"Europa no es un conjunto de normas y protocolos, sino una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad sagrada. Esa ha sido la fuerza generadora de la Unión, y cuando esa conciencia se diluye, todo el edificio se resiente".
José Luis Restán
No podía existir marco más significativo
e imponente que la Capilla Sixtina, con los frescos de Miguel Ángel
sobre las cabezas de los líderes europeos, para hacer memoria de los
orígenes y recobrar aliento en este momento de dudas y tribulaciones. La
propia decisión de los jefes de Estado y de Gobierno de los 27 de acudir junto al Papa antes de la cumbre para conmemorar el sesenta aniversario de la firma de los Tratados de Roma
habla del peso de este momento y reconoce la aportación decisiva de la
Iglesia católica a esta aventura. Si contemplamos estos sesenta años,
bien podemos decir que todos los Papas han sido firmes sostenedores del
proyecto europeo, a pesar de que no pocas veces sus instituciones han
coqueteado con el laicismo y la ingeniería social. También Francisco, el
primer Papa no europeo en doce siglos, ha querido mostrar en esta hora
difícil su convicción de que Europa merece ser construida.
El discurso fue denso y profundo, con dos partes bien diferenciadas. La primera, dedicada a hacer memoria de los orígenes, de la mano de los grandes padres fundadores del proyecto de unidad europeo. Como dijo Francisco, volver a Roma sesenta años más tarde no podía ser sólo un viaje al pasado, preñado de nostalgia, sino una ocasión de hacer memoria para construir el futuro. La memoria empieza por afirmar que Europa no es un conjunto de normas y protocolos, sino una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad sagrada. Esa ha sido la fuerza generadora de la Unión, y cuando esa conciencia se diluye, todo el edificio se resiente. Reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras sólo puede conducir al desafecto de los ciudadanos y al colapso de este proyecto.
No podía faltar el recuerdo al empeño europeo de abatir aquel muro que dividía al continente desde el Báltico al Adriático, empeño que apoyó con tanta clarividencia y pasión San Juan Pablo II, el primer pontífice eslavo de la historia. Y sin embargo, subrayó Francisco, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo y la conciencia del drama que provocó aquella división. La Europa que venció aquella batalla es la misma que ahora discute cómo dejar fuera de su ámbito los peligros de nuestro tiempo, comenzando por la larga columna de quienes llaman a sus puertas huyendo del hambre y de la guerra. Francisco no se anduvo por las ramas a la hora de advertir que los valores de dignidad, libertad y justicia, que conforman la identidad europea, sólo pervivirán si mantienen su nexo vital con la raíz cristiana que los engendró. En esto no hay sombra de nostalgia ni de confesionalismo, sino el cimiento para edificar una verdadera laicidad en la que puedan reconocerse y encontrarse creyentes y no creyentes.
El discurso fue denso y profundo, con dos partes bien diferenciadas. La primera, dedicada a hacer memoria de los orígenes, de la mano de los grandes padres fundadores del proyecto de unidad europeo. Como dijo Francisco, volver a Roma sesenta años más tarde no podía ser sólo un viaje al pasado, preñado de nostalgia, sino una ocasión de hacer memoria para construir el futuro. La memoria empieza por afirmar que Europa no es un conjunto de normas y protocolos, sino una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad sagrada. Esa ha sido la fuerza generadora de la Unión, y cuando esa conciencia se diluye, todo el edificio se resiente. Reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras sólo puede conducir al desafecto de los ciudadanos y al colapso de este proyecto.
No podía faltar el recuerdo al empeño europeo de abatir aquel muro que dividía al continente desde el Báltico al Adriático, empeño que apoyó con tanta clarividencia y pasión San Juan Pablo II, el primer pontífice eslavo de la historia. Y sin embargo, subrayó Francisco, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo y la conciencia del drama que provocó aquella división. La Europa que venció aquella batalla es la misma que ahora discute cómo dejar fuera de su ámbito los peligros de nuestro tiempo, comenzando por la larga columna de quienes llaman a sus puertas huyendo del hambre y de la guerra. Francisco no se anduvo por las ramas a la hora de advertir que los valores de dignidad, libertad y justicia, que conforman la identidad europea, sólo pervivirán si mantienen su nexo vital con la raíz cristiana que los engendró. En esto no hay sombra de nostalgia ni de confesionalismo, sino el cimiento para edificar una verdadera laicidad en la que puedan reconocerse y encontrarse creyentes y no creyentes.
Al recibir el Premio Carlomagno, el Papa Bergoglio ya había dibujado el trazo de una Europa asustadiza, reticente y cansada, algo que no parece exagerado tras el fracaso en la crisis de los refugiados, el triunfo del Brexit y la amenaza de los populismos. En esta ocasión ha preferido señalar algunas vías para superar ese empantanamiento, para recuperar la esperanza que era tan viva hace seis décadas. Europa puede recuperar la esperanza si coloca de nuevo al hombre en el corazón de las instituciones, desechando la burocratización y la uniformidad que tanto daño han causado. Francisco ha recomendado la práctica de la solidaridad y de la subsidiariedad como el mejor antídoto contra los populismos. La unidad que pensaron los padres fundadores no anula las peculiaridades, sino que consiste en la armonía de una comunidad en la que se ponen en común los recursos y los talentos de cada uno.
Importante, por el desafío que implica, ha sido la invitación a que
Europa no se encierre en falsas seguridades. El miedo que provoca esa
cerrazón tiene su raíz en la pérdida de sus propios ideales. Frente a
esa actitud ha recordado que la cultura europea ha estado marcada por la
apertura a lo eterno y por la pregunta sobre el sentido de la
existencia, y que siempre se ha enriquecido en el encuentro, a veces
dramático, con otras culturas. Francisco ha pedido también a los líderes
europeos que se impliquen en la consecución del desarrollo y la paz en
el mundo, y les ha recordado que para construir el futuro es necesario
invertir en la familia, la célula esencial de la sociedad, respetar la
conciencia de los ciudadanos y defender la vida con toda su sacralidad.
El mejor homenaje del Papa argentino al continente del que partieron sus abuelos ha sido proclamar que “Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo”.
JOSÉ LUIS RESTÁN
Publicado en Páginas Digital.
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