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sábado, 17 de noviembre de 2018

Ruido de sables en Downing Street: por qué May no es Margaret Thatcher

La batalla tras el acuerdo del Brexit ha dejado una situación insólita: todos contra Theresa May. Pero eso permite que la primera ministra se sitúe en el centro del tablero político


La primera ministra británica, Theresa May, vuelve al número 10 de Downing Street después de hacer una declaración. (Reuters)


Es al menos singular la extraña alianza que se ha confeccionado en torno a la primera ministra británica. Theresa May puede presumir de tener en su contra a los laboristas, con un doble juego en aras de desgastar a los conservadores; a los 'brexiters' de su partido, que ven la oportunidad de dar un golpe de mano en la dirección de los 'tories'; a los unionistas de Irlanda del Norte, que son precisamente quienes garantizan a May una precaria mayoría en Westminster, y hasta a los primeros ministros de Escocia y Gales, que han recordado a la primera ministra por carta que debe contar con ellos si quiere que el acuerdo con Bruselas sea ratificado por el Parlamento. Una especie de todos contra May.

Ni siquiera Margaret Thatcher tuvo tantos enemigos dentro y fuera de su partido cuando en noviembre de 1990 se vio obligada a dimitir. Entonces, dirigentes con mucho peso dentro de los conservadores, Michael Heseltine, Douglas Hurd o John Major, que habían formado parte de sus gabinetes en puestos clave, encabezaron una auténtica conspiración para derrocar a la dama de hierro a la vista del desgaste que estaba sufriendo el Gobierno conservador, que había incendiado a las clases medias y bajas con la célebre 'poll tax' (un impuesto local).

El ruido de sables le ha llegado ahora a May, cuyo instinto de supervivencia es ya muy superior a lo que se podía esperar cuando sustituyó a David Cameron de manera apresurada. De manera intuitiva, se puede pensar que con ese escenario la continuidad de May no está garantizada, y, de hecho, cuando compareció ayer pasadas las seis de la tarde muchos daban por hecho que era para anunciar su dimisión.

Proceso de primarias


No solo no lo hizo sino que, por el contrario, dejó bien claro que no lo hará salvo que sea obligada por una moción de confianza que exige, primero, que la presenten 48 diputados conservadores. Posteriormente, los 'tories' tendrían que convocar una votación en la que los críticos deberían sumar más de 158 votos, es decir, la mitad de los 316 diputados conservadores, y solo entonces se iniciaría un proceso de primarias.

May, paradójicamente, cuenta con una ventaja. Aunque muchos diputados conservadores aborrecen lo pactado con Bruselas —al fin y al cabo tienen que defenderlo en sus respectivos distritos electorales—, son conscientes de que la derrota de May sería también el fin del partido conservador en el poder. Y el acuerdo con Bruselas debe pasar con carácter previo por la Cámara de los Comunes para su aprobación.


Los buenos resultados que obtuvo Corbyn, el líder laborista, en las últimas elecciones pueden ser el preludio de que algo está cambiando en la política británica, teñida de conservadurismo desde los tiempos del tándem Blair/Brown. Es decir, expulsar a May de Downing Street ahora sería lo mismo que entregar el poder a los laboristas, que amenazan, por ahora solo eso, con un segundo referéndum que corre el riego de ser la tumba política, precisamente, de quienes lanzaron el Brexit y ganaron contra todas las encuestas y contra la desmovilización de los sectores urbanos.

Es obvio que la primera ministra británica es consciente de su debilidad, pero no hay que ser un gran estratega político para observar que al situarse en el centro del debate (entre los duros del Brexit y quienes quieren seguir en la UE) tiene capacidad de anular a sus rivales políticos. Incluidos muchos diputados laboristas a favor del 'remain', que difícilmente podrán explicar a sus electores que votaron un día junto a los partidarios del Brexit duro.

Hoy, de hecho, y salvo que convocara de forma inmediata elecciones generales, May es la única que puede evitar el caos político que supondría renegociar lo pactado con Bruselas. Esa posición en la centralidad es, de hecho, su principal baza política frente a los dos extremos: los que quieren salir de la UE por las bravas y los que se niegan a aceptar el referéndum del Brexit. Algo que explica una de sus frases favoritas en la comparecencia de ayer: “El liderazgo es tomar las decisiones correctas, no tomar las decisiones fáciles... Eso es exactamente lo que estoy haciendo”, dijo.




Hay que tener en cuenta, además, otro factor clave. La partida con la Unión Europea, en contra de lo que pueda parecer, y tras 18 meses de negociaciones, no ha hecho más que comenzar. Lo que se han firmado son solo las condiciones del divorcio (el Brexit), pero hasta 2021, al menos, no se conocerán ni la pensión compensatoria ni el régimen de visitas. Ni siquiera las condiciones de vecindad. Tan solo se conoce que la ruptura es de mutuo acuerdo, y eso es precisamente lo que duele a los 'brexiters', que hubieran preferido un final más épico.

Margen de maniobra


El artículo 126 del acuerdo —585 páginas— prolonga el periodo transitorio hasta el 31 de diciembre de 2020, pero, dicho esto, lo que deja bien claro es que unos meses antes de esa fecha (antes del 31 de julio), el comité mixto UE/RU puede retrasar ese periodo transitorio hasta una plazo sin determinar. Como dice el pacto, al menos hasta el “31 de diciembre de 20XX”. Es decir, los futuros negociadores —la nueva Comisión Europea estará ya operativa el próximo verano— tendrán mucho margen para pactar las nuevas relaciones entre ambos territorios una vez que se haya formalizado la salida del Reino Unido.

Hasta entonces, el asunto más peliagudo, la fronteras entre las dos Irlandas, seguirá en el limbo, los ciudadanos apenas percibirán ningún cambio, lo que permite respetar los acuerdos de paz del Ulster. Es por eso por lo que partidarios más firmes del Brexit hablan de que May ha aceptado una fórmula de “vasallaje” ante Bruselas, aunque sea en diferido. Es decir, Irlanda del Norte seguirá formando parte del territorio aduanero sin aranceles, cuotas o controles sobre las normas de origen entre Belfast y el resto del Reino Unido.




Y es que el acuerdo político, sustanciado en apenas siete folios, y con ningún valor jurídico, apenas se limita a expresar lugares comunes sobre la futura vecindad, pero sin precisar qué tipo de relación existirá más allá de una unión aduanera que permitirá el libre flujo de bienes y servicios durante el periodo de transición, incluidos los servicios financieros, sobre los que hay un vago acuerdo para cooperar de forma “estrecha y estructurada”, o el respeto a las denominaciones de origen.

Este punto es especialmente delicado para los partidarios del portazo a Europa, ya que mientras dure el periodo transitorio (en Gibraltar, todo seguirá prácticamente igual), el Reino Unido —que no podrá variar ni su política de competencia ni aumentar las ayudas de Estado para proteger la industria nacional ni competir bajando impuestos— estará sometido al arancel común en la UE y a las reglas del comercio interior.

Londres, por lo tanto, no podrá acordar un nuevo marco de relaciones comerciales con otros territorios, como pretenden los halcones del Brexit, que hubieran preferido pactos bilaterales a los de carácter multilateral. El cambio más real y efectivo es que el tribunal de Justicia de la UE ya no tendrá jurisdicción sobre las leyes británicas. Este es el caramelo que, en realidad, ha entregado May a los partidarios del Brexit duro. No parece mucho.


                                                                                 CARLOS SÁNCHEZ  Vía EL CONFIDENCIAL

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