En uno de los análisis más inteligentes de la posmodernidad que se han escrito, Fredric Jameson analizó algunas películas de comienzos de los años setenta afirmando la existencia de un género especial, el «cine de la nostalgia». Para el crítico cultural americano, la destrucción de la historia y el culto a lo instantáneo, propios del canon posmoderno, se compensaban con obras destinadas a sumir a los espectadores en una melancólica contemplación de un tiempo adolescente, idealizado y espléndido.
Las ilusorias esperanzas de la juventud se miraban con ternura, arrasadas por el escepticismo de la madurez personal y la fría textura de una realidad mucho menos generosa que el abnegado romanticismo compañero de las experiencias iniciales de una vida.
Una nueva generación llegaba al mundo, en vísperas del gran cambio que liquidaría las condiciones creadas por el pacto social de la posguerra y que desarmaría el prestigio inmenso de la cultura que se salvó -y nos salvó- de la barbarie totalitaria. Se nos consolaba, según Jameson, con la reivindicación platónica de unos años felices, ingenuos, heroicos y apasionados. Y se adiestraba a quienes contemplaban las escenas de un tiempo perfecto y ya pasado, para que aprendieran a gestionar su memoria, como un apéndice resignado y cabizbajo de lo que solo parecían ser las vanas fantasías de los adolescentes.
«American Graffiti»,
de Georges Lucas, fue el modelo elegido por Jameson. Evocaba una noche
de despedida de jóvenes que estaban a punto de emprender su vida de
estudiantes universitarios en la seguridad, alegría satisfecha y orgullo
patriótico de la era Eisenhower.
Había otras. «Verano del 42», de Robert Mulligan, atisbaba el primer amor de un adolescente en los días que siguieron a Pearl Harbour. «The last picture show», de Peter Bogdanovich, mostraba el momento decisivo de lanzarse a la vida de unos jóvenes cuyo final de infancia coincide con el cierre del minúsculo cine de un pueblo dormido de Texas. «Amarcord», de Fellini, era una manantial de frescura, impertinencia, y compasión, que permitió a los italianos contemplar el fascismo en una versión que mezclaba el esperpento y la mirada directa de la infancia.
Todo ese cine llegó a nuestras pantallas, vibró en las salas en penumbra en la que los españoles podíamos dejarnos llevar por una curiosa complicidad con aquella nostalgia que llegaba de otros mundos, de otra historia, de otros recuerdos. ¿Qué podíamos echar de menos en nuestros primeros años setenta? Nosotros no habíamos pasado nuestra adolescencia a la sombra de las muchachas del New Deal en flor.
Había otras. «Verano del 42», de Robert Mulligan, atisbaba el primer amor de un adolescente en los días que siguieron a Pearl Harbour. «The last picture show», de Peter Bogdanovich, mostraba el momento decisivo de lanzarse a la vida de unos jóvenes cuyo final de infancia coincide con el cierre del minúsculo cine de un pueblo dormido de Texas. «Amarcord», de Fellini, era una manantial de frescura, impertinencia, y compasión, que permitió a los italianos contemplar el fascismo en una versión que mezclaba el esperpento y la mirada directa de la infancia.
Todo ese cine llegó a nuestras pantallas, vibró en las salas en penumbra en la que los españoles podíamos dejarnos llevar por una curiosa complicidad con aquella nostalgia que llegaba de otros mundos, de otra historia, de otros recuerdos. ¿Qué podíamos echar de menos en nuestros primeros años setenta? Nosotros no habíamos pasado nuestra adolescencia a la sombra de las muchachas del New Deal en flor.
Ni pudimos romperle los
tímpanos a la noche de una ciudad de provincias con los coches enormes
de una sociedad opulenta y segura de sí misma. No podíamos añorar lo que
nunca tuvimos, o lo que aún no veíamos como pasado, porque era presente
para nosotros. El cine barato seguía heroicamente en pie, en las plazas
y esquinas de los pueblos de España, y la ridícula impostación de los
uniformes de «Amarcord», se asomaba aún a nuestros noticiarios,
donde la actualidad era una escenificación en cartón piedra de las
pesadillas que soñó Occidente.
