/AFP
Creíamos que estábamos vacunados de tanto odio. Y que como civilización habíamos aprendido las lecciones necesarias para que la Historia no vuelva a repetirse, y no ya como farsa sino siempre como drama. Sin embargo, hoy vemos cómo una corriente de xenofobia recorre de nuevo el mundo y cómo el nacionalismo que desangró Europa empieza a imponerse con el ardid de erigirse en salvavidas ante las incertidumbres idealizando un pasado que nunca existió. Y cómo el populismo extremista avanza imparable hasta situarnos en el mismo precipicio, poniendo en riesgo la paz, la seguridad y el sistema de bienestar y democracia que tantas décadas y tantos esfuerzos han costado soldar. Nada tiene que ver el patriotismo bien entendido, ése que exalta los valores de convivencia y el respeto a las reglas de juego que la permiten, con el nacionalismo excluyente que exacerba las diferencias y busca dinamitar los estados de derecho. Macron subrayó este mensaje ante un auditorio en el que dirigentes como el Rey de España o Pedro Sánchez se debieron sentir especialmente interpelados por la gravísima situación política que atraviesa nuestro país por la amenaza secesionista. Aunque en el resto de Europa es no menos preocupante el avance imparable de la ultraderecha o de formaciones radicales que aspiran a derribar la democracia liberal y, con ello, a acabar con el gran proyecto de paz y prosperidad que es la Unión Europea.
Tuvieron que producirse las dos guerras mundiales para que prendiera también la convicción de que el multilateralismo es imprescindible. Y, sin embargo, vemos cómo Trump lleva a EEUU, el gran gendarme de la sociedad de naciones, hacia un peligroso repliegue y abandona, uno tras otro, los foros globales como el Tratado de desarme. Otra clara demostración de irresponsabilidad que nos sitúa ante un presente inquietante.
EDITORIAL de EL MUNDO
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