Es casi infinita la multitud de pensadores que nos ha advertido sobre la estrecha relación de la política con la mentira, y sobre que, por tanto, no hay otro remedio que soportar una determinada dosis de ese veneno. En el pensamiento de Maquiavelo, la mentira aparece como un instrumento del poder y esa sigue siendo una de las fuentes indiscutibles de la enorme abundancia de embustes. Pero Maquiavelo no pensaba en nada parecido a una democracia y, si se desea que cualquier democracia sea algo distinto a una gran mentira, habrá que preguntar si es posible que la democracia sobreviva, una vez que el nivel de mentira soportable parece haberse rebasado de manera sobrada.
El supuesto poder de la verdad
Lo peor de la verdad es que comienza a devaluarse a medida que se extiende. Una verdad muy compartida tiende, en el límite, a ser algo completamente inane. Las grandes energías se reservan para las verdades ocultas, lo que solo unos pocos saben. Es importante caer en este detalle pues tendemos a pensar que una verdad será tanto más valiosa cuanto más reconocida sea, pero la cosa no es tan simple.
Pensemos en el valor de una información que es máximo cuando constituye un secreto y que se convierte en un arma poderosa en manos de quien puede retrasar su conocimiento, para quien puede emplearla para sus fines. La trasparencia sería la situación en la que no habría verdades ocultas y en la que el poder perdería cualquier posibilidad de emplear la información en su provecho, y por eso mismo todo poder se afana en ocultarse.
La paradoja de la democracia
Las democracias se definen precisamente por las formas en las que articulan el equilibrio entre lo que todos deberían saber y lo que solo unos pocos saben. Ese juego está bastante bien definido en las democracias consolidadas, en las que la mentira de un político se convierte inmediatamente en su condena, y es enormemente difusa en las formas débiles de democracia, en España, por ejemplo.
De cualquier manera, como lo demuestra el éxito de Trump, el Brexit o la posible victoria de Le Pen, y hablamos de tres casos de democracia con cierta solera y fortaleza, las fronteras entre la mentira tolerable y la manipulación descarada se están haciendo demasiado espesas. Ello sucede porque las democracias se fundan en la creencia de que una verdad en poder de todos sigue conservando energía política, es decir, en la idea de que las mayorías sociales pueden remover a las minorías que gobiernan, pueden destituirlas, y, claro está, las minorías en el poder juegan siempre a tener ese poder a título de propietario, no de manera vicaria, es decir, en contra de lo que establece la teoría. Si para eso hay que mentir de manera desconsiderada no hay problema, siempre que se consiga que las mayorías compren de buen grado esa mercancía como propia, pero, como es notorio, los medios de propaganda a disposición de los poderes, apenas sin excepción, suelen ser suficientemente eficaces como para establecer la verdad de su conveniencia. La paradoja de la democracia consiste, por tanto, en que el fundamento de su legitimidad puede servir para convertirla en un instrumento contrario a su sentido.
El descrédito de la libertad
Esta es una de las razones de fondo del desprestigio del liberalismo y de la vigencia, casi universal, del paradigma socialdemócrata: la mayoría prefiere creer de buen grado que el conjunto de los aparatos políticos trabaja a favor de sus deseos y, mientras goce de un bienestar que estime suficiente, no tiene incentivos de ningún tipo para pararse a comprobarlo. Eso lleva a una identificación sentimentalmente muy fuerte entre las demandas populistas y los políticos que saben aprovecharse de ellas sin demasiados escrúpulos.
La libertad siempre ha sido sospechosa para los biempensantes, que en este momento constituyen auténtica multitud. Nutridos de los dogmas del momento, una amplia mayoría de ciudadanos asiste impertérrita a su desplume, y es incapaz de caer en la cuenta de hasta qué punto el sistema político se ha vuelto disfuncional para sus legítimos intereses. La gran mentira de un gasto público desbocado e insostenible suele servir para tapar oídos y bocas, a la espera de que el tiempo, ese capital que los políticos se empeñan en presentar como inagotable para justificar sus cobardes dilaciones, acabe arreglando lo que no tiene ninguna solución.
Ejercicio de estiba: la mentira es rentable
El caso de la estiba, reúne todas las características necesarias para despertar a muchos ciudadanos del sueño en el que están sumidos, de su auténtico desamparo político, pero me temo que, con ser tan espectacular, no será suficiente para que muchos despabilen. Para empezar, miente el Gobierno que no hizo nada, por ese miedo cobarde que le es tan peculiar, en los numerosos meses en que una gran mayoría política le habría autorizado a poner en su sitio a trabajadores tan peculiares como levantiscos y acaparadores. El manto sindicalista, sirve para cubrir las más impúdicas vergüenzas, es casi como la condición aristocrática en el antiguo régimen, un salvoconducto para el abuso y la excepción, y Rajoy está aquí para continuar mandando, aunque sea poco y mal, no para arreglar nada. Pero es que, cuando se planteó el asunto en el Parlamento, ni uno solo de los grupos actuó como si su obligación fuese defender el interés común, el de todos, no el de esos señorines tan bien pertrechados, y todos aprovecharon la circunstancia para fortalecer su posición de cara a lo que venga: y a los españoles del común que les vayan dando, como diría Iglesias, si se pusiera fino. La mentira es rentable, cuanto más burda, más parece serlo, y por eso Podemos se atreve a presentar a los que dieron una paliza a dos guardias civiles y sus novias como víctimas, o los separatistas catalanes insisten en que los ampara la legitimidad, la democracia, la mayoría popular.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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