El ninguneo del que hemos sido objeto a costa de Gibraltar es un síntoma
más de la insoportable levedad de España, causada por gobernantes que
no merecemos
Pedro Sánchez junto con la primera ministra británica, Theresa May.
EFE
El saltimbanqui que padecemos como presidente del
Gobierno se ha puesto duro y ha ido por el mundo amenazando con vetar el
acuerdo entre la Unión Europea y el Reino Unido que permita por fin
clarificar la salida de la vieja monarquía británica de un continente
integrado al que ni Westminster ni el 10 de Downing Street han visto
nunca como una empresa colectiva que construir, sino como un mercado en
el que medrar. El motivo de la intransigente posición de Pedro Sánchez
era Gibraltar, esa espinita clavada en el sur de España desde hace tres
siglos porque un Habsburgo débil, enfermo y corto de luces fue incapaz
de tener descendencia dejando su imperio a la intemperie expuesto a la
voracidad de los diversos buitres coronados que dominaban el cielo de la
época.
El Brexit ha sido el mayor
error estratégico cometido por Inglaterra -y es correcto decir
Inglaterra, porque ni Escocia, ni Irlanda del Norte ni el Gran Londres,
ese conglomerado cosmopolita y multirracial que es la demostración viva
de la globalización, votaron a favor de abandonar la UE en el estúpido
referéndum convocado por un premier insensato- desde Guillermo el Conquistador.
Si hay una prueba de la teoría de que no hay nada acertado, eficiente,
noble y excelso que los políticos no puedan arruinar es el Brexit, una
imbecilidad difícilmente superable, de la misma categoría que la
invasión de Irak por la coalición liderada por George W. Bush,
brillante operación que nos trajo inestabilidad, guerra y terrorismo en
cantidades industriales en una región del planeta ya de por sí
inestable y clave para la economía mundial.
Por humillante que suene, todo apunta a que Gibraltar fue considerado asunto secundario; se nos percibe como un socio incapaz de hacer valer sus pretensiones
No cabe duda que el Brexit, dentro de la desgracia que
representa para Europa en su conjunto, ofrecía a España una excelente e
inesperada oportunidad de ganar ventaja en el enquistado conflicto de Gibraltar.
La historia de abusos, violaciones del Tratado de Utrecht e insolencias
impunes del Reino Unido como potencia colonizadora del Peñón es muy
larga y desde luego indignante. Apropiación del istmo, contrabando,
facilitación de la evasión fiscal, ensanchamiento indebido de aguas
territoriales y otras tropelías han jalonado la espinosa relación entre
nuestro país y el ocupante de este pedazo de nuestro territorio a lo
largo de muchos años. Como todo aquel que da un paso en falso, el Reino
Unido ha quedado al optar por el Brexit en una posición débil, también
en la cuestión gibraltareña. Dado que la Roca
no es parte del Estado Miembro que desea salir de la Unión y es
definido como una colonia por Naciones Unidas, es el momento para el
Estado Miembro que aspira legítimamente a ver restaurada su integridad
territorial de hacer valer sus derechos dentro del marco del acuerdo de
salida.
Hasta aquí todo bien. Sin embargo, las cosas
no han discurrido como España esperaba y hasta el tramo final de la
negociación los términos tanto del acuerdo como de la Declaración
Política que lo acompaña no contemplaban de manera explícita que
cualquier arreglo futuro entre la Unión Europea y el Reino Unido sobre
el estatus de Gibraltar debe contar con el consentimiento de España y
ser fruto de un diálogo bilateral entre España y el Reino Unido. Esta
omisión era tanto más insólita por cuanto las Orientaciones previas
establecidas para guiar el proceso sí lo especificaban claramente.
Si
bien la reacción airada del actual Gobierno español y su órdago de
votar en contra del acuerdo era comprensible, cabe preguntarse por el
motivo de esta ignorancia de los indiscutibles derechos e intereses de
España a nuestras espaldas y en los días de cierre de la negociación por
parte del equipo de Michel Barnier y de la
Comisión. Por doloroso y humillante que suene, todo apunta a que el
asunto de Gibraltar ha sido considerado secundario frente a otros
aspectos del acuerdo y que se nos percibe como un socio de escaso peso
que por mucho que ponga ahora el grito en el cielo será incapaz de hacer
valer sus pretensiones y de ganar los aliados imprescindibles para
torcer el brazo del Consejo Europeo y del Gobierno británico.
Por desgracia, en este y otros temas asimismo relevantes, hace bastante tiempo que no estamos a la altura propia de una nación de nuestra envergadura histórica y nuestro PIB
Esta clase de situaciones no se gestan en unas horas ni
son el producto de una coyuntura o de un episodio aislado, son el
resultado de un tiempo muy largo en el que cada Estado Miembro se va
labrando una reputación y un prestigio que a la hora de resolver una
dificultad afloran y tienen efectos tangibles. La desagradable verdad es
que Zapatero, Rajoy
y ahora el doctor por la cara no han transmitido en Bruselas la imagen
de solvencia, competencia y seriedad que consiguen que un país sea
respetado en los foros comunitarios.
ALEJO VIDAL-CUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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