Quizás nuestra nostalgia no era la del pasado de otros, sino la de nuestro porvenir. La recuperación del recuerdo que deberíamos haber tenido si España no hubiera elegido el peor camino cuarenta años atrás. La nuestra era una nostalgia por poderes, era una tristeza con sabor a sucedáneo. Pero la vivíamos como algo que nos concernía, en lo personal y en lo colectivo. Nos enamoramos todos de Jennifer O’Neill, de su mirada limpia y su sonrisa franca, de su belleza cercana pero intocable, de la necesidad de amor que tendía, en sus manos de mujer ya hecha, a la indefensa mirada de aquel adolescente que fuimos todos durante una tarde.
Quizás nuestra nostalgia no era la del pasado de otros, sino la de nuestro porvenir. La recuperación del recuerdo que deberíamos haber tenido si España no hubiera elegido el peor camino cuarenta años atrás. La nuestra era una nostalgia por poderes, era una tristeza con sabor a sucedáneo. Pero la vivíamos como algo que nos concernía, en lo personal y en lo colectivo. Nos enamoramos todos de Jennifer O’Neill, de su mirada limpia y su sonrisa franca, de su belleza cercana pero intocable, de la necesidad de amor que tendía, en sus manos de mujer ya hecha, a la indefensa mirada de aquel adolescente que fuimos todos durante una tarde.
Nos enamoramos del país
que emprendía una guerra justa y cuyos soldados morían, maridos jóvenes a
los que echaba de menos una muchacha de hermosura impune. Nosotros
echábamos de menos las esperanzas alegres y desordenadas, en la
embriaguez nocturna y ruidosa de aquellos chicos que abandonaban su
infancia en los rituales del paso a la universidad, solemnemente
escindida de la vigilancia y el regazo familiares.
Nos hirió profundamente aquel mundo en blanco y negro de jóvenes desorientados, la muerte del dueño del pequeño cine que interpretó con tan vigorosa maestría un hombre de westerns como Ben Johnson. O el amor tardío de una mujer madura, humillada y vencida por la atracción de un cuerpo reciente, de una vida todavía por vivir, de una existencia a la que se agarraba como si contuviera su última posibilidad de ser feliz.
Nos hirió profundamente aquel mundo en blanco y negro de jóvenes desorientados, la muerte del dueño del pequeño cine que interpretó con tan vigorosa maestría un hombre de westerns como Ben Johnson. O el amor tardío de una mujer madura, humillada y vencida por la atracción de un cuerpo reciente, de una vida todavía por vivir, de una existencia a la que se agarraba como si contuviera su última posibilidad de ser feliz.
Qué inmensa, qué
prodigiosa fue la interpretación de una actriz especializada en las
comedias como Cloris Leachman al encarnar a la protagonista de aquella
pasión a destiempo. Qué inmenso homenaje de Hollywood, al dar el Oscar a
los dos secundarios del drama y entender con ello que «The last picture show»
narró la adusta importancia de quien pasa por la vida sin ser notado
apenas, de los perpetuos actores de reparto, de las biografías en
sombra, tan infinitamente dignas, tan fieles a sí mismas, tan
discretamente ejemplares.
Lo que nos llegó tan hondo no fue la Historia con mayúsculas, la abstracción inmunda con que algunos desearon adueñarse de nuestro tiempo de personas concretas. Lo que nos conmovió fue la manera en que aquellas experiencias personales podían haber sido las nuestras, y que manifestaban la auténtica sustancia de lo que deberíamos reconocer como verdadera historia.
Lo que nos llegó tan hondo no fue la Historia con mayúsculas, la abstracción inmunda con que algunos desearon adueñarse de nuestro tiempo de personas concretas. Lo que nos conmovió fue la manera en que aquellas experiencias personales podían haber sido las nuestras, y que manifestaban la auténtica sustancia de lo que deberíamos reconocer como verdadera historia.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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