los obreros que habían apoyado pactos sociales y defendido el sistema parlamentario, pero nunca tuvieron la inteligencia política, el sentido común y la conciencia de clase que precisa el reformismo.
España apenas experimentó las penalidades éticas de aquel año en que tantos quisieron vivir peligrosamente, con el riesgo calculado de los parques temáticos. Aquí envidiábamos el progreso material de las naciones avanzadas. Vivíamos con la ansiedad de ese saber común de las tierras de Occidente, que hablaba del respeto al hombre, de la dignidad del individuo y de los principios constitucionales. Creíamos en los denostados valores de una civilización que los había recuperado, tras andar a tientas en la oscuridad del temprano siglo XX.
Estábamos demasiado acostumbrados a la retórica hueca de las consignas, a las fantasías vanas de las revoluciones incompletas, a la veneración despreciable de la violencia, a la superioridad moral de la pasajera circunstancia de ser joven y al culto ciego de la intransigencia confundida con la rectitud. Luchábamos por cosas más sensatas, aunque tuvieran ese aspecto modesto con que la democracia camina dando forma a nuestra idea de libertad y a nuestro concepto de la historia.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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