El presidente francés Emmanuel Macron, con la canciller Angela Merkel, en Compiegne. ETIENNE LAURENT /EFE
Hace cien años, el 11 de noviembre de 1918, a las 5.15 horas de la mañana, se firmó el armisticio en el claro de Rethondes, en el Bosque de Compiègne, que dio fin a la Primera Guerra Mundial en el frente occidental.
¿Qué importancia tiene todavía para nosotros la Primera Guerra Mundial? Los franceses se refieren a ella como la "Gran Guerra". Millones de jóvenes soldados perdieron la vida por su patria. La guerra se llevó 20 millones de vidas, y dejó aún muchos más heridos, como las "gueules cassées" (o crismas rotas), que sufrieron amputaciones y heridas horribles, así como todos aquellos que padecieron neurosis de guerra, los "shell shocked", y que quedaron traumatizados de por vida. Para otros europeos el final de este período dio lugar a la creación de sus propios Estados nacionales. En la memoria de los alemanes los años 1914 a 1918 se ven ensombrecidos por los horrores posteriores de la dictadura nacionalsocialista. Pero un hecho une a todos los Estados europeos que participaron en esta guerra: la Primera Guerra Mundial dejó su huella en casi todas las familias.
La lección que deberíamos aprender de este conflicto parece evidente: que el nacionalismo exacerbado nos lleva directamente a la destrucción. Sin embargo, los europeos tardaron en extraer las consecuencias. Efectivamente, a la paz que se celebró en 1919 en Europa occidental, le siguieron años de tensión. En varios Estados europeos se formaron gobiernos nacionalistas extremos. En Alemania, la "República de Weimar", que como democracia alemana quería formar parte de la Sociedad de Naciones, fracasó finalmente en 1933 y su camino condujo, por su propia culpa, a la dictadura, a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto.
¿Qué importancia tiene todavía la Primera Guerra Mundial? Debe importarnos porque una lección fue que no basta con firmar la paz; esa paz tiene que ir ligada a un proyecto de futuro.
Para que Alemania y Francia consiguieran curar sus heridas, vivir la paz y crear ese vínculo bilateral, ese eje tan fuerte a día de hoy, para que todos los pueblos europeos gozaran por fin de 70 años de paz y prosperidad, fue necesaria una revolución copernicana. Tuvimos que poner las cosas del revés, cambiarlo todo, pasar de una lógica de confrontación recurrente a una filosofía, pero sobre todo, a una práctica de colaboración sistemática, de construcción conjunta y, ante todo, por "una solidaridad de hecho", como dijo Robert Schuman el 9 de mayo de 1950. Así, en 1951 los dirigentes franceses y alemanes decidieron poner en común algunas producciones industriales, pensando que si trabajábamos juntos, con los mismos intereses, ya no seríamos ni competidores ni beligerantes, sino socios naturales. En 1963 se instituyó la Oficina franco-alemana para la juventud como primera piedra de una aproximación de los ciudadanos: si los jóvenes hablan el mismo idioma, se conocen, se entienden, ya no habrá lugar para la guerra. Esta filosofía y esta práctica son la base del mercado común y, más tarde, del programa Erasmus.
Porque esa es la revolución copernicana del proyecto europeo: sobre la base de identidades nacionales fuertes, culturas esplendorosas y únicas, con un pasado a veces doloroso pensar juntos, reflexionar en términos de cohesión, contemplar nuestro futuro común. No se trata de negar las diferencias o de equiparar, sino de avanzar basándonos en el modelo que compartimos: funcionamiento democrático y separación de poderes, diversidad cultural, libertad de expresión, modelo social europeo.
¿Este entendimiento, que nos ha garantizado 70 años de paz y prosperidad, sigue siendo ampliamente compartido hoy en día? En calidad de embajadores, representantes de dos países enfrentados en esta guerra de 1914 a 1918, y luego en la de 1939 a 1945, y que sufrieron los graves efectos del nacionalismo, nos preocupa ciertamente el regreso de corrientes nacionalistas o populistas, de voluntades de aislamiento y de singularización, así como las retóricas de rechazo de la alteridad cuando sabemos, por experiencia, que la apertura y los intercambios son fuente de prosperidad, riqueza y bienestar social. En cuanto embajadores de dos países que han recorrido una senda tan dolorosa y larga para llegar adonde nos encontramos hoy en día, nos causa inquietud que las corrientes populistas simplifiquen temas complejos con el propósito de culpar al otro de las carencias propias, cuestionando al mismo tiempo y en su totalidad el proyecto de paz y bienestar que es la UE. ¿Se puede criticar el funcionamiento de la UE y de sus instituciones y mejorarlo en algún que otro punto? Sin duda alguna. Pero lo que no debemos permitir es que el populismo logre que unos grupos se enfrenten a otros, ultrajando los valores humanistas que consisten en ver que lo que nos une nos hace más fuertes que aquello que nos separa. Sabemos por experiencia propia que el nacionalismo no da -jamás- respuesta alguna y no trata de construir nada, sino de destruir.
¿Qué podemos hacer? Francia y Alemania, con España, socio fundamental en la construcción de Europa, debemos acercar Europa a los ciudadanos. Permitir a los europeos conocerse, entenderse, es permitirles imaginar un futuro en común. El espacio europeo es el más próspero, el más seguro y el más justo del mundo desde el punto de vista social. Tenemos que seguir consolidando la seguridad exterior e interior, seguir intensificando la integración económica y financiera, así como seguir defendiendo y fortaleciendo el pilar social. Más allá de las palabras, existe la realidad de lo que protege a los europeos y les garantiza un futuro.
YVES SAINT-GEOURS / WOLFGANG DOLD* Vía EL MUNDO
*Yves Saint-Geours y Wolfgang Dold son respectivamente embajadores de Francia y de Alemania.
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